La calle como trinchera

El problema, de nuevo, es la alergia del poder a todo lo que huela a bien común, a lugares de intercambio y transacción

DEL HAMBRE

Aún habituados como estamos a nadar en los cómodos márgenes de los públicos-burbuja, sorprende ver a los simpatizantes de un partido abuchear a una periodista. Más aún cuando cumple con el interés general encomendado por la democracia: el escrutinio y control al poder por gravísimos casos de corrupción. Pero nuestro tribalismo militante ha llevado de nuevo a una fuerza política a utilizar a sus seguidores para reforzar el silencio del líder en una rueda de prensa, ...

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Aún habituados como estamos a nadar en los cómodos márgenes de los públicos-burbuja, sorprende ver a los simpatizantes de un partido abuchear a una periodista. Más aún cuando cumple con el interés general encomendado por la democracia: el escrutinio y control al poder por gravísimos casos de corrupción. Pero nuestro tribalismo militante ha llevado de nuevo a una fuerza política a utilizar a sus seguidores para reforzar el silencio del líder en una rueda de prensa, e incluso a que aquél azuce esas pasiones en lugar de contenerlas y permitir que la periodista haga su trabajo. No hablamos aquí de Trump: sucedió en Ceuta con Pablo Casado.

El problema, de nuevo, es la alergia del poder a todo lo que huela a bien común, a lugares de intercambio y transacción. Son los sitios naturales de las instituciones, pues su imparcialidad permite la construcción de una zona de juego que nos expone a todos a preguntas incómodas y nos obliga a argumentar con razones, a escuchar puntos de vista inesperados. Lo de Ceuta es otra muestra del deterioro institucional que vive el país. Lo más preocupante es el vaciamiento del Parlamento, la institución por excelencia, la que delibera para definir un proyecto común. En lugar de llevar allí la discusión sobre los indultos, nuestras derechas prefieren, una vez más, sacarla a las calles para insistir en un monólogo que nada arriesga. La calle es solo una trinchera que refuerza sus afirmaciones: cuidado, se rompe España. Mientras tanto, las instituciones que deberían funcionar como arquitectura de lo común pierden terreno.

Se ha visto en la pandemia, con el fortalecimiento del poder ejecutivo y el gobierno por decreto. Sorprendentemente, las Cortes tampoco han abordado el problema del Rey autodesterrado (¿qué pasó con la nueva Ley de la Corona?). Y lo hemos visto en un TC que aún no ha resuelto el recurso de inconstitucionalidad del primer estado de alarma. Una institución que no se pronuncia a tiempo sobre algo tan relevante deja de ser sujeto político. Sucede también con la negativa del PP, tan poco constitucional, a renovar los cargos del CGPJ. Así, es normal que los motivos de “utilidad pública” para los indultos parezcan pura ciencia ficción. Ni tan siquiera pensando en el ámbito internacional, donde, a la espera de Estrasburgo, el perdón desmontaría el argumentario victimista del independentismo, reforzando acaso la posición del Estado. Una democracia saludable no se siente amenazada por un indulto, porque el poder es magnánimo. El Estado más fuerte es aquel que es capaz de condenar, asegurar que se cumple la ley e indultar, si así lo considera, pensando en el interés general y la convivencia. Por supuesto, se puede pensar de otra manera, pero lo cómodo es inmovilizar tu posición en la calle y encerrar a los ciudadanos en una situación pasiva. Y de paso, poner otro granito más en la desvitalización de nuestra vida política.

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