El limbo de Caro Quintero
En 2012, el capo anduvo meses en una libertad que no le había concedido ningún juez. Volvió a su pueblo y los más viejos hasta creían que estaban viendo a un fantasma
Sobre Rafael Caro Quintero, detenido este viernes por la Marina, había hasta ahora dos momentos cruciales en la memoria colectiva: septiembre de 1985, cuando lo detienen en Costa Rica; y agosto de 2013, cuando obtiene su libertad, estando en un penal estatal de Jalisco, luego de pasar 25 años en prisiones de máxima seguridad.
Pero hay muchos episodios de la vida de Caro que se mantienen en la intimidad de sus amigos, su familia y sus colaboradores más cercanos. Uno de ellos es una salida que Rafael Caro hizo del penal estatal a donde había sido recluido desde 2010, gracias a un amparo que ganó en un tribunal colegiado.
Fue en octubre de 2012, casi un año antes de que obtuviera legalmente su libertad y cuando el presidente Felipe Calderón no entregaba todavía la estafeta a Enrique Peña Nieto, quien había ganado la elección presidencial.
Caro llegó a Culiacán pasada la media noche en un vuelo particular desde Guadalajara. Anduvo por la ciudad y despertó a amigos y compadres. Todos se sorprendieron porque no era una visita que esperaran. “Mañana nos vamos a La Noria”, les decía. La Noria, Badiraguato, es un caserío ubicado al fondo de una quebrada que baja desde Santiago de los Caballeros, un pueblo leyenda en la historia del narcotráfico, cuna de capos. Allí nació Rafael Caro.
Por la mañana, un convoy salió de Culiacán. No eran muchas camionetas pero la seguridad estaba asegurada. Recorrió la carretera México 15 contando anécdotas y luego se internó a su territorio, la sierra madre. Empezó a saludar a la gente desde que tomó la cañada. Todos se sorprendían y los más viejos hasta creían que estaban viendo a un fantasma. Cuando una hora después llegó a La Noria, ya había una multitud esperando. Vivía su madre, que lo recibió acompañada de la parentela. Caro estaba feliz. En el patio de su casa hay una Mora a la que él se subía cuando era niño. La montó como si fuera un alazán y le dijo a su madre, “mira, amá, como cuando estaba plebe”. Un anciano que lo había visto crecer lo miraba y no paraba de llorar mientras se secaba los ojos con un pañuelo.
De algún lado salieron los músicos y luego sacrificaron reses y puercos. Al mediodía aquello era una fiesta que se prolongó por tres días porque bajó gente de toda la sierra para ver al “patrón”.
Rafael Caro anduvo meses en una libertad que no le había concedido ningún juez hasta entonces. Visitó a sus viejos amigos y compadres, capos de la droga también; fue a los Estados Unidos donde vio a su hermano Miguel, que purgaba una condena por narcotráfico pero que se movía en la zona de Phoenix como si no debiera nada, haciendo los negocios de siempre. Luego se movió por el país tejiendo redes. Lo había hecho desde prisión durante 27 años y ahora podía hacerlo personalmente. Estuvo en el sureste, en Sonora, en Guatemala, en Ciudad de México...
Menos de un año después, en agosto de 2013, un tribunal federal ordenó la liberación de Caro al considerar que fue juzgado en forma indebida por el crimen del agente de la DEA, Enrique Camarena Salazar.
Para entonces el capo sinaloense ya estaba de nuevo en su celda y salió la madrugada del viernes 9 de agosto, provocando un cisma mediático. Subió a una camioneta que lo esperaba y desapareció. Semanas después la entonces Procuraduría General de la República puso en marcha un operativo para capturarlo con base en una solicitud de extradición del gobierno norteamericano. Estados Unidos ofreció cinco millones de dólares por su captura, pero en 2018 aumentó la recompensa a 20 millones, lo cual era inédito. Querían su cabeza y la obtuvieron. “Rafa”, como le dicen sus cercanos, había regresado a su mundo, la sierra, el tráfico, las mujeres el dinero, el poder, pero perseguido siempre por la Marina mexicana y por la DEA, a salto de mata. Estuvo los primeros años de libertad en su natal Badiraguato pero luego se refugió en la sierra de Choix, en el norte de Sinaloa. Peleó con ferocidad contra Los Chapitos para que no le arrebataran Caborca, en Sonora, su enclave histórico. Pero era, en la configuración del narco de la última década y frente a los intereses de los Estados Unidos, el eslabón más débil. Y lo cazaron.
Ismael Bojórquez Perea es director del semanario sinaloense Ríodoce
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