Volver
De regreso a México, tras meses de pandemia, al autor se le han acumulado sombras y lleva flores para nuevas tumbas
Mi nuevo amigo Daniel me ha regalado una perla de sabiduría que debería clonarse a menudo. Me cuenta que su abuelo se acercó al cristal inclinado donde se alineaban magníficos cortes de carne y a la pregunta de “¿Qué desea?” que le espetó el carnicero, el buen hombre respondió: “Volver”. La invaluable inteligencia de antaño, de los años magullados por el campo y los caminos, entrelazada con la intuitiva grandeza del conocimiento en las yemas, tal como mi abuelo Pedro Félix era capaz de infundir un donaire que transpiraba respeto, seriedad y genio con tan sólo abrocharse el botón de los cuellos de la camisa sin necesitad de corbata alguna.
Escribo estas líneas al volver a México por primera vez desde la última FIL de Guadalajara en persona, dieciocho meses que significan el peso exacto de la palabra Volver: no vuelvo el mismo que se fue y supongo no volver al mismo lugar. Se me han acumulado sombras y llevo flores para las nuevas tumbas de mi hermano Paco y tantas otras almas que se esfumaron con la peste y supongo hallar cerrados no pocos lugares donde deambulaba y también nuevos espacios ignotos. Vuelve una forma quizá mejorada de quien intenta escribir por el anhelo de intentar leer párrafos inéditos o renovados por una inesperada Esperanza con mayúscula y volveré a ver la huella de una jacaranda que no se ha derretido con las lluvias o la tos que provoca la bugambilia morada que se quedó colgando al filo de una ventana donde llegué a dormir.
Vuelvo con dos o tres libros nuevos bajo el brazo, recién salidos del horno de sus imprentas con las ansias por presentarse en las manos de los lectores que me esperan y me espera mi madre ya salida de las páginas de una novela que escribí para ella. Por lo mismo, iré a la tumba de mi padre para prometerle la novela que le debo y sueño con la inasible posibilidad de que veré a mis hijos de niños, donde no les ha pasado ni un año ni mudanza encima, columpiándose en un parque por el rumbo de Coyoacán y si me apuras, sueño con verme la silueta delgadísima de mí mismo ayer, cuando todo parecía de mantequilla y aún no se vivían los terremotos que no han cicatrizado ni los pulmones que se quedaron sin oxígeno en la impredecible pandemia de la perdición.
Vuelvo a suadero, a los baches en casi todas las calles, las sonrisas con un solo diente enmarcado en oro y el microbús de ruta delirante: vuelvo a los abrazos con los amigos que extraño a diario y a los libros que sólo se consiguen a la sombra del Tzompantli y a los murales que parece que cobran vida, igualito que el grafiti debajo de los puentes y las jornadas de todos los climas, los aguaceros de lluvia ácida, la calle que sigue intacta, el insulto de una arquitectura imperdonable y el júbilo de los perros callejeros. Vuelvo a las andadas donde perdí la serenidad ahora envuelto en una sobriedad donde aquilato lo cerquísima que estuve de caer en un abismo en Iztapalapa y el laberinto de Tepito donde narraba en voz alta un ronco con los huesos tatuados sobre los dedos de la mano y las calles con camellón y los tacos de canasta y la torta de tamal y la cara de carnal y las hojas de cuadernos estilo italiano y las niñas engargoladas y las estatuas anónimas y la plaza que se abre a los pies de la casa de un Poeta con mayúscula, cerca de la avenida interminable y las estaciones de todos los recuerdos y el paisaje increíble de volcanes nevados en tierra tan caliente y los micrófonos amplificados de la amnesia y la retahíla de mentiras y el jolgorio de la ignorancia funcional y los nuevos nombres de la corrupción y los ríos entubados, los lagos disecados, la serpiente naranja tan endeble cuando sale de las entrañas ancestrales y el santo olor de las panaderías y la falda hasta el huesito en tiempos de la microminifalda cuando ya no se vale piropo y los ojos de un vendedor de lotería con el que compartí reintegro un día y las mesas por donde deambulan los tríos o el arpa con jaraneros o las paletas que confirman que vuelvo para comer todos los colores y oler el aroma de la biografía que llevo tatuada y los nombres de todos los afectos y los rumbos por donde nunca me he perdido para poder murmurar más cerca de un silencio que en realidad uno vuelve porque nunca se va del todo.
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