¿Sueñan los bots con democracias electrónicas?
Periodistas, activistas, académicos o ciudadanos sin mayores pretensiones que dar su parecer sobre la vida pública son objeto constante en las redes sociales de amenazas, insultos y hasta exhibidos como si fueran “enemigos del pueblo”
El primer argumento del que se echa mano para justificar el uso de porristas, acosadores e insultadores profesionales en las redes (a veces se trata de “militantes” maiceados o contratados; otras muchas, de simples bots manejados por un flautista de Hamelin informático) por parte de los políticos mexicanos es muy simple: “Todos lo hacen y negarse a ello sería ponerse en desventaja”.
Esto es una buena muestra del bajísimo nivel de reflexión y conciencia ética que impera en nuestro medio. ¿Por qué el Gobierno federal, o las administraciones estatales o municipales, por qué las secretarías de Estado o de cualquier nivel, por qué los partidos o los políticos que escriben a título personal en las redes tendrían el derecho a contratar barristas cibernéticos y pagarlos con dinero público (o proveniente de súbitas donaciones privadas)?
Estos gastos, que se maquillan de diferentes formas, bajo el rubro de “asesorías” o “programas de comunicación”, o de modos más esquivos aún, son imposibles de defender en una discusión razonable. Porque, claro, forman parte de una estrategia sucia y descarada para resaltar la imagen de un sujeto o un bando, a la vez que se echa lodo y se acosa y presiona a sus rivales. Naturalizar esta práctica es caer en una abominación tan grande como sería defender que con el erario se pagaran escuadrones de golpeadores (o que se utilice a los cuerpos uniformados del Estado como tales, práctica que no por extendida resulta menos infame).
Pero la cosa va más allá. Porque el área de operación (y, por tanto, de ataque) de estos linchadores y detractores a sueldo (o programados) alcanza también a personas y colectivos que no forman parte del forcejeo por el poder de los funcionarios, los candidatos y sus partidos, y solamente dan su opinión sobre los asuntos públicos, lo cual es un derecho básico para los habitantes de las sociedades que se pretenden democráticas. Así, periodistas, activistas sociales, académicos, o ciudadanos sin mayores pretensiones que dar su parecer sobre la vida pública son objeto constante de amenazas, mofas, insultos, de presiones desmesuradas y, en casos extremos, hasta exhibidos como si fueran “enemigos del pueblo” en tribunas públicas, aunque en realidad sean solo críticos con un politicastro cualquiera.
Esta desmesura y canallería no son privativas de México, por supuesto. Donald Trump, el expresidente de los Estados Unidos, y su amplia corte de aduladores, fueron pioneros en el uso delirante y rijoso de la comunicación. El presidente salvadoreño Bukele y el brasileño Bolsonaro y quienes los apoyan también se han adscrito a esta tendencia.
Pero, ¿por qué un ciudadano que ejerce su derecho a la opinión debe sufrir las embestidas de un Estado o una administración o una fuerza política a través de sicarios electrónicos? ¿Qué gana un país, una entidad, un municipio, con este matonismo? Nada, por supuesto. Pero los agujeros en las legislaciones que se refieren a las redes y al mundo digital en términos generales, lo permiten y los “usos y costumbres” de nuestra lodosa guerra por el poder también.
No: no hay ningún “noble fin” político ulterior que justifique el uso de estas estrategias. Resulta ridículo que un presidente o gobernador se asuman como adalides de la moral pero estén apuntalados y arropados por redes de paleros virulentos. ¿A qué viene, por ejemplo, la preocupación manifiesta del mandatario mexicano López Obrador por la moralidad de los ciudadanos, si su propia administración no la práctica? Y la oposición política está en el mismo caso: si sus prácticas son igual de viciosas que las del gobierno que pretende suceder, ¿qué sentido tendrá votar por ellos? Los bots no un “mal necesario”: son los virus de la democracia.
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