México: una enorme ballena
Los norteamericanos saben que su viaje para cazar a esta colosal ballena es, al final, una ruta hacia la destrucción de su barco y timonel
Llamadme México. Hace unos años —no importa cuántos hace exactamente—, que Estados Unidos ve en mí algo más que un vecino incómodo, un socio comercial o un territorio autónomo al sur de su frontera. Soy algo distinto: el espectro engorroso de sus desvaríos. Su negación. Un Leviatán de boca retorcida y aleta caudal rota que se retuerce ante la sumisión. Una enorme —y para nada alvina— ballena. Moby Dick.
La obsesión de rep...
Llamadme México. Hace unos años —no importa cuántos hace exactamente—, que Estados Unidos ve en mí algo más que un vecino incómodo, un socio comercial o un territorio autónomo al sur de su frontera. Soy algo distinto: el espectro engorroso de sus desvaríos. Su negación. Un Leviatán de boca retorcida y aleta caudal rota que se retuerce ante la sumisión. Una enorme —y para nada alvina— ballena. Moby Dick.
La obsesión de republicanos —y demócratas— con este tricolor cachalote nace de un singular motivo: me acusan de su cojera. Que el Capitán Ahab camine en pata de palo, dicen, es por mi sola culpa.
Los más de tres mil kilómetros de frontera —esa línea impostada que serpentea y divide a los míos de los suyos— son la boca de la ballena. Fauces abiertas. Una puerta porosa por la que se filtran los vulnerables en búsqueda del sueño que los norteamericanos prometen. The land of the free, cantan en estridentes tonos de soprano.
A través de aquella salida —que al tiempo es entrada—, cruzan al día un millón de personas y unos 300.000 vehículos. Es la sirena de Starbucks —ese oficial de nombre extraño en el Pequod de la novela de Melville—, quien atrae a los migrantes mientras tararea una promesa de salvación.
Trump lo tiene claro. Así se lo confirmó a AMLO el 20 de julio de 2018 en una misiva en donde reconocía: “al igual que usted, creo que enfrentar el desafío de la inmigración ilegal requiere algo más que una seguridad fronteriza firme. Estamos preparados para abordar de manera más profunda los problemas de desarrollo económico y seguridad que impulsan la migración desde Centroamérica.”
De cualquier modo, Trump me pedirá —a gritos, como sabe comunicarse— que siga patrullando su frontera. Me advierte, como ya hizo en 2019, que si no lo hago le esperan aranceles del 25% a mis mercancías. Un absurdo: son ellos quienes devoran la mayor parte de lo que mi tierra produce. Ocho de cada diez litros de cerveza, el 80% de mi aguacate, el 99% de mi jitomate, cerveza, tequila, vehículos, máquinas, medicamentos, equipos. La lista continúa.
En aquellos lejanos días, el hombre que presidía mi territorio —un popular y obstinado tabasqueño— enfrentó la amenaza con un Plan A: apoyó a gobiernos centroamericanos, desplegó a la guardia nacional en la frontera, levantó albergues y resguardó a los que cruzaban mi suelo. El Plan B, por su lado, permaneció esperando en la sombra: un gravamen sobre bienes estadounidenses vinculados al mayor número de productores sin tocar los recursos esenciales, esos que mi gente no puede darse el lujo de buscar en otro lugar.
Por la garganta de este sombrerudo cetáceo no solo cruzan vidas humanas; también transitan drogas al por mayor: sintéticas, semisintéticas, naturales. Suben y bajan por mi tráquea esas sustancias malditas, aquellas que el vecino—ese que en público las condena y persigue— aspira a escondidas, sin rubor.
Así, la mordedura feroz que mi boca atesta se imputa a la maldad de mis nacionales y a la imposibilidad de mi gobierno de contener el tráfico. Terroristas, me pide que los llame. Pero el verdadero motor habita el norte: en sus narices insaciables, en la trampa de sus políticas hipócritas y en mi —accidental— posición geográfica. Soy involuntario corredor. Una arteria abierta.
Una revisión a fondo por parte de mi actual dirigenta —la primera de ellas— podría, al fin, deshacer el viejo nudo oxidado: reemplazar la represión del consumo de drogas por estrategias sensatas de control de daños. Adiós a décadas de castigo e inútil persecución. Mientras tanto, ella —como ya lo hizo el desaparecido macuspano— habrá de recordarle a Trump el viejo acuerdo: no habrá intervención extranjera sobre mi suelo mexicano. Soy mi soberano.
Mi emancipación incomoda. Mis recientes muestras de autonomía, esas señales de que ahora soy yo quien controla mi propio aleteo, desatan murmullos. ¿En qué momento creció el vecino menor? —se preguntan los yanquis con recelo. De ahí el intensificado arponeo.
Sin embargo, recordar: alrededor de esta obsesión y desconfianza —esa bisagra que me ata a Estados Unidos— existen zonas de amortiguamiento y viejos acuerdos. Cito a Andrés Manuel, ya no es tiempo de aquella frase atribuida a Porfirio Díaz según la cual “pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”. Ahora, según él, aplica algo distinto: “Bendito México, tan cerca de Dios y no tan lejos de Estados Unidos”. En el presente habitamos.
Los norteamericanos saben que su viaje para cazar a esta colosal ballena es, al final, una ruta hacia la destrucción de su barco y timonel. Mi país es esencial para su economía, producción, cadenas de suministro, fuentes de empleo y comercio. La mano de obra de mis hijos abarata sus costos y garantiza la estabilidad en la frontera. La participación de mis trabajadores —palabras macuspanas— es tan crucial como el rol de sus empresas. De poco sirve lo uno sin lo otro. Del mismo modo que de poco sirve la noche sin el día. Y lo mismo de vuelta.
Borges decía que Moby Dick era una novela infinita. Así es nuestra relación con Estados Unidos: trascenderá el tiempo, las circunstancias y al capitán en turno. Más nos vale deshacernos de la loca idea de que es posible soltar amarras.