Yates de lujo, contratos millonarios y una Biblia de 19.000 dólares: los escándalos acorralan a los jueces del Supremo de EE UU
La polémica por los regalos recibidos por el magistrado Clarence Thomas de un donante republicano pone el foco sobre quién controla a los intocables miembros del tribunal y abre un debate sobre su reforma
Viajes en yates de lujo y aviones privados, nueve días a todo tren de isla en isla por Indonesia, escapadas a un rancho tejano, vacaciones en una mansión en las montañas y una Biblia por valor de 19.000 dólares (17.237 euros). Perteneció al político y escritor abolicionista Frederick Douglass, prócer de la patria; ¿qué mejor regalo que ese para un juez negro del Supremo, beato y ultraconservador?
Harlan Cro...
Viajes en yates de lujo y aviones privados, nueve días a todo tren de isla en isla por Indonesia, escapadas a un rancho tejano, vacaciones en una mansión en las montañas y una Biblia por valor de 19.000 dólares (17.237 euros). Perteneció al político y escritor abolicionista Frederick Douglass, prócer de la patria; ¿qué mejor regalo que ese para un juez negro del Supremo, beato y ultraconservador?
Harlan Crow, magnate inmobiliario, donante del Partido Republicano y amigo de la familia, pagó esos agasajos al magistrado del alto tribunal Clarence Thomas y a su esposa Virginia Ginni Thomas. Son tantos y tan espléndidos que, tras ser desvelados en una investigación periodística de ProPublica, han puesto el foco sobre algo más que la catadura ética de un juez que nunca declaró esos regalos: han reabierto el debate sobre quién influye y quién controla a los miembros del Supremo, nueve hombres y mujeres intocables elegidos de por vida y cuyas decisiones moldean la sociedad a la que sirven.
Tras las primeras revelaciones, llegaron más esta semana. Crow también pagó la educación de un sobrino nieto del que el magistrado era tutor legal (6.000 dólares mensuales). Además, se supo que un activista conservador llamado Leonard Leo acordó eliminar el nombre de Ginni de unas comprometedoras facturas de 2010 y 2011 en pago de unos trabajos de asesoría hechos por ella, a la que otras investigaciones situaron hace unos meses en la órbita de los instigadores del ataque al Capitolio.
Clarence Thomas, que cobra 285.000 dólares al año (algo más de 254.000 euros), se ha defendido diciendo que eso es lo que los “amigos íntimos” hacen por uno y que no estaba obligado a comunicar los obsequios, dado que Crow no tenía asuntos de los que se fuera a ocupar el Supremo.
Más allá de que luego se supiera que los caminos judiciales de Thomas y Crow sí se habían cruzado brevemente en 2005 por una disputa sobre derechos de autor que implicó a una de las empresas del magnate, los hechos han aireado la incómoda intimidad de un juez con un ciudadano “políticamente conectado”, según la descripción de Alicia Bannon, experta del Brennan Center for Justice de la Universidad de Nueva York.
“Thomas no cumplió con la obligación de transparencia. Y los jueces del Supremo, además de ser honestos, tienen que aparentarlo. La envergadura de los regalos es ciertamente preocupante, sobre todo porque la amistad entre ambos surgió cuando él ya era magistrado. Si no podemos confiar en nuestros magistrados, empeora la calidad de la democracia”, explica Bannon, que recuerda que las encuestas demuestran que “la confianza en la institución está en mínimos históricos”. Solo 4 de cada 10 estadounidenses aprueban, según Gallup, el desempeño de un órgano hasta hace no tanto situado más allá de la duda.
El Comité Judicial del Senado convocó este martes una audiencia para tratar sus reglas éticas que acabó en otro agrio debate entre ambos partidos a falta de algo mejor a lo que agarrarse: el presidente del Supremo, John Roberts, declinó la invitación de comparecer citando su “preocupación” por la impresión negativa que habría dado su presencia para dar explicaciones. Se escudó en “la separación de poderes” y en “la importancia de preservar la independencia judicial”.
Los demócratas pidieron reforzar el control de la institución. Los republicanos, que consideran las acusaciones a Thomas como una campaña de desprestigio de la prensa de izquierda, lo achacan todo a la insatisfacción progresista con decisiones recientes de un tribunal con una mayoría conservadora nunca vista desde los años treinta. Son fallos que afectan al derecho al aborto, al control de armas o al cambio climático.
Además de otro frente en el Capitolio, el caso de Thomas ha abierto súbitamente la veda del escrutinio a sus compañeros. A la liberal Sonia Sotomayor se le reprocha que no se recusó en dos casos que afectaban a su editorial, Penguin Random House, de la que ha cobrado 3,2 millones a lo largo de los años. Al conservador Neil Gorsuch, de haber colocado una propiedad que llevaba años tratando de vender en Colorado pocos días después de ser elegido para el cargo. ¿El comprador? El consejero delegado de Greenberg Traurig, uno de los mayores bufetes de abogados del país y frecuente litigante ante el Supremo.
Los escándalos también han servido para recordar que no hay casi nada nuevo bajo el sol en Washington. “La indulgencia de Thomas es solo el último y más notorio ejemplo de una debilidad demostrada por casi todos sus miembros durante décadas, tanto los designados por presidentes republicanos como por demócratas: la voluntad de aceptar regalos de individuos y grupos con interés en arrimarse a nueve de las personas más poderosas de Estados Unidos”, sentenció The New York Times en un editorial que aportaba pruebas que invitaban a distinguir entre lo ilegal y lo moralmente reprobable: si el conservador Antonin Scalia aceptó en el pasado 258 viajes subvencionados, a menudo para irse de caza, el liberal Stephen Breyer, recién jubilado, hizo lo propio en al menos 225 ocasiones.
“Todo esto sucede porque, a diferencia del resto de la clase judicial y política, hay muy pocas reglas de conducta para el Supremo”, afirma en un correo electrónico Paul Collins, profesor de Derecho de la Universidad de Massachusetts y autor de tres libros sobre la progresiva politización del alto tribunal. “Carecen de código ético. Dicen que consultan a una serie de expertos cuando tienen que tomar una decisión problemática, pero ese consejo que reciben no es vinculante”. En su defensa, Thomas arguyó que había buscado la “orientación” de “colegas y miembros de la judicatura” y que le dijeron que “no eran denunciables los obsequios de amigos personales cercanos sin asuntos pendientes ante el tribunal”.
La responsabilidad del juez Roberts
En mitad de la tormenta, las miradas se han vuelto hacia Roberts. “Claramente, ha perdido el control del Supremo”, opina Collins. “Si como presidente fuera un verdadero líder, estaría dispuesto a hablar en público con el Congreso sobre estos problemas para encontrar una solución”, añade. Bannon, por su parte, considera que Roberts “está haciendo lo que suele”: “Pedir que nos fiemos de ellos, que son capaces de arreglar sus problemas solos. Pero parece claro que no se han ganado esa confianza”.
A la imagen de una casa en orden que quiere proyectar el presidente no ayuda que el mayor enigma de la historia reciente del tribunal siga sin resolver: aún no han dado con el culpable de la histórica filtración del borrador de la sentencia que acabó el pasado junio con la protección federal del derecho al aborto. Samuel Alito, redactor de aquel fallo, concedió recientemente una entrevista al director de opinión de The Wall Street Journal, James Taranto, en la que afirmaba que “tenía una idea bastante aproximada” de quién lo hizo. Taranto ha aportado durante estas semanas su punto de vista discordante con una serie de artículos, incluida una entrevista con el donante Crow, que denuncian un “ataque inventado de la izquierda a la ética del Supremo para empañar su reputación”.
Collins y Bannon coinciden en el deseo de que los últimos escándalos sirvan para plantear una reforma profunda del tribunal. “Habría que crear un código de ética y reglas de divulgación financiera más específicas, algo que Roberts podría hacer mañana mismo si tuviera la voluntad”, dice Bannon. “También urge bajarlos de su pedestal y dejar de tratarlos como celebridades para pasar a considerarlos funcionarios públicos sujetos a las mismas exigencias que los demás”, añade Collins, que propone como solución a largo plazo “instituir un límite de 18 años para los mandatos de los jueces”, a los que ahora solo cabe destituir mediante impeachment (un juicio político como los dos a los que se enfrentó Donald Trump cuando era presidente). No será fácil: para algo así haría falta una mayoría de votos en la Cámara de Representantes, y, en virtud del filibusterismo, que 67 de los 100 senadores se pusieran de acuerdo por una vez. Hoy por hoy, toda una quimera.
Los defensores de esa limitación consideran que aliviaría el proceso de nombramiento y confirmación en el Senado. Hay tanto en juego en la posibilidad de introducir de por vida a un juez de una corriente ideológica afín que “desde finales de los años ochenta, esos trámites, que solían ser normales, honestos y abiertos, se han convertido en verdaderas batallas campales”, aclara Joshua Prager, autor de The Family Roe, libro sobre el caso Roe contra Wade, tal vez el más famoso de la historia del Supremo, que sentó en 1973 el precedente sobre el aborto tumbado el año pasado.
La elección de Thomas, durante la que Anita Hill, una antigua colaboradora, lo acusó de acoso sexual ante un comité hostil, fue en 1991 un antes y un después en esa escalada. En 2005, le llegó el turno a Roberts, autor entonces de una frase para la historia: “Los jueces no son políticos que pueden prometer hacer ciertas cosas a cambio de votos”. Es una de esas frases-bumerán; pocas cosas son capaces hoy de poner tan de acuerdo a las dos Américas como la certeza de que la política hace tiempo que se coló en el edificio del Supremo en Washington.
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