El obispo Vera, en su adiós: “Mantén en tu corazón a las familias de los desaparecidos por la impunidad”
EL PAÍS acude a la ceremonia en la que Raúl Vera, uno de los últimos representantes de la teología de la liberación, traspasa el obispado en la Catedral de Saltillo
Un día, los feligreses más conservadores de Saltillo, la capital de Coahuila, se cansaron del cura. Estaban hartos de que su catedral se llenara de migrantes, de prostitutas, de homosexuales o de madres buscando en fosas por los cerros a sus hijos desaparecidos por la violencia. Corría el año 2011 y el obispo Raúl Vera, después de una década al frente, había apoyado el matrimonio entre personas del mismo sexo, había alzado la voz por los transexuales y había criticado a la clase política y el inmovilismo de la alta jerarquía católica. En sus homilías protestó por las condiciones de vida de los mineros, atacó a la violencia del crimen organizado y los pobres eran la opción preferencial de actos y oraciones. Pero los ultraconservadores del Yunque estaban hartos, así que una noche se encaramaron a las rejas de la catedral y colocaron una pancarta que decía todo sin decir nada: “Queremos un obispo católico”.
Este viernes, 10 años después de aquello, en la fachada de esa misma catedral de estilo barroco con detalles churriguerescos hay otro cartel muy distinto para despedirlo: “Gracias Don Raúl por tu trabajo incansable para lograr una diócesis incluyente de comunión y misión por pastor amigo y hermano”, se lee.
A los 75 años, Don Raúl Vera, (Acámbaro, 1945), uno de los últimos representantes de la Teología de la Liberación, arrastró los pies por última vez por el pasillo central de la catedral antes de dejar de ser obispo y traspasar a Hilario González el mando de su iglesia.
El acto, una liturgia que combina tradiciones seculares donde el obispo saliente y el entrante intercambian el báculo, la mitra y el escudo apostólico, donde se escucha su confesión de fe y la carta escrita en latín del Papa, estaba condicionado por la pandemia y las restricciones sanitarias. Oficialmente solo 90 personas podían estar presentes, pero Raúl Vera llenó la catedral y metió a otras 200 personas más. Se trataban de los desaparecidos, mujeres víctimas de feminicidios sin resolver o ecologistas asesinados en los últimos años y cuyas fotografías desplegó a lo largo del templo colocando sus rostros sobre los bancos desde el altar hasta la puerta principal.
Hablándole en su última homilía, Raúl Vera le dijo a su sucesor: “Mantenga en su corazón a las familias de los desaparecidos debido a la impunidad y que se han convertido en miles. Tenga en su corazón a las víctimas de los feminicidios y mantenga en su mirada a niños y jóvenes a quienes se niega un futuro digno”. De todo ello Vera responsabilizó a la clase política y económica que “de forma egoísta maneja México y el mundo”, dijo. Escuchando sus palabras estaban el alcalde de Saltillo, Manolo Jiménez, y el gobernador de Coahuila, Miguel Ángel Riquelme, sanamente distanciados en el primer banco. El mensaje de fondo, sin embargo, era para el nuevo obispo con quien a duras penas mantiene la educación que obliga la ocasión y con quien ha intercambiado varios reproches públicos ante la posibilidad de que el nuevo obispo quiera dar marcha atrás a las organizaciones de defensa de Derechos Humanos levantadas por Vera. “Déjese tocar por los privados de libertad”, le dijo ni más ni menos al nuevo obispo desde el altar antes de despedirse definitivamente.
En sus 45 años como religioso, Raúl Vera recibió en 2010 el premio Rafto por su trabajo en pro de la justicia social en México y fue calificado por la fundación Noruega como un “crítico intransigente del abuso de poder y un defensor valiente de los inmigrantes”. Estando al frente de la diócesis de Saltillo fue nominado al premio Nobel de la paz en 2012.
Cuando el viejo obispo terminó de hablar, el nuevo se arrodilló en el altar y juró fe y fidelidad a la iglesia. Posteriormente visitó la cripta donde están enterrados sus antecesores y, como marca la tradición, salió a la calle para saludar a los feligreses convocados a las puertas del templo. La realidad, sin embargo, es que cuando salió no había a nadie a quien saludar porque a las afueras de la catedral no había un alma. Solo los escoltas del gobernador y del alcalde esperaban aburridos apoyados en sus R-15.
Cuando terminaron las tres horas de ceremonia y el nuncio papal y las decenas de religiosos y sacerdotes abandonaron el lugar, las campanas repicaron con bravura hasta que se hizo el silencio definitivo y allí quedaron los de siempre, los rostros de los desaparecidos sobre los bancos que acudieron a darle la bienvenida a su nuevo obispo.
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