Obradorismo sin López Obrador
Sin su líder y fundador la posibilidad de una organización capaz de buscar un cambio real nunca habría existido
Si entendemos al obradorismo como el movimiento político que busca un cambio de régimen para favorecer la agenda de los pobres y las agendas progresistas, me parece que Andrés Manuel López Obrador ha comenzado a ser un pasivo para su propia causa. Por supuesto, habría que reconocer que sin su líder y fundador la posibilidad de una organización capaz de buscar un cambio real nunca habría existido. Si bien es cierto que el triunfo en las elecciones de 2018 es resultado del malestar de las mayorías provocado por la corrupción y la ineptitud de los gobiernos del PRI y del PAN, tal malestar podría haberse diluido en otras expresiones, violentas incluso, si no hubiera sido por la voluntad indomable de este luchador tabasqueño, su carisma y sintonía con los sectores populares y su capacidad para agrupar tras su liderazgo la mayor parte de las corrientes progresistas y/o inconformes con el estado de cosas en el país.
López Obrador tuvo la tozudez y la congruencia necesaria consigo mismo no solo para llegar a Palacio Nacional tras treinta años de lucha, sino también para hacerlo sin traicionar sus banderas y principios. Solo alguien como él pudo resistir el canto de las sirenas del sistema y evitar ser engullido con prebendas o paliativos, como sucedió con tantos supuestos líderes de izquierda en las últimas décadas. Me parece que el país estará en deuda con él en más de un sentido; la mera construcción de una esperanza real para millones de desesperanzados es un milagro político en una sociedad tan desigual como la nuestra.
Dicho lo anterior, cada vez me resulta más claro que las virtudes y habilidades de López Obrador para vencer al sistema, incluso bajo las reglas del propio sistema, dificultan ahora las tareas necesarias para modificarlo. El arquitecto no siempre es el mejor ingeniero civil de su propio diseño. Las agendas personales, la mezcla de fobias y filias distorsionan y a ratos desdibujan sus nobles banderas. Los ángeles y demonios que se necesitaron para conquistar el poder no son los mismos que se requieren para gestionar una transición pacífica y consensuada. “Si no estás conmigo estás en contra de mí”, es un buen lema de batalla para enardecer los ánimos a la hora de tomar por asalto la muralla, pero pésimo para convocar a vencedores y vencidos a refundar la ciudad recién conquistada. En particular dos rasgos de carácter han minado las posibilidades de llevar a buen puerto los extraordinarios objetivos planteados en sus discursos de la victoria del 2 de julio y el 1 de diciembre en su toma de posesión. Por un lado, su carácter pendenciero y, por otro, su propensión a dejarse llevar por un milenarismo idealista y moralista a ratos impracticable. Ambos rasgos le han impedido convertirse en el jefe de Estado que esbozó en el primer día de su gobierno. Uno que quería unir a todos los mexicanos en una nueva era de progreso y solidaridad con las víctimas de la injusticia y con los que menos tienen.
Hoy me cuesta trabajo conciliar al hombre decente e integral que sé que es AMLO, con el presidente que desdeña los agravios contra las mujeres, los discapacitados, la diversidad sexual o los daños por el deterioro ambiental. Puedo entender que considere que nada es más urgente que remediar la situación de los pobres, pero eso no significa que el dolor de otras víctimas tenga que ser descalificado o disminuido. La solidaridad con estas causas ha sido bandera recogida por la izquierda en todo el mundo. No obstante, a AMLO parecen causarle tirria a partir del uso que los sectores conservadores han hecho de ellas. Pero eso equivaldría a negar los beneficios de la democracia o la necesidad de remediar la pobreza, solo porque han existido intereses perversos que en nombre de estas causas han cometido abusos y atrocidades.
Sé que López Obrador es personalmente incorruptible, pero también sé que no será posible terminar con la corrupción en tanto el gobierno de la 4T no esté dispuesto a ser intransigente con sus propias prácticas. Algo imposible cuando se opera desde la lógica de que admitir algún error, cuestionar o hacer un diagnóstico honesto es inaceptable porque equivale a dar municiones al enemigo. Con esa perspectiva, el nuevo gobierno se niega la posibilidad del ensayo y el error, es decir, de mejorarse a sí mismo, y compromete el objetivo de construir un México mejor.
El líder de una utopía puede denunciar los males de la sociedad de consumo, predicar sobre los daños que provoca el mercado, pregonar la perversidad de las economías neoliberales. Pero el constructor de un México moderno está obligado a asumir que el país no puede sustraerse a esa economía de mercado. El papel de Jefe de Estado de una nación moderna no es compatible con el discurso milenarista propio de un predicador ermitaño. Al ufanarse de nunca haber tenido tarjeta de crédito, AMLO abona a su imagen de opositor sufrido, pero exhibe una escasa comprensión de las tribulaciones de cualquier hogar mexicano o de los retos de una economía de mercado real. Solo el presidente no parece darse cuenta de que sus decálogos morales y el pañuelo blanco con el que presume el fin de la corrupción, son incompatibles con sus alianzas con actores tan poco empáticos con la ética como el líder sindical Napito, el PVEM, el PES y un largo etcétera al que ahora comienzan a sumarse ex gobernadores priistas.
Pero sobre todo, es la polarización que promueve todos los días el presidente lo que más ha dañado las posibilidades del propio obradorismo para hacer posibles sus promesas de un México diferente. Por más esfuerzos que haya hecho el gobierno para subsidiar a los que menos tienen con apoyos directos, es evidente que sólo mediante un empleo digno y remunerado saldrán definitivamente de la miseria. Empleos que sólo podrían haberse conseguido en el clima de confianza que favorece las inversiones necesarias. Se da por descontado que el intento de cambio de régimen generaría resistencias, pero el presidente tenía el capital político y los argumentos para haber sumado a otros factores de poder, aunque fuera por conveniencia política y económica. Pero por alguna razón él prefirió restar a sumar.
No formo parte de los que creen que el sexenio de López Obrador ha dañado al país, ni mucho menos. Por el contrario, su irrupción al poder conjuró el riesgo de una explosión social mayor, por la ceguera de la élite política ante la desigualdad social acentuada por gobiernos irresponsables. Si no hubiera un AMLO habría que haberlo inventado. Insisto, el país le debe mucho a su tozudez y a su integridad; su lugar en la historia está asegurado. Pero sus méritos residen más en su habilidad para haber propiciado un giro de timón al barco que era imprescindible, aunque no tanto como timonero a cargo del día a día. Y esto no lo disminuye. Toda proporción guardada, habría que considerar que Jesucristo puede ser el líder espiritual más trascendente en la historia, pero probablemente no habría sido el mejor constructor de su vasta Iglesia. La pregunta es, quiénes serán los San Pedros del obradorismo y qué situación encontrarán cuando por fin puedan comenzar a operar.
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