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Pensándolo bien
Columna
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Como anillo al cuello

En 2020 el desconocimiento sobre los alcances del bicho, el pánico de la opinión pública y el oportunismo de los políticos condujeron a decisiones y actitudes más cuestionables que admirables

Jorge Zepeda Patterson
Un hombre se realiza test de antígenos en Madrid (España), en diciembre.
Un hombre se realiza test de antígenos en Madrid (España), en diciembre.Eduardo Parra - Europa Press

Alguien ha señalado, con cierta razón, que si la covid-19 no hubiera surgido en China, país con un régimen y una cultura propicios para la imposición de una disciplina férrea para combatir exitosamente la epidemia, los políticos occidentales no se habrían sentido obligados a decretar la clausura casi total de sus economías. En los escenarios contemplados en planes de contingencia de gobiernos y organizaciones internacionales previos a la covid-19, la respuesta a una pandemia frente a un virus repentino se centraba en el aislamiento de brotes de contagio y la protección puntual de los grupos vulnerables. En estos planes de emergencia no se consideraba la radical parálisis productiva que se adoptó y condujo a la depresión económica autoinfligida. Una medicina considerablemente más dañina que la enfermedad misma. Pero los políticos suelen actuar no tanto en función de las necesidades, y mucho menos en las de mediano y largo plazo, sino de los niveles de popularidad inmediatos que determinan su supervivencia. Los mandatarios de Europa asumieron que la opinión pública de sus países los acribillaría si no actuaban con la misma prestancia y producían los mismos efectos que su contraparte asiática.

En buena medida estaban equivocados. La prueba es que ante esta segunda ola de pandemias, que es tanto o más severa que la anterior, los gobiernos ya no se atreven a decretar el confinamiento absoluto como lo hicieron en la primavera. A estas alturas la gente tiene más miedo a la miseria y a los apremios económicos que al peligro de una enfermedad que, después de todo, termina por afectar a sectores sociales específicos pero escasamente a los grupos mayoritarios (la tasa de mortalidad generada por la covid en la población entre 18 y 35 años, por ejemplo, no es mayor a la que provoca el uso del automóvil o las drogas).

Tampoco habría que cargarle la mano a los políticos; son lo que son, reflejo de las limitaciones, esperanzas y autoengaños que los seres humanos ponemos en marcha para plantarle cara a la vida cotidiana. Y tampoco es que la humanidad sea un instrumento ciego de los “pérfidos” políticos; hombres y mujeres de a pie somos autosuficientes para dedicarnos a la implacable tarea de dañar a sabiendas nuestro propio cuerpo y mente, por no hablar del planeta en que vivimos.

El surgimiento de un nuevo germen mortífero parecería una circunstancia anómala y extraordinaria en nuestras vidas, pero no deja de ser un hecho recurrente en la historia de la humanidad. Las epidemias han sido una compañía constante a lo largo de los siglos, y muchas de ellas han sido más mortíferas que la actual. Lo que sí fue absolutamente extraordinario es la respuesta, estridente y neurótica con la que enfrentamos la crisis de salud y terminamos expandiéndola y convirtiéndola en una crisis generalizada.

En lo material tardaremos algunos años en recuperar el nivel de producción y el nivel de vida que, mal que bien, teníamos en 2019. Pero de alguna manera lo material se subsana y a la postre quizá eso sea lo menos relevante, al menos para el conjunto de la sociedad (aun cuando algunos de sus miembros, sectores específicos y regiones quizá nunca más se recuperen del todo). Sin embargo las secuelas emocionales, espirituales y culturales serán mucho más trascendentes aun cuando puedan parecer intangibles. Solo podemos imaginar, por ejemplo, el efecto que un año de aislamiento puede provocar en una generación de infantes privados de la socialización y la convivencia que les ofrece la escuela o el juego con otros niños. O el terror inducido por parte de los padres en tantos menores de edad para evitar el riesgo de un contagio incluso entre familiares. ¿Cuánto tiempo tardaremos para volver a saludarnos, abrazarnos o besarnos como en el pasado? O quizá simplemente eso haya cambiado para siempre, a juzgar por la mirada crítica con la que vemos series y películas en las que quisiéramos decirle a los protagonistas: “Estás demasiado cerca, mantén tu sana distancia”.

Muchas de las actitudes y hábitos desarrollados durante el confinamiento se han convertido en una segunda naturaleza y probablemente se quedarán en el ambiente aun cuando en una versión menos radical. El consumo en línea, algunas modalidades de trabajo en casa, la aversión al transporte público masivo (los niveles de tráfico postpandémico en algunas ciudades aumentaron como resultado de la búsqueda de opciones de movilidad privada). Y las relaciones comerciales internacionales o la industria de la salud experimentarán cambios inevitablemente.

Los psicólogos suelen decir que las crisis son oportunidades para crecer, sacudidas para abandonar patrones de conducta dañinos, partos para volver a nacer. Pero una crisis mal llevada puede hundir a su víctima y las decisiones mal tomadas en momentos críticos pueden tener impactos nocivos duraderos. Las crisis pueden sacar lo mejor, pero también lo peor de los individuos o de las sociedades. Hasta ahora el balance de la pandemia y su secuela no arrojan un resultado particularmente favorable de la respuesta de gobiernos, sociedades e individuos. Hay más mezquindades y egoísmos a la vista que solidaridades o búsqueda del bien común, a pesar del heroísmo evidente del personal de salud o los esfuerzos mundiales para conseguir una vacuna en tiempo récord.

En 2020 el desconocimiento sobre los alcances del bicho, el pánico de la opinión pública, el oportunismo de los políticos condujo a decisiones y actitudes más cuestionables que admirables. 2021, año de la recuperación, será una prueba. Ojalá lo hagamos mejor.

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