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El Poder Judicial para López Obrador

Al presidente le molesta que sean otros quienes puedan determinar la antropología jurídica de nuestro tiempo. Una basada en derechos, obligaciones y reglas, frente a otra que busca fundarse en dádivas, imágenes y sueños

José Ramón Cossío Díaz
La Suprema Corte de Justicia de la Nación, en 2019.
La Suprema Corte de Justicia de la Nación, en 2019.SCJN (CUARTOSCURO)

El fin de semana pasado el presidente Andrés Manuel López Obrador viajó a La Laguna. Al reflexionar sobre los problemas de suministro de agua para ciertas comunidades sostuvo que “desgraciadamente, el Poder Judicial está podrido”. “Hay honrosas excepciones, para no generalizar, pero jueces, magistrados, ministros, están al servicio de los grupos de intereses creados y tienen una mentalidad muy conservadora, ultraconservadora. Si tuviésemos un Poder Judicial confiable, yo diría ‘no hay problema, vamos al litigio, vamos a demostrar de que no hay afectaciones’, pero no. Nos metemos en eso, nos entrampamos, nos presentan una denuncia y luego otra, y otra y otra y se nos va el tiempo, y es una táctica dilatoria y no se hace la obra, ya hay hasta licitaciones en este caso”, agregó el mandatario.

El planteamiento hecho por el presidente admite varias lecturas. Habrá quienes, como de hecho ya sucedió, consideren que se trata de una nueva crítica a una función que desconoce por completo o que, más grave aún, le estorba en su programa de transformación nacional. Habrá quienes supongan, como también ya se ha dicho, que se trata de un acto preparatorio más para posibilitar una amplia reforma que le permita subordinar a los órganos judiciales mediante el sometimiento de jueces, magistrados y ministros. Cualquier lector atento e interesado en cuestiones públicas en general y jurisdiccionales en particular tendrá sus propios análisis y, seguramente, hará sus propias conjeturas acerca de las funciones políticas de las palabras presidenciales. En lo que sigue, expreso mis premisas al respecto.

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En este y otros discursos de semejante sentido, la crítica presidencial parece estar dirigida, efectivamente, hacia los juzgadores. Unas veces por su corrupción, otras por sus intereses, otras más por su nepotismo o su conservadurismo. Al proceder de esta manera ha ido construyendo un objetivo enemigo fácilmente identificable. También, fácilmente cuestionable. ¿Quién en este país no ha sufrido directamente las adversidades de eso que sin mucha precisión se denomina “la justicia”? ¿Quién no ha tenido algún agravio por parte de un policía, un agente del ministerio público o un juez? La identificación del cuerpo de funcionarios que representan la actividad, sin matices o diferencias, permite hablar de todo y de nada, de imputar lo que sea y de suponer las cosas más disímbolas, sin tener que comprometerse en denunciar, criticar o señalar con especificidad y responsabilidad. Lo que pareciera factible asumir es que el presidente y sus “otros datos” sabe lo que sucede al interior de los poderes judiciales –federal y locales— y que, como en tantas otras de sus pretensiones, únicamente está expresando o el sentir “popular” o lo que él supone que son las causas y los remedios a los males.

La impresión que yo tengo es por completo diferente. Lo que el presidente expresa no es su distanciamiento, desconfianza o crítica hacia el funcionariado judicial. Hacia los muchos hombres y mujeres que laboran en la actividad jurisdiccional en distintas partes del país y en muy diversos órganos. Las condiciones individuales de cada una de esas personas le son indiferentes, sea en cuestión de sueldos, permanencia o corrupción. Lo que verdaderamente le importa es lo que hacen como conjunto. Especialmente aquellos que por sus competencias tienen la posibilidad de detener sus proyectos, por una parte, o de garantizar los derechos, por la otra.

Decir que el presidente está en contra de los juzgadores que puedan detener, frenar o impedir sus designios, es algo bastante evidente a estas alturas de su sexenio. El caso de los amparos del aeropuerto, el nuevo tren, la reforma eléctrica u otros casos semejantes, lo acredita fehacientemente. En todos esos casos asistimos a arremetidas contra los interesados, sus abogados, los jueces, los medios de comunicación y, prácticamente, en contra de quien se manifieste en contra de lo decidido por él. El problema de fondo dejó de ser de los jueces, para pasar a ser de todos los involucrados. Ello demuestra que el agente de la corrupción o del conservadurismo no eran solo estos funcionarios –ni importaba demostrarlo— sino la cadena completa de la cual, esos jueces terminaron siendo un solo aun cuando importante eslabón. Pero hay más.

En los casos en los que el presidente no tiene interés particular en una obra o acción pública, la crítica hacia los jueces se mantiene. La pregunta de fondo es ¿por qué ello es así? Si no hay nada que perder para su autodenominado proyecto de transformación, ¿qué le molesta al Presidente? ¿Qué le hace decir, en las pobres condiciones ya apuntadas, que el Poder Judicial –sobre todo el de la Federación— está “podrido”? Para responder a esta pregunta no puede caerse en el juego presidencial de las imputaciones generales y abstractas. Es preciso atender a las funciones que se desempeñan por todos aquellos que, de manera individual o colectiva, participan en el ejercicio de las competencias que son propias de ese Poder. En particular en aquella que, mediante el reconocimiento de los derechos humanos, empodera a los habitantes del territorio nacional en contra de los actos de autoridad.

Lo que me parece que al presidente termina por molestarle es que, fundamentalmente desde el amparo, a tales habitantes se les reconozca la titularidad de un conjunto de derechos que les posibilitan la construcción de su propio proyecto de vida. Al momento en el que a cada uno de nosotros se nos posibilita el ejercicio de los derechos de expresión, tránsito, asociación o prensa, podemos tomar decisiones no solo propias, sino en mucho, autónomas al poder. Asimismo, cuando se nos reconocen los derechos a la salud o la educación, se nos otorga un empoderamiento para exigir un amplio conjunto de prestaciones gubernamentales, distintas a las dádivas o a las formas de pago constitutivas de clientelas.

Durante los años de su ejercicio presidencial, el presidente López Obrador ha hablado poco de derechos humanos. Ha escamoteado su presencia en el discurso público y ha desarticulado muchas de las condiciones gubernamentales que posibilitan su ejercicio. También ha dicho de manera expresa que algunas de sus manifestaciones más importantes en nuestro tiempo son el producto de un individualismo o, al menos, formas que no necesariamente se avienen a las maneras colectivistas en las que el concibe la adecuada conformación de una sociedad sana. Lo que me parece que resulta de todo lo anterior, es que el presidente no critica a los juzgadores por lo que supone que son sus prácticas y sus conductas, sino por las funciones que a diario desempeñan o deberían desempeñar en nuestra sociedad. Porque son ellos quienes, desde luego limitan al poder, pero más importante y profundo, asignan los derechos y el estatus social y político de cada cual en sociedad.

Lo que parece que al presidente le molesta es que sean otros los que definan los contornos y las posibilidades de la convivencia diaria. Que sean otros quienes, con base en los derechos constitucionales y convencionales, puedan determinar la antropología jurídica de nuestro tiempo. Una basada en derechos, obligaciones y reglas, frente a otra que busca fundarse en dádivas, imágenes y sueños, así sean estos de esperanza. Cuando escuchemos críticas generales a los jueces o a los poderes judiciales, debemos demandar el señalamiento y el esclarecimiento de los actos que concretamente se reprochan. De otra manera, asumamos que las críticas simplemente están recayendo en las funciones de control y asignación de derechos que realizan, tal y como lo ordena nuestra Constitución y nuestras leyes.

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