Calamar en juego
En esta nueva temporada hemos de intentar quitarle las máscaras de cervatillos y lobeznos en diamantina a los VIP’s que se divierten con los baños de sangre
Supongamos que soy coreano. Me arrimo al fin de año totalmente consciente de que he vivido ya una primera temporada -con sus descalabros y bemoles- totalmente dispuesto a enfrentar todo lo inédito y sorpresivo que contenga la segunda temporada, a estrenarse casi al mismo tiempo que el año ‘25. Dejo atrás mi amada Madrid, una vieja librería, dos mil libros embodegados y las ganas de llorar; frente en alto, rescatados los libros íntimos y entrañables, las casi cien libretas con dibujos de monitos en fila y anónimos personajes sin rostro y la poca ropa que cupo en una sola maleta.
Soy infinitamente millonario (según concluyó mi primera temporada) y en vez de comprar una finca en Silao y vivir plácidamente sin más redes sociales que las que sirven para cargar naranjas y mandarinas del mercado a mi casona decimonónica, decido volver a sacar la tarjetita de las tentaciones marcada con los únicos tres símbolos geométricos que aprendí en la secundaria y llamo al anónimo enmascarado de cara negra para aventarme de bruces directamente a la segunda temporada… con un ligero cambio en mi intención.
En el primer Juego del Calamar salí de las garras del alcoholismo profundo y me ausentaba herido del mal vicio de las apuestas en hipódromos en pantalla, tugurios de padrotes y la peor música del azar, quedando mal como padre de familia y mendigando afecto con afectos ya caducados, pero en esta nueva temporada del Calamar me propongo desenmascarar a los VIP’s , volver a la isla de los jueguitos infantiles con final sangriento y desvelar la trama de una oportunista nueva forma de la opresión. Aquí se han aprovechado de los endeudados y soñadores, de los jodidos que buscamos pergeñar un peso o diez pesos por cuajar una cuartilla de prosa limpia y firmamos a crédito hasta los tacos más sudados de las calles contaminadas. Viéndolo bien me basta recorrer los puestos de suadero y tripa humeantes y de vez cuando pedir sushi de pulpo en crudo para sentirme más coreano de lo que parezco.
La segunda temporada del Juego del Calamar (serie verificable en NETFLIX) es no más que la metáfora más o menos minuciosa de la jodida vida en Vallecas con un deudón en euros o la pinchurienta vidita en Iztapalapa desencantado de la pinche transformación que sólo ha logrado cambiarle el nombre a los que siempre ganan por robar, los que lo juran todo por mentir, los que prueban “científicamente” que el poder es puro pinche humo de copal. Se me rasgan los ojos de lágrimas enrabiadas al confirmar que los de verde olivo están coludidos con los de camisas Gucci y cadenitas de oro, que los gendarmes de cualquier guardia no son más que soplones y cómplices de los guardias de la Isla del Calamar en la costa de Sinaloa o en el corazón de Chiapas o en las montañas de Oaxaca o las diversas uniones de Tepito…
Pero vuelvo dispuesto a jugármela en la matatena o en un piedra, papel o tijera o en unos brinquitos de sapo ya no con afán de enriquecerme (porque en realidad ya soy multimillonario con los contados amores que cultivo) sino con la intención de venganza. Cuando la intención de venganza nace calladamente del corazón honesto, el azar nos concede reír al final y así los cuatro villanos que intentaron cortarme la cabeza en las pasadas temporadas han de boquear burbujas de derrota ante la Justicia inapelable que les rompe el hocico en la segunda temporada donde una vez más se me concede intentar interceder por el prójimo aunque no sea tan próximo: la vieja viuda madre de un antiguo rival, la jovencita adolescente embarazada por carambola, el joven trans que aún no logra todas sus operaciones, el antiguo militar delirante y legiones de nuevos deudores atrapados por las infinitas tasas de interés bancario, el trampantojo del Bitcoin, los robos a mano armada de los gobiernos dizque progresistas tanto como la enloquecida y renovada administración Trump en el trono del Imperio clonado por el Zar Putin.
En esta nueva temporada hemos de intentar quitarle las máscaras de cervatillos y lobeznos en diamantina a los VIP’s que se divierten con los baños de sangre, carcajeándose de mis gestos exagerados como Animé en Anáhuac con sudoración de obesidad rampante y boca abierta, gritando en coreano la misma mentada de madre que inunda de vez en cuando el silencio atrincherado del Zócalo de la Ciudad de México, donde el Palacio Nacional se ha resguardado bajo un muro en tres filas (quizá a falta alambre de púas) en ese mentiroso simulacro de que la casa de todos se vuelve propiedad privada del poder pretérito, tal como los artífices del Juego del Calamar que en medio del mar se han adueñado de la isla de Robinson Crusoe para convertirla en macabro patio de juegos de cientos de niños endeudados hasta sus ojitos rasgados por la angustia salpicada de sangre ajena en una nueva metáfora del campo de concentración a risitas y colores chillantes, con una música hipnótica que sólo se interrumpe con Vivaldis o Bachs para la siesta… y en la duermevela pasar de capítulo en capítulo convencido de que he de salir triunfante ya no tanto en monedas, sino en ánimo y virtudes de la enloquecida pantalla.
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