Chipre: 50 años dividida sin perspectiva de solución
El muro entre las comunidades greco y turcochipriota ha comenzado a agrietarse, pero las sucesivas rondas de negociación para dar una salida a la separación que provocó la invasión de Ankara han fracasado
Chipre es un país normal. Su población vive vidas normales, sus turistas veranean como típicos turistas, sus políticos mantienen los debates habituales. Pero toda pretensión de normalidad termina en una bocacalle de Nicosia, su capital. Una bocacalle cualquiera ―Ious, Lidinis, Manis, hay muchas―, abruptamente cortada por un muro, coronado por alambre de espino y carteles que ordenan Stop, No photos, Military Area (alto, prohibido hacer fotos, zona militar). Tras él, viviendas abandonadas, tomadas por la maleza, zona de nadie bajo control de la ONU; y, más allá, carteles qu...
Chipre es un país normal. Su población vive vidas normales, sus turistas veranean como típicos turistas, sus políticos mantienen los debates habituales. Pero toda pretensión de normalidad termina en una bocacalle de Nicosia, su capital. Una bocacalle cualquiera ―Ious, Lidinis, Manis, hay muchas―, abruptamente cortada por un muro, coronado por alambre de espino y carteles que ordenan Stop, No photos, Military Area (alto, prohibido hacer fotos, zona militar). Tras él, viviendas abandonadas, tomadas por la maleza, zona de nadie bajo control de la ONU; y, más allá, carteles que ordenan Stop, No photos, Military Area, alambre de espino que corona un muro, una calle cortada, terminada abruptamente, y otra zona, otro Chipre, cuyos políticos, cuyos turistas, cuya población pretenden vivir normal. Chipre cumplió esta primavera 20 años como miembro de la Unión Europea, pero lleva medio siglo dividida.
Andreas Lordos tenía seis años y una pistola de plástico cuando abandonó su casa. Los aviones, las bombas y los disparos de ametralladora sonaban cada vez más cerca desde los refugios de Famagusta en los que se apretujaban las mujeres y los niños, sótanos de hoteles y apartamentos que, hasta unas semanas antes, alojaban a miles de turistas llegados a tostarse bajo el sol de Chipre. Los turcos se aproximaban. “La BBC radiaba noticias preocupantes sobre violaciones y asesinatos en el norte, así que mis tías y mi madre decidieron escapar. Mientras los tanques turcos llegaban a Famagusta desde el norte, nosotros huimos hacia el sur en un convoy de cuatro coches que sacamos de un concesionario que gestionaba mi familia. Llegamos hasta un pueblo, y ahí, en un jardín bajo las estrellas, dormimos la primera noche como desplazados”, relata.
Era el verano de 1974; el caluroso y fatídico verano del 74. El 15 de julio, la Junta de los Coroneles de Grecia promovió un golpe de Estado en Chipre que instauró al ultranacionalista grecochipriota Nikos Sampson en el poder. Tres días más tarde, el arzobispo Makarios, presidente depuesto que había logrado escapar de la isla con ayuda de los británicos, se dirigió a la ONU para pedir ayuda. El 20 de julio, el ejército de Turquía desembarcó en el norte de la isla y comenzó a avanzar invocando el Tratado de Garantías, firmado en 1960 y que otorgaba a Ankara, Atenas y Londres el papel de protectores de la independencia de Chipre. En los días siguientes, tanto la Junta chipriota como la de Grecia se vinieron abajo, incapaces de hacer frente a la situación. Pero la paz duró poco: el 15 de agosto, tras fracasar las conversaciones de paz, Turquía lanzó una segunda invasión, mucho más amplia, y tomó el control del tercio norte de la isla. Miles de personas huyeron de sus hogares buscando ponerse a salvo de los combates y las matanzas. Apenas llevaban nada consigo: iban a ser solo unos días hasta que la situación se calmase. Ha pasado toda una vida.
Si para los griegos de Chipre, aquella invasión lo truncó todo ―su paz, su tierra, sus familias―, para los turcochipriotas, incluso aquellos que hoy son recalcitrantes críticos de la políticas del Gobierno de Ankara en la isla, el desembarco turco es recordado como una liberación. “Para nosotros, este verano no se cumplen 50 años de la división de Chipre sino 60″, explica el académico turcochipriota Mete Hatay.
Hatay no conoció el mar hasta que tuvo seis años, lo cual es harto difícil en una isla. “Vivíamos en el gueto de Nicosia. Nuestro barrio estaba rodeado por los paramilitares turcochipriotas, luego estaban los cascos azules y luego los paramilitares griegos. Había una larga lista de materiales que no se permitía entrar a los guetos, por ejemplo cemento, porque los griegos decían que lo utilizaríamos para construir barricadas. Así que las casas se caían a trozos porque no podíamos hacer reparaciones”. En 1963, apenas tres años después de independizarse del Reino Unido, el sistema de reparto de poderes que habían pactado las dos comunidades de la isla saltó por los aires. Los turcochipriotas abandonaron las instituciones de la República de Chipre, comenzaron los enfrentamientos interétnicos y la ONU envió a los cascos azules como fuerza de interposición, que aún sigue ahí.
“En 1968, la situación se relajó un poco, porque Makarios inició negociaciones con los turcochipriotas en Beirut, y pudimos salir del gueto”, prosigue. Ese año, llevaron al mar al pequeño Mete en un convoy protegido por soldados de la ONU. “La cuestión es que luego comenzaron los problemas entre los propios grecochipriotas, entre los partidarios de la enosis [la anexión a Grecia] y los que querían un Chipre independiente”. Y aquellos conflictos desembocaron en el golpe de Estado de 1974.
Las primeras grietas del muro
En algunos puntos, la Línea Verde, la zona tapón que divide en dos Chipre y es patrullada por la ONU, alcanza los ocho kilómetros de ancho; en otros, por ejemplo sobre los monumentalmente bastiones renacentistas levantados por los venecianos para defender Nicosia del asedio otomano del siglo XVI, las dos zonas, los dos Chipres, casi se tocan. Sobre las vallas de separación, la bandera turca y la turcochipriota ―casi un calco de la anterior con los colores intercambiados―; enfrente, la enseña chipriota, junto a la de Grecia: cada una de las comunidades con su valedor internacional.
Los conflictos entre ambas comunidades y la invasión turca provocaron una limpieza étnica de la isla; de pueblos mixtos se pasó a dos zonas dibujadas con trazo grueso: la minoría turcochipriota en el norte, la mayoría grecochipriota en el sur. Y la línea de separación se fue convirtiendo en un muro infranqueable con torretas, alambre de espino, minas antipersonas... y cientos de desaparecidos a los que aún hoy se sigue buscando. El contingente militar de Turquía se reforzó hasta sumar unos 40.000 efectivos y, en 1983, las autoridades turcochipriotas declararon la República Turca del Norte de Chipre (RTNC), a la que internacionalmente solo reconoce Ankara.
“Tenía 21 años cuando conocí al primer grecochipriota, y fue en el extranjero. Habíamos crecido en un ambiente nacionalista en el que se nos enseñaba que los grecochipriotas eran nuestros enemigos, que habían tratado de exterminarnos”, explica Ipek Borman, exasesora en las conversaciones de paz y cofundadora de la Coalición Bicomunal de Mujeres de Chipre.
El muro solo se comenzó a agrietar en 2003. Ese año, decenas de miles de turcochipriotas ―se calcula que un tercio de la población del norte― se echaron a la calle enarbolando banderas europeas y exigiendo el fin de la división, como 14 años antes se había hecho en Berlín. “Los turcochipriotas veíamos que nos estábamos quedando atrás, aislados y que había que aprovechar el proceso de adhesión de Chipre a la UE”, afirma Borman. El entonces líder turcochipriota, Rauf Denktas, apodado “Mr. No” por su negativa a todo tipo de negociación con el sur, entró en pánico y, presionado por Turquía (que buscaba iniciar las negociaciones de adhesión a la UE), accedió a abrir el primer cruce para que los chipriotas de una y otra comunidad pudiesen reencontrarse después de tres décadas de separación.
Esa euforia quedó truncada un año después, cuando fracasó el referéndum de reunificación: los turcochipriotas votaron en masa por el sí, los grecochipriotas por el no, a raíz de que su Gobierno cambiase de parecer en el último momento respecto al plan pactado, pues consideraba que permitía mantener la influencia de Turquía en la isla y que el sur pagaría la integración del norte, más pobre. Las siguientes rondas de negociación también han fracasado, en buena medida por la negativa de las autoridades grecochipriotas a hacer concesiones.
Para Christiana Xenofontos, del partido centroderechista DISY, el problema fue creer que al entrar en la Unión Europea, los grecochipriotas tendrían mayor peso para negociar con Turquía el fin de la invasión: “La solución de Chipre solo puede venir de dentro de Chipre. No de nuestra familia europea, que están para ayudarnos, sí, pero nosotros debemos mostrar voluntad política”.
Ahora, de hecho, son las autoridades turcochipriotas las menos interesadas en negociar, fundamentalmente porque el partido derechista que gobierna en el norte está totalmente alineado con Ankara, y al Ejecutivo turco de Recep Tayyip Erdogan se inclina por una solución de dos Estados. “La parte turca está interesada en mantener el statu quo porque, especialmente con el nuevo Gobierno [de la RTNC], la zona turcochipriota es tratada como una mera provincia de Turquía”, sostiene el profesor Andreas Theofanous, de la Universidad de Nicosia.
Este sábado, los actos del 50º aniversario de la invasión turca evidenciaron de nuevo la división en torno al futuro de Chipre. Durante una visita al norte, Erdogan descartó una solución federal y propuso de nuevo el reconocimiento internacional de la RTNC. En el sur, el primer ministro griego, Kyriakos Mitsotakis, reafirmó su compromiso con la reunificación y una federación bicomunal.
Un portaviones en el Mediterráneo
Cruzar del sur al norte implica tener que mostrar el carnet o el pasaporte en los diferentes checkpoints greco o turcochipriotas, pero para acceder a Famagusta desde el extremo oriental de la isla, también hay que pasar por otro en el que ondea la bandera del Reino Unido. Y es que isla no solo acoge dos Estados ―uno oficial, el otro no reconocido―, sino también un tercero: el 3% de su territorio lo ocupan las bases soberanas británicas de Akrotiri y Dhekelia, cuyo control se garantizó Londres antes de permitir la independencia de Chipre en 1960 (cuatro años antes, Gamal Abdel Nasser había expulsado al contingente británico de Egipto). Para Londres, siguen teniendo el mismo estatus que otros territorios de ultramar, pese a que las autoridades chipriotas le disputan la soberanía.
Esto ha permitido a los británicos mantener cierta influencia en Oriente Próximo, pues usan las bases como lugar para captar señales de inteligencia de los países vecinos y como acantonamiento de fuerzas militares. Por ejemplo, los cazas británicos estacionados en Chipre participaron en el derribo de drones iraníes lanzados contra Israel el pasado abril y, se sospecha, también se han utilizado las bases para suministrar armamento al Estado judío.
Chipre es como un portaviones en el Mediterráneo oriental, un puesto estratégico avanzado al que ninguna gran potencia quiere renunciar. De hecho, no pocos relacionan el cambio de posición de Turquía respecto a Chipre con el descubrimiento de grandes reservas de gas submarino en aguas al sur de la isla (Ankara ha enviado varios buques a explorar las aguas del norte). Rusia siempre ha mantenido una estrecha relación con Chipre desde la época soviética y, pese a las sanciones por la invasión de Ucrania que obligaron a cerrar un banco chipriota de capital ruso, una importante comunidad de ese país sigue haciendo negocios en el sector financiero en la ciudad sureña de Limasol, apodada Limasolgrado.
“Yo opino que el problema de Chipre tiene ciertas características que lo hacen irresoluble”, opina el profesor Theofanous. “Porque la dimensión bicomunal es solo una de ellas; tienes la dimensión de la relación Grecia-Turquía, la dimensión europea, la internacional, la geopolítica...”, añade.
Las propiedades de los refugiados
Un anuncio de la empresa telefónica Vodafone recibe a los visitantes que aterrizan en el aeropuerto turcochipriota de Ercan, antes de pasar el control de pasaportes: “Norte de Chipre: el 36º país de la red 4.5G de Vodafone”. Pese a la falta de reconocimiento internacional, la RTNC trata de ejercer como cualquier otro Estado, aunque sus comunicaciones, el código telefónico, los correos y su negocio de universidades privadas (que atrae a miles de estudiantes africanos) pasan a través de Turquía, que también financia parte del presupuesto gubernamental.
Y una de las decisiones más polémicas que ha tomado en los últimos años el Gobierno de la RTNC es abrir al desarrollo inmobiliario numerosas zonas costeras del norte de la isla. En Estambul y otras ciudades de Turquía no es raro encontrarse con anuncios que ofrecen chalets y pisos recién construidos e incluso hay agencias que pagan viajes a turcos deseosos de invertir en el negocio. El problema es que el terreno sobre el que se levantan estas nuevas construcciones es, en su mayoría, de grecochipriotas desplazados en 1974 que, según sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, conservan todos los derechos sobre sus propiedades.
No en vano, el pasado junio, el promotor inmobiliario Simon Aykut ―con triple nacionalidad israelí, turca y portuguesa― fue detenido en el sur de Chipre acusado de construir sin permiso en propiedades grecochipriotas del norte y deberá permanecer en prisión preventiva hasta el inicio del juicio.
La cuestión de los edificios y propiedades ―de los grechochipriotas desplazados del norte y turcochipriotas del sur― es una de las más espinosas del conflicto, y a medida que pasan los años, mueren los dueños originales y se multiplican los herederos con reclamaciones sobre las propiedades y exigencia de indemnizaciones, más se complica su resolución.
En Varosha, al contrario, la cuestión de las propiedades sería más fácil de resolver. Varosha era el distrito hotelero de Famagusta y una de las mecas del turismo europeo e internacional a finales de la década de 1960. Estrellas de Hollywood, cantantes de ABBA y famosos del momento tostaron sus pieles en la playa de Varosha y se alojaron en alguno de su centenar de hoteles. Tras la guerra, pese a que se pactó que la zona quedase bajo protección de la ONU, los militares turcos la tomaron, pero, al contrario que en otros lugares, no permitieron que se instalasen allí refugiados turcochipriotas. La vallaron y la guardaron como una carta para usar en futuras negociaciones. La maleza se adueñó de las calles, las hiedras devoraron los hoteles, los carteles y neones anunciando joyerías y restaurantes se fueron resquebrajando al sol mediterráneo: Varosha se convirtió en una ciudad fantasma en la que el reloj quedó detenido aquel verano del 74.
Andreas Lordos recorre las calles de Varosha flanqueadas por altos edificios, algunos todavía marcados por las cicatrices de la metralla, con una mezcla de dulce añoranza y rabia contenida. En 2020, Erdogan ordenó la reapertura parcial de Varosha como un acto populista para desequilibrar las elecciones presidenciales de la RTNC a favor de su protegido, el derechista y nacionalista Ersin Tatar, frente al izquierdista y prorreunificación Mustafa Akinci. Ahora, numerosos turistas recorren las principales calles de Varosha en patinetes y carritos de golf en busca de una fotografía apocalíptica o para dirigirse a la playa, en estado prácticamente virgen tras décadas sin visitantes. Las vías que pueden recorrerse están estrictamente señalizadas y en varios puntos hay militares que dan indicaciones, pero han cambiado su uniforme caqui por unos polos que asemejan a los de trabajadores de un resort turístico. Hay obras en los alrededores y las autoridades turcochipriotas han dicho que tienen intención de abrir varios hoteles, lo cual contravendría las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU que exigen la entrega de Varosha a sus dueños originales.
Lordos llega al pie de un edificio de apartamentos de la avenida de John F. Kennedy y eleva la vista al cuarto piso, donde residía hasta que la invasión turca lo expulsó. “La recuerdo como una ciudad feliz. Todos nuestros cumpleaños y actos sociales los celebrábamos en la playa”. Al contrario que muchos grecochipriotas, que pusieron el grito en el cielo con la decisión de Erdogan, Lordos acogió con alegría la reapertura de Varosha. Fue uno de los primeros en entrar en ella y repite visita cada pocos meses. En una ocasión reunió el valor suficiente para colarse en su antiguo hogar: pese al destrozo, encontró numerosos recuerdos, incluidos los juguetes de su niñez esparcidos por el suelo. A la salida, un policía turco lo detuvo, esposó y lo mantuvo durante ocho horas en comisaría acusado de penetrar en una zona militar.
Ahora le preocupa ese movimiento de maquinaria y los posibles planes turcos para su antiguo hogar. Carteles herrumbrosos con su apellido dan cuenta de los muchos hoteles que poseía su familia y por los que, calcula, debería recibir cientos de millones de euros en compensación por parte de Turquía. “La mayoría de edificios están en buenas condiciones porque eran de buena calidad, y sería fácil restaurarlos. Pero deben ser restituidos a sus legítimos dueños. ¿Por qué tenemos que venir aquí como turistas?¿Por qué no podemos regresar a nuestros hogares?”.
La difícil vuelta a las negociaciones
Lordos se despide efusivamente del policía turcochipriota que custodia la entrada a Varosha, que lo conoce de tantas idas y venidas, y se emplazan a tomar un café juntos o salir de pesca cuando el agente se jubile. El uno no habla turco, el otro ni griego ni inglés, pero se entienden a fuerza de gestos y de una tragedia compartida: el grecochipriota viene del norte, el turcochipriota procede del sur, ambos son desplazados por el conflicto. Hay una cosa curiosa entre los chipriotas: hablen griego o turco ―dos idiomas de familias lingüísticas bien diferenciadas―, el marcado acento local hace que desde la distancia parezca que hablaran la misma lengua. Como es obvio, en todo se parecen mucho más entre sí, que a los turcos de Turquía o los griegos de Grecia, aunque los más nacionalistas de cada comunidad traten de disimularlo imitando el habla de Atenas o Estambul.
En sus conversaciones con la sociedad civil chipriota, la enviada especial del secretario general de Naciones Unidas para la cuestión de Chipre, la exministra colombiana María Ángela Holguín Cuéllar, ha expresado que veía más voluntad de trabajar por la reunificación entre la población que en las élites políticas.
“Las negociaciones siempre han sido llevadas a cabo por los líderes políticos sin hacer el esfuerzo de explicar a la sociedad lo que realmente significaría la reunificación. Hay mucha corrupción y muchos intereses en ambos lados, hay quienes se han enriquecido con la división y no sacarían ningún rédito de que se solucione la cuestión”, lamenta un diplomático que pide el anonimato. “La ONU tampoco aporta mucho, porque la prolongación de su misión depende de no enfadar a ninguna parte. Los cascos azules están aquí para evitar que grecochipriotas y turcochipriotas se maten entre ellos, pero esto tampoco ocurre ya, así que no tiene mucho sentido su presencia, pero desde luego, para ellos, es mucho mejor servir en Chipre que en Somalia”.
En cambio, el académico Mete Hatay es optimista: “Hay una influencia global en ambos lados y emergen nuevas identidades que han adquirido más importancia que las identidades étnicas. Por ejemplo, las protestas feministas o de la comunidad LGBTI se hacen conjuntamente”. Cree que, poco a poco, y a través del contacto, se pueden establecer las bases para una resolución.
De hecho, la Línea Verde, el antiguo muro de separación, se ha convertido en una cada vez más porosa línea de intercambio ―ya hay una decena de pasos abiertos―. Las actividades bicomunales son habituales y los cruces para comprar productos más baratos en el otro lado son algo cotidiano. Sin embargo, más allá, en las ciudades más al norte y más al sur , los chipriotas viven sus vidas normales, ignorando el elefante en la habitación. “Cuando estudiaba en la Universidad de Nicosia, llevé a unos amigos originarios de Limasol [en la costa sur] al otro lado de la Línea Verde, a la zona ocupada [por Turquía]. Fue una experiencia impactante para ellos”, explica Christiana Xenofontos: “Durante años, a ambas sociedades les han inculcado, a través de la educación, una determinada lente con la que leer la historia. Tenemos que saber lo que ocurrió, claro, pero también debemos viajar por nuestra isla, conocerla y no resignarnos a la división”.
Ambas sociedades han crecido separadas durante 50, 60 años y quedan menos de aquellos que conocieron la vida en común anterior al conflicto. “El aislamiento de los turcochipriotas crea una dependencia de Turquía, y la demografía [en el norte de Chipre] está cambiando”, advierte el exeurodiputado Niyazi Kizilyürek en referencia a la llegada de emigrantes desde Anatolia: los turcochipriotas representan únicamente entre el 20% y el 40% de la población del norte. “Las sociedades en el norte y en el sur están cambiando, la topografía está cambiando, todo está cambiando, y estos cambios nos alejan de una solución. Así que el tiempo apremia”, avisa también Ipek Borman.
En Nicosia, Andreas Lordos reside en una mansión de la época colonial restaurada con estilo, llena de obras de arte. Lo tiene todo. Ha sido un empresario de éxito. Es una personalidad respetada e influyente. Tiene una esposa de la que lleva enamorado desde su juventud y unos hijos a los que quiere profundamente. Pero, sentado en su despacho, hay algo que le falta. “Estamos en un lugar muy bonito y hay gente que me pregunta: ‘¿No eres feliz aquí?”, dice con la voz quebrada y los ojos humedecidos. “Durante toda mi vida me ha resultado difícil compartir con la gente el sentimiento con el que me voy a dormir cada noche... No me siento en mi hogar”. Le falta su Rosebud. Su Varosha. Añora su infancia robada.
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