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Béisbol
Columna
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Un toro en la loma

Descansa ya en leyenda Fernando Valenzuela, callado jugador de Sonora que ponía los ojos en blanco al enroscar su cuerpo para cada lanzamiento desde el montículo

Fernando Valenzuela
Fernando ValenzuelaJorge F. Hernández

Para los lectores peninsulares de este diario, el título de esta columna parece anunciar la melancólica evocación de aquel inmenso toro negro que vigilaba acechante las carreteras de España anunciando brandy Osborne. Sucede que para millones de mexicanos, otros tantos norteamericanos o japoneses del mundo entero y diferentes generaciones no hay más toro en una loma que la figura ya intemporal de un jugador de béisbol llamado Fernando Valenzuela, con la rodilla derecha izada a la altura del corazón, ambos brazos en alto sobre la gorra con visera enroscándose en el tornillo anatómico con el que se adrenalinaba el mundo entero segundos antes de lanza como misil una pelota de cuero sobre hilos enredados, costuras perfectamente interminables desde el centro de un diamante de césped donde se reserva un montículo de gloria para quienes se atreven a enfrentar en fila a los contrarios armados con un bate de sólida madera con el velocísimo empeño de engañarlos, tentarlos a que le peguen a la pelota y sus costuras.

Dicen que el Toro Valenzuela ha muerto en vísperas de la soñada repetición de una Serie Mundial de su equipo, los Dodgers de Los Ángeles, contra los llamados Bombarderos del Bronx, oficialmente Yankees de New York. Para quien no entienda de estas matemáticas habría que metaforizar el evento como la Champions del Fútbol Europeo, la Copa América, el Super Bowl de quienes juegan con casco, Wimbledon y un mano a mano en la Monumental de Las Ventas todo junto. Es la leche, como dicen en Malasaña o Lavapiés y para México se trata ya de una de las más honrosas páginas de la historia, pues un joven de 20 años nacido en Echohuaquila, Sonora llegó hace casi medio siglo a conquistar los máximos galardones del deporte inexplicable con sólo la habilísima potencia con la que su brazo izquierdo lanzaba la entrañable pelota blanca de costuras en rojo como si le tirara piedras a los venados en el desierto de su cuna.

El Toro Valenzuela llegó a Dodgers de Los Ángeles sin hablar el otro idioma que se acostumbra en Gringolandia y con la ilusión tan psicodélica como si fuera el personaje de la gran novela El amante de Janis Joplin, de Élmer Mendoza, donde la vida misma depende de la capacidad para lanzar curvas en vez de rectas contra quienes nos amenazan con un tolete o bien pegarle a una serpentina impredecible con el afán de hacerla volar por la estratosfera, lejos del diamante de pasto verde y tan cerca de las estrellas.

Valenzuela fue novato del año desde el día que debutó y ganó el premio al mejor lanzador de esa mágica trigonometría que llamamos beisbol, tan del alma gringa pero también del Caribe entero y de México de pé a pá y de Venezuela y de cualquier lugar donde algún loco decide triangular un cuadrado de campo fértil para trazar las pistas en cal que unen cuatro puntos cardinales con el afán de recorrerlas corriendo o bien andando según el batazo que conecte o no con la pelotita. Según Octavio Paz (en voz de David Huerta cuando lo imitaba) el llamado jonrón “representa el regreso a Ítaca) y esa guinda que consiste en lograr con un batazo que la pelota vuele hasta las gradas también lo lorgó en memorables ocasiones el Toro de México aunque su vocación y maestría consistía en lo defensivo: lanzar obuses con ingenio y engaño, velocidad y destreza de manera que NADIE le pegara a sus pelotas.

Me da tristeza que una leyenda inaugura su eternidad casi a la misma edad con la que intento escribir este homenaje, aunque no es secreto que mi equipo es precisamente el rival eterno de los Dodgers de Los Angeles. Mi padre me llevó de la mano al estadio RFK de Washington, D. C. el día que se ejecutó el último partido de los Senadores de la capital americana y jamás olvidaré que el públicos enloquecido no permitió que se jugara la totalidad del juego al saltarse a la cancha (como lo provocó Belmonte en Madrid) y robarse literalmente las cuatro almohadillas que servían como bases del triángulo mágico y hubo quienes arrancaron pedazos de céspedo o hilos de pasto y los jugadores donaron a la fuerza los guantes con los que se cubren las manos para poder atrapar la bola rápida y desaparecieron gorras y mucha historia… y desde esa noche pasé a las filas de los Yankees de New York por varias razones de peso: es el único equipo que juega con uniforme a las finas rayas (lo cual provoca que más de un madrileño crea que juegan en pijama) para que se viera más delgado el eterno Babe Ruth, regordete inmortal como un Bienvenida.

El beisbol es un juego que se tiene que explicar viviéndolo. Comparte con el tennis en el detalle de que no hay tiempo límite para su desarrollo. Aquí no hay pitazo final ni minutos de compensación. Se juega hasta que uno de los dos equipos termina arriba en el marcador, habiendo desfilado todos al bate y alternándose en llamadas entradas para cubrir el páramo verde, el llano en llamas hacia donde se dirigen la mayoría de las bolas impactadas. El beisbol es Paul Auster y George Plimpton, Don Delillo y Gershwin en Azul, es la licuadora del siglo XX allende el Bronx y Brooklyn, corazón de La Habana y rugido en Caracas. Es el único ritual aún sin sangrar en Sinaloa por el respeto irrestricto a su equipo de Tomateros y el vacío que quedó en la Ciudad de México cuando cerraron el Parque Delta, pero es también el viejo estadio de Detroit y la conquista del Oeste cuando los Dodgers se fueron de Brooklyn para Los Angeles y los Gigantes dejaron Polo Grounds para asentarse en San Francisco y es la pelota que curvea y el batazo que resueña como quien abre una Coca Cola helada par acompañar el enésimo Hot Dog de estadio, de los que miden medio metro y se combinan con un pretzel, cacahuates con palomitas de maíz y ya toda la fritanga del mundo como para justificar que el máximo campeonato se llame Serie Mundial por la diversidad étnica y cultural de los guerreros que se juegan el destino sobre el diamante.

Ayer por azar y sintonía con el fantasma de Fernando Valenzuela los Dodgers de su Los Angeles vencieron con un solo ramalazo a mis Yankees de New York en el primer juego de la serie que decidirá quién reinará durante un año. Sucede que la jugada milagrosa fue un batazo de un ídolo angelino tan gringo como rubio que logró conectar una pelota lanzada por un lanzador (inexplicable sustituto de quien llevaba ganado el partido para mis Yankees) y su meteoro terminó en las gradas electrizadas de euforia, remolcando al regreso a Ítaca (también llamado Home en inglés) a tres compañeros que yo deseaba que se quedaran náufragos en sus respectivas bases…exactamente a las 8.47, hora local, finalizando el juego a la misma hora y segundos de un batazo idéntico hace casi medio siglo, cuando el Toro Valenzuela recién llegaba a conquistar el mundo como pelota de costuras en hilo rojo.

Descansa ya en leyenda Fernando Valenzuela, callado jugador de Sonora que ponía los ojos en blanco al enroscar su cuerpo para cada lanzamiento desde el montículo… como quien mira hacia las estrellas sabedor de que hay un campo de sueños impalpable e intemporal donde juegan las leyendas sin horario, donde ahora lo reciben en ovación interminable y donde imagino que mi padre me volverá a llevar de la mano para la maravillosa contemplación de los más preciadas ilusiones.

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