La belleza de presenciar cómo tu hija aprende a hablar
Llama la atención cómo un niño aprende palabras de los cuentos y cómo luego su cerebro sabe pasar del dibujo bidimensional sobre la página al objeto tridimensional en la realidad, aunque no siempre correctamente
Ver a mi hija aprender a hablar es la cosa más bonita que he visto en mi vida. Es una belleza y un misterio y un poema. Candela dice frases que son cordilleras nevadas. No se le entiende nada, pero debajo parece haber una prosodia, una sintaxis primitiva, un significado tal vez. Todo eso son las montañas, ahí debajo, hechas de roca muy dura. Pero por encima hay una gruesa capa de nieve que las deforma y las hace invisibles. Una capa de nieve que desfigura el lenguaje. Poco a poco esa nieve se irá derritiendo y el lenguaje...
Ver a mi hija aprender a hablar es la cosa más bonita que he visto en mi vida. Es una belleza y un misterio y un poema. Candela dice frases que son cordilleras nevadas. No se le entiende nada, pero debajo parece haber una prosodia, una sintaxis primitiva, un significado tal vez. Todo eso son las montañas, ahí debajo, hechas de roca muy dura. Pero por encima hay una gruesa capa de nieve que las deforma y las hace invisibles. Una capa de nieve que desfigura el lenguaje. Poco a poco esa nieve se irá derritiendo y el lenguaje de Candela irá emergiendo nítido y comprensible.
- Ararara rarero aaa aeeeooo eoo rareooooo – dice.
Da mucha risa. Es encantador escucharla decir esas frases de incógnito. A veces coge los cuentos y simula que lee, tal y como nos ve hacer a nosotros. Va pasando las páginas y dice:
- Eeeeerrreeee laaaalaaaleeeeee leeeeaaaaeeeee.
Está conquistando el lenguaje. Me recuerda a esa cita de Cien años de soledad: “El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para nombrarlas había que señalarlas con el dedo”. Candela ha dejado de señalar las cosas con el dedo y ha empezado a tratar de invocarlas mediante las palabras, que van brotando. Los cuentos son los “pentos”. El elefante es el “pante”. Cuando quiere que nos tumbemos con ella, porque se ha aficionado a que nos tumbemos con ella, nos dice “a pumbar, a pumbar”, señalándonos con la manita el lugar donde debemos “pumbarnos”. Es bastante mandona. También ha desarrollado una gran afición a encontrar por la calle lugares de su tamaño donde sentarse, mayormente escalones o poyetes a la entrada de portales y establecimientos. Cuando los halla se pone muy contenta al descubrir que ya hay lugares de su medida. Así que se sienta y nos invita a sentarnos a su lado, aunque apenas nos quepa el trasero:
- A sentáaaa, a sentáaaaa – dice.
Candela va aprendiendo castellano sin necesidad de cursos en línea ni libros de ejercicios, de una manera natural e imparable. Alrededor algunos padres se esfuerzan en hablar a los niños en inglés para fomentar su bilingüismo, y parece buena idea: no tendrán que pasar por ese aprendizaje de la lengua franca por el que pasamos todos y que no siempre acaba de forma satisfactoria. Como en esos países centroeuropeos y escandinavos, donde todo el mundo es prácticamente bilingüe. Lo he intentado, pero la lengua de Cervantes, hablada por no sé cuántos millones de personas, la mejor para hablar con Dios, como presumen sus propagandistas, acaba abriéndose paso inevitablemente. Tampoco sabemos si tiene sentido aprender inglés de un no nativo, nos hace gracia ver a padres dirigirse a sus hijos en un inglés macarrónico. Saldrán hijos que hablen inglés macarrónico nativo. Pero seguro que sirve: en España hemos sido cosmopaletos, riéndonos de los acentos imperfectos, cuando lo importante, como saben en otros lugares, es comunicarse, no clavar la flema británica.
Me llama la atención cómo aprende palabras de los cuentos y cómo luego su cerebro sabe pasar del dibujo bidimensional sobre la página al objeto tridimensional en la realidad. Es decir, ya es capaz de diferenciar entre una cosa y su abstracción. No siempre lo hace correctamente. Un día ve un perro blanco con manchas negras por la calle y dice, con su vocecita tan aguda:
- ¡Mira, mamá, una vaca!
Conocí hace poco la obra del poeta estadounidense Kenneth Koch (la publica la editorial Kriller71), que se dedicaba a enseñar en las bibliotecas públicas de Nueva York la poesía a niños algo más mayores que Candela. Resulta que Koch, un hombre sonriente que escribía poemas profundos y divertidos, no le ofrecía a los pequeños poesía infantil, sino poemas de algunos de los autores más complejos, como T.S. Eliot, William Carlos Williams, Wallace Stevens o John Ashbery. Poemas que a los adultos nos resultan difíciles y que, por ello, a mucha gente no le resultan agradables: ¡es que no se entiende nada!
El hallazgo de Koch fue que los niños entraban perfectamente en esas poéticas, porque todavía no estaban dominados por la dictadura del significado. No les importaba tanto qué significaba el poema, sino las imágenes que sugerían, su sonoridad. No como un texto solemne, como tantas veces los consideramos los adultos, sino como un juego. “Un hombre y una mujer son uno. Un hombre y una mujer y un mirlo son uno”, escribió Wallace Stevens. “El único emperador es el emperador de los helados”, también escribió. Versos que para un adulto suponen un reto, pero que, para un niño, con su lógica borrosa y surreal, pueden suponer una vistosa diversión. Me muero de ganas de que Candela crezca un poco y poder enseñarle los poemas más extraños.
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