Escepticismo que no es inteligencia
Descreer de la existencia del virus no es ninguna clase de astucia, sino la clase más peligrosa de estupidez: la que pone vidas en peligro
La realidad de este 2021 es tan cruda que muchos prefieren hacer como si no estuviera allí, con los dientes estilando saliva y lista para morder. La paradoja asusta: para demasiada gente, la acumulación inmensa de las tragedias personales y colectivas que hemos atestiguado, o de las que nos hemos enterado durante estos últimos meses, y la profusión inconmensurable de mensajes médicos y mediáticos sobre la conveniencia de cuidar la salud y no arriesgarse ni arriesgar a los otros parece que no hubieran existido jamás. Eligen no creer en ellas.
Ni siquiera es necesario consultar las estadísticas de muertes y contagios para constatarlo. Basta con asomarse al teléfono o la computadora personal. Es un ejercicio desolador. Acabo de hacerlo y descubro que una parte nada menor de mis contactos en redes (que no representan a toda la Humanidad, desde luego, pero sí son varios miles de personas y, me temo, pueden resultar bastante sintomáticos) parece sencillamente vivir de espaldas a la pandemia de la covid-19. En otro canal, por no decir que en otro mundo.
Veo, por un lado, a gente que presume sus fotos vacacionales en la playa, en la montaña, en toda clase de ciudades pintorescas, acompañada por parejas, amigos, parientes, todos alegres y relajados. Otros, que no tienen dinero o posibilidades para andar de viajeros, organizan reuniones en sus casas, salen a bares, pasean por los centros comerciales y nos lo comunican así, orgullosos, con todo candor. La calle, la lejanía, parecieran atraerlos magnéticamente y ellos se comportan como ratones hechizados por el flautista de Hamelin.
Huelga decir que en una robusta mayoría de las fotos de unos y otros los cubrebocas y la sana distancia básicamente no existen. Y, por extensión, tampoco existen las salas de urgencia colapsadas, el personal médico agotado ni la incertidumbre casi total sobre la fecha en que habrá suficientes vacunas para descubrir si el calendario oficial para su aplicación realmente se cumple (¿cómo no vamos a tener suspicacias sobre el dichoso calendario, cuando los cálculos gubernamentales sobre los “picos” de la pandemia en el país y el número estimado de fallecidos quedaron en el ridículo absoluto hace meses, desbordados por la terca realidad?).
Es evidente que ese mundo en el que una vida cotidiana “normal” es posible resulta un engaño. Una ilusión agradable, quizá, pero que tiene grietas por todos lados y, por ello, el contraste con la realidad que pretende sustituir no puede ser mayor. Porque, volviendo a la constatación empírica, otra parte de esos mismos contactos en redes, creciente, está formada por personas con familiares o amigos enfermos, que buscan orientación y apoyo para conseguir lugar en un hospital (a veces mediante llamados dramáticos y conmovedores, que solo un cretino consideraría falsos), o insumos para supervivencia (tales como tanques de oxígeno o medicamentos) o, al menos, que la gente rece y les mande buena vibra, porque la cosa se ve muy cuesta arriba...
Es un mecanismo evolutivo de defensa bastante curioso, la incredulidad. Nadie puede poner en duda la conveniencia de pensar dos veces las cosas, de no dejarse arrastrar por las desaforadas modas del pensamiento o por las parrafadas emotivas de los demagogos. Pero, a la vez, el escepticismo puede convertirse en una losa mental si en vez de proceder del pensamiento crítico, viene de la ceguera y de las ganas, intensas pero más bien pueriles, de que las cosas no sean como en realidad son.
Descreer de la existencia del virus, de la necesidad de las medidas de prevención y alejamiento, y de la urgencia de que las vacunas se apliquen amplia y rápidamente no es ninguna clase de astucia, sino la clase más peligrosa de estupidez: la que pone vidas en peligro.
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