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Estar sin Estar
Columna
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La Dama del crimen y el Detective del siglo

La pluma de una mujer intrigante, Agatha Christie, que parecía no herir el paso de una mosca y que sin embargo se convirtió en la gran dama del crimen

ILUSTRACIÓN DE JORGE F. HERNÁNDEZ
ILUSTRACIÓN DE JORGE F. HERNÁNDEZCORTESÍA

Milimétrico recorte del bigotito encerado con pomada ligeramente aromatizada; impecable pelo azabache sobre un cráneo en forma de huevo; pequeños sorbos de una tizana hirviente todos los días a las cinco en punto de la tarde; leontina de oro anclada sobre un chaleco impecable y en un bolsillo a la altura de la cintura un reloj cuyas espadas marcan siempre la hora exacta sobre guarismos romanos; pasitos cortos envueltos en luminosos zapatitos de cuero lustrado, cubiertos por elegantísimas polainas; bastón como báculo que ha de servir en casos de extrema gravedad como arma defensiva… Y la conciencia convencida de ser el mejor detective del mundo son —más o menos— los atributos que mejor describen al policía retirado de nacionalidad belga llamado Hercule Poirot al cumplir su primer siglo de vida.

Creado por la Dama Agatha Christie durante no pocos desvelos con la Primera Guerra Mundial como telón de fondo, habiendo sido enfermera voluntaria al cuidado de soldados heridos y refugiados huidos de Bélgica, la mujer que fue niña solitaria y callada decidió escribir una primera novela que fue publicada por entrega en el diario The Times de Londres en enero de 1921, aunque hay una edición del año anterior fechada en los Estados Unidos de Norteamérica. La novela se tituló El curioso asunto en Styles (The Curious Affair at Styles) marcando el debut del Inspector Poirot para honra y gloria de la literatura al lado del Capitán Hastings, el Inspector Japp sabueso de Scotland Yard y una larga nómina de personajes entrañables, asesinos descarnados, matarifes sueltos, psicóticos y lunáticos, rateros y plagiarios que sumarían al paso del siglo XX la notable cantidad de 69 relatos cortos o cuentos, 33 novelas y tres obras de teatro donde se combinan todos los acertijos posibles en torno al bello ejercicio de la razón sobre la locura criminal. Toda una literatura que abreva del arte de la deducción a la Sherlock Holmes combinada con la refinada inducción de las sinuosas interrogaciones de Hercule Poirot, los nudos enredados a la Farjeon o la inteligencia detectivesca que transpiró Chesterton con su Padre Brown, pero todo en la pluma de una mujer intrigante que parecía no herir el paso de una mosca y que sin embargo se convirtió en la gran dama del crimen por más de un siglo.

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Dedico estas líneas al gran actor David Suchet que encarnó al personaje de Poirot durante un cuarto de siglo a través de una magnífica serie de la televisión inglesa, traducida a la misma infinidad de lenguas que la obra escrita por Christie. Suchet shakespeariano de muchas tablas se convertía en Poirot en cuanto se calzaba sobre el labio el bigotito a la manubrio y cambiada su voz por la del entrañable belga que pronuncia el francés con la misma distinción que lleva Georges Simenon con su Maigret o TinTin con su perrito: una formidable manera de pronunciar el francés sin serlo.

Debo a mi mejor amigo el sano contagio de haber logrado sobrevivir el semiconfinamiento del actual invierno de nuestro descontento habiendo visto los 70 capítulos de la serie, leídas nueve de las novelas (and counting) y todos los cuentos de Poirot con una mezcla de asombro y audacia: de lo primero, no exento de envidia puramente literaria y de lo segundo, los atrevimientos de formular hipótesis y conclusiones cuando el detective y la dama aún no desenredan los nudos de la trama. Uno intenta adelantarse al hallazgo siempre mágico que ha de resolver los casos y uno siempre se resigna a saborear la dulce admiración por un personaje que cobró vida propia no solo párrafo a párrafo sino en las muchas interpretaciones que lo han encarnado en los escenarios.

Mi tío Pedro me llevó al Cine de las Américas en un México que ya no existe para ver en pantalla inmensa El asesinato en el Expreso de Oriente y a la fecha tengo pendiente realizar el recorrido de Estambul a Londres —pasando por Venecia— con el afán de que el tren se estanque cuatro días en una tormenta de nieve que me permita leer sobre la escenografía blanca cada una de las páginas de un crimen supuestamente memorizado desde el instante en que Albert Finney interpretara el papel de Poirot. El mismo actor que parecía Otro ya me había hechizado la vida en su papel de Scrooge, mas nunca supo el inmenso favor que le hizo a la literatura en general y un lector en particular al confirmar que allende el maquillaje y los acentos de la voz impostada, uno se vuelve espejo de las pantallas y de las páginas con tipografía en cuanto una autora como Agatha Christie logra el inmenso truco venenoso de hacer sentir en el silencio de las madrugadas la piel de gallina que tatúa los brazos de una víctima al filo de una navaja o la neblina de vapor en sepia que inunda la estación de los trenes al filo de la almohada y el agrio sabor de un veneno sin antídoto posible que un mayordomo logra mezclar en la inocente taza del café que acabamos de dejar en la mesa, al filo de la lámpara que apenas ilumina la maravillosa alfombra persa por donde alguien ha dejado un caminito de gotas de sangre como hilo de una media de seda que aprieta entre sus guantes hechos puño el aristócrata asesino que acaricia la espalda dormida de una mujer que creía estarse quitando el collar de perlas con las cosquillas que emanan de cada una de las letras minúsculas y mayúsculas que va entonando sobre el teclado de una vieja máquina de escribir una mujer escritora maravillosa que en cada giro de la cinta de tinta acomoda perfectamente el nudo de la antigua corbata de moño de un entrañable detective capaz de encarar el Mal para intentar hacer el Bien… así pasen los siglos.

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