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Tribuna
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¿Fue Agustín de Iturbide el traidor que creemos?

Este controversial personaje ciertamente destacó como un cruento comandante contrainsurgente, pero debe recordarse que estaba inmerso en una guerra. Su peor error, sin embargo, fue ceñirse a una Corona que no estaba forjada para él

Un retrato del Agustín de Iturbide que se encuentra en el Museo Nacional de Historia.
Un retrato del Agustín de Iturbide que se encuentra en el Museo Nacional de Historia.DEA / G. DAGLI ORTI (De Agostini via Getty Images)

Instantes antes de morir, el 19 de julio de 1824, Agustín de Iturbide escribió en la villa de Padilla, Tamaulipas, una carta de despedida a la que fuera su compañera durante casi 20 años, la que estaría a su lado en sus pasos de Valladolid hasta Guanajuato, desde Chalco a Ciudad de México, y finalmente del trono al destierro; su esposa, Ana María Huarte:

“La legislatura va a cometer en mi persona el crimen más injustificado: acaban de notificarme la sentencia de muerte por el decreto de proscripción (…) Dentro de pocos momentos habré dejado de existir”.

Pero ¿qué delito había cometido, por qué la legislatura tamaulipeca estaba sentenciándolo sin previo juicio? Y más aún, ¿por qué las narraciones de la vida de este personaje, complejo y contradictorio, siempre muestran una ambivalencia maniquea tan marcada entre el libertador y héroe de Iguala, y el despiadado comandante y despótico emperador? ¿Cuál es el Iturbide que se encuentra detrás de las historias que se han escrito a lo largo de 200 años?

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Para tener una opinión más certera sobre tan controversial personaje, apuntaré los tres momentos básicos que considero que se deben tomar en cuenta antes de alabar o condenar su figura histórica en el contexto del Bicentenario. Pues más allá de partidos e ideologías, de fobias y filias, se trata de un personaje protagónico a través del cual se puede (y debe) explicar la guerra de independencia.

El primer elemento es su pertenencia a las fuerzas armadas virreinales, a las que se sumó en 1797 y de las que no se separaría formalmente sino hasta febrero de 1821. Esto es importante de señalar, ya que al pertenecer Iturbide a la élite de su natal Valladolid —actual Morelia—, pudo acceder a las milicias provinciales, pero muy contrario que varios soldados criollos como él, que se encargaron de conspirar en contra de las autoridades virreinales, Iturbide se mantuvo fiel a las autoridades españolas.

Son importantes estos elementos, porque solo así se entiende que haya sido un fiel defensor del statu quo durante sus primeros años de vida, pues al pertenecer a la clase acomodada de su provincia, los cambios que comenzaron a vivirse en el reino de Nueva España a partir de 1808 no fueron bien recibidos por él y su familia; y menos aún los mecanismos tan violentos que utilizaría la insurgencia, desatada en el Bajío dos años después.

El inicio de la guerra civil resultó de la mayor trascendencia para Iturbide, pues como él mismo señalaría en su Manifiesto al mundo (1823), “siempre” fue “feliz en la guerra”. Sin embargo, van a ser precisamente durante estos años que su vehemencia por acabar con la rebelión le atraerían fama por los medios de guerra tan violentos que adoptó, los cuales le ganaron la etiqueta de sanguinario, alejándolo de su mando como comandante del Bajío.

En el segundo momento, su pensamiento político variaría radicalmente, cambiando de la defensa férrea del rey hacia la búsqueda de una alternativa pacífica por medio de la cual se diera fin a la guerra. Y si bien esto no se descubrió sino hasta la proclamación del Plan de Iguala el 24 de febrero de 1821, su gestación comenzó varios meses antes, iniciando quizás cuando en 1816 Iturbide fue separado de su cargo, producto del proceso judicial que se llevó en su contra

Durante su prolongado retiro en la hacienda de Chalco, en Iturbide se formó un espíritu de venganza. Poco se sabe de sus negocios, lecturas y transformaciones durante este periodo, pero sin duda todo lo anterior se vería reflejado en sus acciones a partir de noviembre de 1820, cuando fuera enviado al sur para su pacificación; no obstante, Iturbide tenía otros planes.

Los últimos meses de ese año y los primeros del siguiente, el comandante comenzó una intensa comunicación epistolar con los últimos líderes insurgentes, encabezados por Vicente Guerrero, así como personajes notables de la iglesia, las élites y las fuerzas armadas provinciales, allegándose colaboradores que se comprometieran con él para llevar a cabo su plan, el cual se conformaría de tres garantías: religión, independencia y unión.

La última etapa es la que se abrió inmediatamente después del ingreso triunfal de su ejército libertador el 27 de septiembre de 1821. Al día siguiente, se firmó el Acta de independencia del Imperio mexicano, y se quedó a la expectativa de que el rey Fernando VII o alguno de su familia viajara a América para ceñirse la Corona mexicana.

No obstante, en los primeros meses de 1822 llegaron noticias que cambiarían el rumbo del imperio: las Cortes declararon inválidos los acuerdos firmados entre Iturbide y Juan O’ Donojú, rechazando la independencia de Nueva España y negándose a enviar a algún representante para gobernarla. Esto obligaba a tomar una alternativa que se había planteado en Córdoba en agosto anterior: que gobernara “el que las Cortes del Imperio designaren”.

La elección del emperador mexicano ya no estaría sujeta a un designio del monarca español, sino a la deliberación del congreso nacional. Y si bien esa cláusula se ha interpretado como una manifestación de las ambiciones de Iturbide, debe señalarse que esta posibilidad no apareció sino hasta los Tratados de Córdoba, donde participó O’ Donojú. Es decir, que ya fuera por la ambición del primero o los intereses del segundo, es que se decidió abrir una alternativa, previendo la negativa española. Finalmente, O’ Donojú no pudo optar por el puesto, ya que murió a inicios de octubre, con lo que Iturbide quedó sin contendiente.

Los sucesos de los meses siguientes fueron muy vertiginosos. La negativa española ante los Tratados; la proclamación de Iturbide la noche del 18 de mayo; la ratificación del congreso; su coronación imperial; la disolución del congreso por parte del emperador; luego los repetidos pronunciamientos militares en su contra, y finalmente, su abdicación el 19 de marzo de 1823. Diez meses bastaron para convertir al héroe imbatible en el déspota tirano, y llevar a Iturbide de ser objeto de veneración a ser obligado a desterrarse hacia tierras europeas.

Como se ha visto, sobre Iturbide se deben considerar varios elementos, contradictorios e inconsistentes, pero que a la vez enriquecen mucho la discusión a su alrededor. Iturbide ciertamente destacó como un cruento comandante contrainsurgente, pero debe recordarse que estaba inmerso en una guerra y que como él muchos otros cometieron actos de violencia similares, incluso entre las filas insurgentes; además, pareciera que ese pasado se habría olvidado una vez que se puso al frente de la causa trigarante, para conseguir la ansiada emancipación en 1821. No obstante, su peor error y la causa de tantos reproches y condenas se deben a sus pésimas decisiones durante el año de 1822, en el que se ciñó una Corona que no estaba forjada para él (aunque era el único que podría haber aspirado a ella), para luego volverse un déspota con la disolución del Congreso.

Ello le ganó la aversión de sus contemporáneos, enemigos políticos que luego decretaron su muerte si regresaba a territorio mexicano. Esto se cumplió finalmente en julio de 1824, cuando al desembarcar fue llevado ante el congreso tamaulipeco, el que en sus ínfulas de federalismo decidió por sí mismo aplicar la injusta sentencia. Las últimas palabras de Iturbide resultan elocuentes, pues negaban las acusaciones hechas por sus enemigos políticos del siglo XIX, y por muchos historiadores del XXI: “Muero gustoso porque muero entre vosotros. Muero con honor, no como traidor: no quedará a mis hijos y su posteridad esta mancha; no soy traidor, no”. Empero, la mancha pervive hasta la actualidad.

Joaquín E. Espinosa Aguirre es historiador de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo.

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