Pongamos que abro de Madrid
Una ventanita que se vuelva espejo para reflejar lo supuestamente lejos que me queda México, o refractar el vacío que decora ahora la librería que ha cerrado en el barrio, el bar que ha quebrado por la covid o el parque vedado a los niños
Pongamos que abro de Madrid al cielo una ventanita que se vuelva espejo. Espejo trasatlántico para reflejar como en espejo lo supuestamente lejos que me queda México, o refractar como equidistante el vacío que decora ahora la librería que ha cerrado en el barrio, el bar que ha quebrado por la covid o el parque vedado a los niños para que no conjuguen ni la tos ni risitas. Supongamos que abro de Madrid un pulmón de caminatas intensificadas por el cubrebocas y que las mascarillas de todos los prójimos confirman que no todos son próximos, aunque no hay un solo peatón madrileño —gato nativo o chilango importado— que no mire directamente a los ojos de los demás como quien habla a escondidas.
Pongamos que abro en Madrid las arcas del pretérito y desfilan todos los tiempos en sepia que comunican los extremos del ancho mundo, las playas más lejanas con el callejón de los encantos donde brindan invisibles los poetas muertos y una cupletista incapaz de envejecer. Supongo que es cosa de encantamiento descifrar en los códices invaluables del pasado intemporal los jeroglíficos y pictogramas de culturas milenarias que han quedado tatuadas en la piel de quien pasa velozmente en bicicleta, a la carrera cotidiana de repartir una pizza o tortilla española a los habitantes de un piso que lleva todo el año en confinamiento, aunque la joven que se anida en el salón abulta las redes sociales con imágenes inventadas de sus viajes por el mundo.
Pongamos que abre Madrid su corazón en cada lánguido suspiro de sus enrevesadas calles atormentadas por la misma cantidad de coches de siempre, visto que los transeúntes reniegan de infectarse en autobuses y demás andenes del transporte público y pongamos que abro el corazón de Madrid para cobijar a los gitanos que duermen en los portales de los edificios, ahora que ha vuelto el frío en el año sin primavera ni promesas y pongamos que abro de Madrid los lienzos de sus atardeceres para informarle a la estética que efectivamente son obra de Diego Velázquez y que abro la página de una calleja añeja como quien pasa de párrafo en la mejor historia jamás contada de un tal Miguel de Cervantes y que abro de Madrid el frasco de las esencias raras y bonhomía callada, la caballerosa calma de la procrastinación y los incontables ejemplos de resiliencia y la grosera coquetería del desdén y esos nefandos momentos de desprecio y las aceras solitarias en el viento que va trazando su sombra a la mediatarde cuándo parece que ya nadie recuerda la siesta y el bullicio, la fiesta y el barullo con el que parecía que todo Madrid se iba quitando los miedos y las distancias, creyéndose inmune o curada de esa invisible micropartícula que mata pulmones y provoca que el beso que tanta falta hacía desde hace meses se queda no más que en una insinuación de antojo, un roce impalpable de labios a la distancia sin una gota de salivas unidas… aunque todo ello no deja de ser nube entrañable que nos mantiene vivos.
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