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COMBAT ROCK
Columna
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Vacunas: a mitad de la fila interminable

Nadie podía suponer que la vacunación masiva fuera a resultar un proceso sencillo, pero quizá nadie, tampoco, llegó a pensar en la posibilidad de que se desarrollara de un modo tan tenso y escabroso

Antonio Ortuño
Médicos de hospitales privados protestan para solicitar la vacuna, este viernes en Ciudad de México.
Médicos de hospitales privados protestan para solicitar la vacuna, este viernes en Ciudad de México.Mario Guzmán (EFE)

Tengo 44 años y aún no sé cuándo voy a recibir mis dosis de la vacuna contra la covid-19. En México vamos en la etapa del calendario en que corresponde el turno a los de sesenta y más, y aún queda por delante en la fila la categoría formidable de los cincuentones. Y eso, por no hablar de la decisión presidencial de que los maestros sean atendidos justo después que los ancianos e incluso antes que los médicos del sector privado (pese a que estos últimos corran más riesgos de contagio, en proporción de siete a uno, por encima de cualquier otra profesión, según un estudio del British Medical Journal). Pero la ciencia no puede mucho junto a las ganas del presidente de que los integrantes del poderoso sindicato de educadores le correspondan el favorcito votando por el partido oficial.

En fin: sé que mi zozobra personal no es extraordinaria. Me temo que comparto la ansiedad que mete en el cuerpo la espera indeterminada con decenas de millones de mexicanos. Porque todos sabemos que la vacuna puede ser una de las puertas que se abran hacia la solución de la crisis pandémica, bajo cuyo pie hemos estado aplastados por más de un año, pero no tenemos idea de cuándo podremos acceder a ella. Y, entretanto, hay que seguir aislado, cuidarse lo más posible, mantener el ánimo, eludir al vecino orate que no usa cubrebocas o se lo quita en la calle para estornudar...

Nadie que no sea un iluso podía suponer que la vacunación masiva fuera a resultar un proceso sencillo, pero quizá nadie, tampoco, llegó a pensar en la posibilidad de que se desarrollara de un modo tan tenso y escabroso. Porque, claro, como esto no deja de ser México, y los mexicanos somos unos campeones del comportamiento incívico, se han producido toda clase de incidentes en nuestros centros de vacunación. Olvídense de amontonaderos e inconformidades, que eran circunstancias más o menos predecibles y que, bien que mal, se han ido enfrentando sobre la marcha. No. Los alcances de nuestros disparates han sido mayores que los propios de las dificultades logísticas y del desastre que ha sido, hasta ahora, el abasto de vacunas (este último es otro tema, con sus propios matices siniestros).

Revisemos tan solo el anecdotario de los puntos de atención. Ya hubo denuncias documentadas de que unos asistentes y médicos se hicieron pato y no inyectaron a los pacientes que debían, no se sabe si por “error” o para guardarse alguna dosis en la manga (aunque entusiastas del gobierno argumentaron que todo se trataba de “montajes al estilo de la CIA”, las autoridades médicas optaron por disculparse). Ya detuvieron a un par de muchachitos, con ínfulas de influencers, que se disfrazaron para hacerse pasar por mayores de 60 años para ver si se vacunaban antes de hora.

Ya hubo una enfermera muy militante (y con menos ética profesional que una mangosta enfurecida) que se negó inyectar a una señora por considerarla demasiado burguesa, ya que la vacuna “es nomás para el pueblo”. Y ya hubo, en diferentes ciudades y estados, toda clase de casos de recomendados y de palomeados por el poder que se saltaron a los que esperaban en plan VIP… Y uno, en su puesto de espera en esta fila en la que hay millones adelante y otros millones aún más lejos de la meta, no puede más que respirar profundo. Esperar, nos pide el presidente, mientras su gobierno especula con las vacunas. Y no quedará más remedio que hacerlo.

Pero alguien tendrá que contar articuladamente todo esto, algún día, y dejar bien claro que nuestra historia con la covid-19 estuvo llena de truculencias, mezquindades, delirios y negligencias. El medio millón de fallecidos que llevamos, incluyendo a las víctimas englobadas en las cuentas de sobremortalidad, son la desoladora prueba de ello.

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