Paul
El genio volvió a convocar a cerca de 80.000 almas en un milagro de música y memoria, y el mundo cobró un equilibrio indescriptible
Debo a Rafael López Schetekat la encarnación de una epifanía: me invitó a comer en un hotel de lujo y un concierto. En medio de un jardín, al filo del mantel se abría el pasillo por donde de pronto pasó Sir Paul McCartney, que giró para mirarnos al vuelo, alzar las santas manos y ladrar algodonodamente como en la canción Hey Bulldog!, donde él y John Lennon lanzan ladridos para acompasar la letra donde subrayan: puedes hablar conmigo, si te sientes solo, tú puedes hablar conmigo. Allí empezó la taquicardia que se prolongó hasta la madrugada, pues el postre fue invitarme al concierto del genio que volvió a convocar a cerca de 80.000 almas en un milagro de música y memoria que duró casi tres horas en las que el artista universal ni tomó un solo trago de agua… y el mundo, absolutamente todo, cobró un equilibrio indescriptible.
Tenía razón John cuando hace medio siglo comentó que The Beatles eran ya desde entonces y para siempre más populares que Jesús de Nazareth. Salvo por el desgarramiento de vestiduras de confederados intolerantes del sur de los Estados Unidos (que irónicamente ahora han tomado el poder) y salvo los apóstatas que perviven, la suma de adrenalina artística y emoción intensa que viví ayer confirma que no hay una sola religión que convoque multitudes de diversas generaciones que cantan incluso sin saber el idioma de los versos, que lloran con el recuerdo instantáneo de que la música revive palpablemente todos los pretéritos de una biografía y la presencia invisible de todos los fantasmas posibles. No hay una sola figura que convoque hoy día todo el remolino de cultura popular en vivo como Paul McCartney y ayer tuvo a bien convocar entrañablemente a los espectros de John cantando allí mismo con él y con George intacto, sonriente… vivos.
Hace más de medio siglo, en una juerga no tan memorable, mi padre fue a dar al Star Club del barrio rojo de Hamburgo con sus amigos Óscar A. y Gustavo L. El grupo de rockeros de cuero negro aún no contaba con el sostén de Ringo Starr y había un misterioso miembro que dizque tocaba una guitarra sin cable a ningún amplificador, pero según los cuates de mi padre “ya se percibía que cambiarían el curso del mundo”, aunque mi padre siempre mencionó honestamente que todo aquello fue un festival de botellas de cerveza alemana que volaban hacia y desde el escenario en medio de una niebla prostibularia y delirante (que, de alguna manera) fue lo que cambió al mundo no sólo de la música, sino del pelo largo, los colores psicodélicos y el despertar maravilloso de una década que terminaría irónicamente con la música de esos mismos jóvenes -ya muy vividos- en un silencio aún perceptible al día de hoy.
Pero Paul se consolida al paso de los años y honra la monumentalidad de todo lo que cantó y vivió con sus compañeros de banda, así como creo que es innegable la inmensa estatura de su calidad como músico: un artista magnífico que ha cuajado no un puñado, ni una decena, sino cientos de canciones que han marcado no sólo la vida más íntima de la adolescente que llora en una buhardilla, sino la ronda hipnótica de taxistas, el largo sueño de millones de hombres y mujeres que empezaron a bailar como electrificados y luego, a volar entre campos eternos de fresas. Que la música de Paul con o sin los otros es el soundtrack de la segunda mitad del siglo XX y primer tercio del XXI y así como ha resucitado John con la mal llamada Inteligencia Artificial, así también asumo que en el fondo no sé bien cómo podrá seguir girando la vida misma y el planeta entero cuando nos quedemos sin Paul.
Toca el mismo bajo de toda la vida, una guitarra pintada con figuras de niños multicolores que elevan los brazos en alto, el ukulele que entrelazaba con George, la mandolina delirante y el piano como pianista consumado; canta las rolas de siempre que todo mundo se sabe o imita y canciones de su ya larga carrera como solista con bandas sincronizadas con todos sus pasados. Habla lo que puede en español para conectar mejor con un inmenso mar que todas las noches yen cualquier ciudad del mundo se convierte en oleada de fanáticos y adeptos, incrédulos y fervientes, jóvenes que lo ven por primera vez y canosos que lloramos soñando con canosas que se nos fueron de las manos. No hay un solo detalle de la liturgia del concierto que no sea en abono de la felicidad íntima y colectiva: las imágenes en pantalla, el volumen intenso de las bocinas y el escenario mismo como un escaparate espejo del mundo mismo que nos mira fijamente y finge ladrar.
Intenté dejar en la Conserjería del hotel el dibujo que ilustra esta columna y una antología de veinte cuentos mexicanos en inglés. Era como si le presentara a Rulfo, Paz, Fuentes, Rosario Castellanos, Elena Garro, Elizondo e Ibargüengoitia como lo más granado de este pinche pueblo que tanto lo admira y canta, mientras que el dibujo era clon de otro que le regalé en Madrid, retratado en azul. Ahora sin colores y a línea queda la imagen intemporal de Paul para que se oiga cada nota y se logre algún día la silente calma que profesaban los cuatro iluminados de Liverpool. Lo único que se necesita es Amor.
No he logrado sosiego al paso de las horas y me animo a declarar que ayer no fue un mero Day in the Life, sino uno de los días más felices ya para siempre. Yo estaba partiendo un pan ácimo sobre un mantel anónimo y como una brisa de todas las vidas posibles, de pronto pasó levitando un Profeta que giró para mirarme directamente a los ojos y en un mínimo segundo calmándolo todo absolutamente todo con el mantra de Let it Be.
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