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Tribuna
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La beatificación de la juventud

En política, los grandes cambios se alcanzan con decisiones basadas en la experiencia, el buen juicio, la intuición fina, una adecuada gestión del riesgo, conocimiento y comprensión de la historia

Gabriel Boric (37 años) junto a José Mujica (88 años), en diciembre de 2022.
Gabriel Boric (37 años) junto a José Mujica (88 años), en diciembre de 2022.Esteban Felix (AP)

Si la juventud es una enfermedad que se cura con el tiempo, como parece haber dicho George Bernard Shaw, las nuevas generaciones políticas le están sacando bastante jugo al padecimiento mientras llega el antídoto. Por ejemplo, días antes de su reciente victoria electoral, Daniel Noboa (35 años), el nuevo presidente de Ecuador, señaló que “la juventud ha cambiado ya —junto a él, claro— la forma de hacer política”. Meses antes, el emproblemado presidente chileno Gabriel Boric (37 años) apeló de nuevo a la “rebeldía” de los jóvenes y les pidió no “acostumbrarse a los salones del poder y a estar permanentemente pidiendo permiso”. Y de la extendida calificación de “cool” que merecía Nayib Bukele (42 años) entre los jóvenes salvadoreños a principios de 2020, hoy ocho de cada 10 dicen que su Gobierno no los escucha.

En suma ¿la juventud es el amuleto para el éxito político?. Veamos.

Se ha extendido en todas partes una retórica habitual que suele asociar la juventud como categoría biológica (digamos entre 18 y 34 años, aunque la OMS la clasifica entre 18 y 26) con una larga serie de ventajas comparativas respecto de otros grupos etarios. Entre las frases convencionales se incluyen: “dar paso a las nuevas generaciones”, “ya es tiempo de retirar a los viejos”, “es nuestra hora” y otras por el estilo que tienen más de lirismo que de realismo. La conclusión es que, como lo ejemplificó en su momento la percepción del estallido en Chile de 2019, estar en ese rango de edad traería, por sí solo, el pasaporte para “hacer venerable algo” y que, en tal virtud, debiera ser “honrado con culto”, según define la Real Academia Española de la Lengua.

Dicho de otra forma, de una épica pasamos a un cliché: la beatificación de la juventud.

El problema con esa lógica binaria —ser joven es ser bueno y lo que no encaje en ese molde es malo— es que no parece corresponder a los hechos, como se observa, por ejemplo, en la política, ni a resultados espectaculares en la gestión de gobierno. Antes bien, el balance es variado y hay de todo. Algo sugiere que los actuales líderes políticos sean gente vieja o mayor en muchas partes: Biden tiene 82 años, Lula tiene 77, Darendra Modi de la India y Marcelo Rebelo de Sousa de Portugal andan en 72, Olaf Scholz de Alemania y Fumio Kishida de Japón están en 65. Desde luego hay excepciones —en países serios— como Francia (Macron tiene 45) o Canadá (Trudeau cumplió 51). Dicho de otra forma: más allá de si los líderes son mayores o son jóvenes, la respuesta es que ambas condiciones no constituyen una tendencia automática hacia el éxito político o la eficacia gubernamental, sino algo más simple: la foto de familia de los actuales líderes es como es, no hay un denominador común y cada caso corresponde a una trayectoria, una biografía, una circunstancia política y una historia personal.

En ese sentido, entonces, las preguntas tendrían que ir por otro lado: ¿dónde están las “jóvenes promesas” de la política? ¿Hay que ser joven para ser promesa? ¿Qué nos dicen las “nuevas generaciones” de políticos? La respuesta a esa panoplia de dudas es inevitablemente un poco más larga.

Por regla general se dice que las nuevas generaciones están mejor preparadas, y en un sentido amplio es verdad al menos en escolaridad. Los años de escolaridad que una persona normalmente podía esperar recibir en 1950 era de algo más de 2.5 años y en 2017 era de 8 o 9 años en países de ingresos bajos y de 14 en los de ingresos altos. Muchos de los jóvenes de ahora crecieron en entornos que registraban mayor movilidad socioeconómica; de acuerdo con Homi Kharas, de Brookings, las clases medias pasaron de 1.800 millones de personas en 2010 a alrededor de 4.000 millones en la actualidad, y para 2030 podrían ser 5.000 millones. Pero estos datos no necesariamente equivalen a tener un dilatado oficio político, una capacidad de gestión extraordinaria o una densidad intelectual mayúscula que asocie la biología con el delivery.

Hay al menos cuatro características observables que desde luego admiten excepciones. La primera es que entre los actuales líderes jóvenes de algunas partes son pocos los que cuentan con una trayectoria académica -no se diga intelectual- destacable. Una buena parte se dedicó desde muy temprano a eso que se llama la política universitaria o la militancia partidista en la que se fueron involucrando de manera tan intensa que no les dejó espacio para estudiar, prepararse, analizar precedentes y entender a fondo la mecánica correcta de la toma de decisiones en la política pública. Suelen preferir más las redes que los libros, el espectáculo más que la reflexión, y sus prioridades son más bien planas, lo que quiere decir que responden esencialmente a la interacción tradicional que existe entre una sociedad peticionaria y poco autónoma como son la mayor parte en América Latina y un liderazgo que responde a esos incentivos mediante acciones populistas o prebendarias.

El segundo rasgo es que, difícilmente, conocen el mundo. Al menos en muchos que ocupan cargos públicos son raros aquellos que entienden cómo y porqué surgieron estados o países que han alcanzado niveles espectaculares de desarrollo; cómo fueron los procesos de modernización y de transformación por ejemplo en los espacios urbanos; cómo incrementaron su competitividad y cómo articularon ecosistemas integrales que funcionan con enorme eficiencia en términos de desarrollo, inclusión, bienestar y calidad de vida para sus habitantes.

En tercer lugar, como no tuvieron tiempo o interés en explorar las tendencias de lo que está cambiando en el mundo, su visión de la forma de conducir una comunidad es, por consecuencia, limitada, más cercana al perfil de un burócrata que a la condición de un líder. A buena parte de las jóvenes generaciones políticas lo que les importa es el cortoplacismo, la inmediata rentabilidad mediática, el sitio en que aparecen en las encuestas del día o los dividendos electorales y de otro tipo, todo lo cual normalmente no tiene impacto directo en los entregables, en los resultados concretos en materia de crecimiento, desarrollo social o vigencia del estado de derecho, bienes que dependen de buenas decisiones y políticas públicas. Entienden mejor como ser un rock star que un líder. La imagen de un funcionario, pongamos por caso, no incrementa los logros: es un componente cosmético que lubrica el ego y nada más. Ni hablar desde luego del sentido histórico que tiene o del legado que dejará una gestión pública en el mediano o largo plazo; de hecho, estos son conceptos que difícilmente comprenden muchos jóvenes funcionarios.

En cuarto lugar, probablemente porque ahora vivimos en una sociedad de medios y redes, se ha fomentado un culto a la personalidad que está por encima de cualquier otro valor. Lo que importa no es ser ni hacer sino aparecer: si estoy en X, Facebook o Instagram, luego existo. Según algunos académicos, la ambición de poder político es en cierto grado una patología, una forma de compensar carencias vitales, y el escaso conocimiento que tenemos de estos resortes constituye una laguna para explorar muchas otras cosas como el código de conducta con el que toman decisiones. Como lo explica Piero Rocchini, un psicólogo que pasó nueve años tratando a los miembros del parlamento italiano: “A menudo, un diputado se identifica con su poder y no sabe reconocerse fuera de él. Vincula toda su carga emocional y sus expectativas a ese papel; fuera de él, padece la angustia de no existir”.

La combinación de todos estos factores —que, insisto, derivan de la observación, la intuición y el trato directo con no pocos de ellos, y en que hay excepciones apreciables—, genera a su vez dos efectos. Por un lado, el potencial que eventualmente tendrían las generaciones jóvenes —la energía, por ejemplo— se pierde porque esta se concentra en una dinámica cuyos marcos de referencia no son construir un verdadero liderazgo o hacer política para producir bienes públicos duraderos, sino un recurso para compensar apetencias privadas de todo tipo. Por otro, impide advertir que en política los grandes cambios se alcanzan con decisiones basadas en la experiencia, el buen juicio, la intuición fina, una adecuada gestión del riesgo, conocimiento, información y la comprensión de la historia. “En la historia están todos los secretos del arte de gobernar”, decía Churchill.

En conclusión, parece claro que en política convertirse en un líder estratégico no depende de la edad.

Otto Granados es consultor independiente en educación y políticas públicas.

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