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TRIBUNA
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Federalismo a la mexicana

Destetarse del Gobierno federal no se logrará haciendo un bloque de gobernadores para exigir más recursos para los Estados, sino generando los propios

El presidente Andrés Manuel López Obrador, en la Conferencia Nacional de Gobernadores.
El presidente Andrés Manuel López Obrador, en la Conferencia Nacional de Gobernadores.Presidencia

Cuando Alexis de Toqueville, fanático de la república que habían creado los estadounidenses, quiso analizar qué pasaba con esas innovaciones en otros lares, llegó a la conclusión de que las mismas ideas aplicadas a otros países no daba necesariamente los mismos resultados. En lo referente al federalismo, establecido en México en la Constitución de 1924, decía: los mexicanos tomaron prestada la letra, pero fueron incapaces de transferir el espíritu que le había dado vida. (Toqueville y México, José Antonio Aguilar Rivera, Nexos, abril, 1999). El federalismo mexicano ha sido, desde el nacimiento de la República, más un deseo que una práctica. Somos un país centralista en un traje federalista. Copiamos el modelo estadounidense, incluido el nombre de Estados Unidos, los nuestros Mexicanos, los de ellos de América, el modelo federal con sus dos cámaras, una de diputados representando a la población, y otra de senadores, representando los Estados de la República, pero quedó claro que para ser federalistas no bastaba la letra impresa en las leyes sino el espíritu de un territorio que se vale y se vela a sí mismo y se asocia en una federación en aras de una proyecto mayor.

La recentralización de decisiones y presupuestos en el Gobierno federal tras la llagada al poder de Andrés Manuel López Obrador ha puesto de nuevo sobre la mesa la discusión sobre el federalismo en México y la relación entre los Estados y el Gobierno de la República. Una parte es estrictamente política: ante una presidencia avasalladora con mayoría en ambas Cámaras la oposición se desplaza necesariamente hacia los Estados; es ahí donde pueden surgir los liderazgos alternativos al Gobierno omnipresente. Los gobernadores afines por filiación ideológica o intereses regionales se reúnen para hacer frente, existir y dar la batalla a un Gobierno cuyas prioridades, correctas o no, no se discuten ni se debaten.

A lo largo del siglo XX, el sistema de partido hegemónico exacerbó un presidencialismo y un centralismo que tienen profundas raíces históricas pero que los Gobiernos postrevolucionarios no solo acentuaron, sino perfeccionaron. Los gobernadores eran en realidad delegados del Gobierno central y súbditos del presidente. En alguna ocasión, cuenta la leyenda, un secretario de Gobernación mandó llamar a un gobernador a su despacho. Este, digna pero ingenuamente, le contestó que estaba muy ocupado con asuntos de su entidad, que ya acudiría cuando tuviera tiempo. Al día siguiente agentes de la entonces Dirección Federal de Seguridad lo secuestraron, lo subieron a un avión y lo presentaron frente al subsecretario de Gobierno, encargado de hacer la cita. En el último arresto de dignidad el gobernador quiso defenderse. “¿Por qué me hacen esto? Yo soy el gobernador”. El subsecretario le dio una sonora cachetada. “Usted es puro pendejo, y gobernador por voluntad del presidente, así que cuando lo llame viene por su propio pie o mando por usted”. Los gobernadores eran súbditos y a la vez delegados del presidente que hacía y deshacía a su antojo. Carlos Salinas, por citar solo un ejemplo, cambió durante su sexenio a los 17 gobernadores que él no había designado.

Al igual que la transición a la democracia, el tránsito a un mayor federalismo fiscal comienza con Ernesto Zedillo, un presidente formado en la tecnocracia y el pragmatismo, más preocupado por el buen ejercicio del presupuesto que por el poder. En ese periodo se descentralizaron las dos grandes partidas de gasto federal, salud y educación, a fin de hacer más eficiente el uso de los recursos. Con el tiempo el principal logro de dicha política fue la desconcentración de la corrupción.

Con la llegada de la democracia, el presidente Vicente Fox, que venía de ser gobernador de Guanajuato, abrió la llave al federalismo. Modificó el convenio de distribución fiscal y creó el fondo de excedentes petroleros que le dio a los Estados mucho más recursos de los que estaban acostumbrados. Súbitamente los gobernadores tenían no solo más dinero sino capacidad de decisión sobre él, sin necesidad de someterse la terrible desgaste político que significa cobrar impuestos. Fue la era dorada de los gobernadores. Los diputados en acuerdo con sus gobernadores presupuestaban a la baja el precio del petróleo con lo que el fondo de excedentes petroleros le dio a los Estados y a la federación recursos “extra” sobre los que tuvieron total discrecionalidad. Sin la bota de un Gobierno central en la garganta y con recursos extraordinarios, los gobernadores se convirtieron en virreyes y se comenzó a hablar ya no de federalismo sino del “feuderalimso” mexicano.

La reforma educativa de Peña Nieto recentralizó los recursos de educación y López Obrador le dio una vuelta más a la tuerca atrayendo también los recursos de salud y anulando del presupuesto las bolsas concursables que, en la práctica, eran los copetes presupuestales de los Gobiernos subnacionales.

Sin margen de maniobra, sin las enormes cajas de salud y educación y con un Gobierno centralista y omnipresente, los gobernadores, particularmente los de oposición, han sacado del cajón la empolvada bandera del federalismo para enfrentar al Gobierno de López Obrador. Sin embargo, en pleno siglo XXI, la tara sigue siendo la misma que la del siglo XIX: un federalismo de letra y no de espíritu. Destetarse del Gobierno federal no se logrará haciendo un bloque de gobernadores para exigir más recursos para los Estados, sino generando los propios.

Revisar la forma de repartir los recursos que la federación cobra a nombre de todos los Estados es una discusión que tiene sentido, pero está muy lejos de resolver el problema de fondo del federalismo mexicano. Lo que hay que poner sobre la mesa es la relación entre los Gobiernos subnacionales, los estatales y municipales, con los ciudadanos en materia de impuestos. A nadie le gusta pagar impuestos y por lo mismo a ningún Gobierno le gusta cobrarlos. Los Estados tienen un catálogo de 23 impuestos que pueden aplicar; en promedio solo aplican siete, y la mayoría solo entre tres y cinco, los más fáciles de operar, como son el impuesto sobre nómina, el de hospedaje o el de juegos y sorteos. Se ha discutido mucho la posibilidad de que los Estados cobren hasta dos puntos más de IVA de forma diferenciada, pero ninguno quiere ser el malo de la película. En todo el mundo el impuesto básico es el predial; en nuestro país es marginal.

Somos uno de los países que menos recauda por el impuesto a la propiedad. El impuesto predial en México representa solo el 0,3% del PIB, mientras que el promedio entre los países miembros de la OCDE es del 1,9% y el país al que le copiamos la letra del federalismo, Estados Unidos, recauda el 4,2%. Si lo ponemos en pesos, los municipios recaudan por esta vía 74.000 millones; si cobraran el promedio de la OCDE obtendrían 469.000 millones y si copiáramos no solo la letra sino también el espíritu federalista de Estados Unidos y recaudáramos el mismo porcentaje de predial que ellos la cifra sería 1.037 millones, lo cual alcanzaría, como sucede en el país vecino, para pagar toda la educación básica desde los municipios. Pero además ese 0,3% escaso de recaudación es terriblemente desigual dentro del país. Mientras Quintana Roo o Querétaro recaudan el 0,47%, Estados como Tabasco o Campeche cobran solo el 0,05% de su producto estatal.

La discusión sobre el nuevo federalismo mexicano se ha centrado hasta ahora en cuántos recursos fiscales se pueden obtener de la federación y no en la relación entre los Estados y el Gobierno de la República ni, sobre todo, en la relación entre los Gobiernos subnacionales y los ciudadanos de su territorio. Peor aún, el federalismo a la mexicana se ha convertido en una excusa para el chovinismo o torpes alusiones separatistas particularmente en los Estados del centro-occidente y norte del país que han convertido el federalismo en una excusa para mostrar diferencias ideológicas y prejuicios racistas.

La política de concentración de poder y recursos del Gobierno de López Obrador ha abierto innumerables frentes de batalla: con los organismos autónomos, con las universidades, con los Estados. Las controversias, cuando se dan entre personas con voluntad y capacidad política, suelen generar conocimiento y nuevas síntesis que permiten avanzar. Discutir el federalismo mexicano no solo es necesario, sino urgente. La duda es si los actores, si la clase política está a la altura de ese debate o todo quedará en una batalla a muerte ya no por los pesos, sino por los centavos.

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