Viaje a la tormenta interior de los migrantes que llegan a Europa
Un centro sanitario de Roma es pionero desde 2008 en tratar la salud mental de quienes arriban al continente tras sufrir torturas, violaciones y calvarios que les impiden integrarse en la sociedad
Las pesadillas suelen construirse en el cerebro a través de anécdotas mal acomodadas en el recuerdo. La de Rajib Bayati, bangladesí de 27 años, tiene la forma de un rickshaw eléctrico, esa especie de motocarro a pedales que sirve de taxi en las calles de la India o Bangladés, donde vivía en 2018. Rajib decidió comprarse uno y pidió al propietario pagarlo a plazos. La secuencia que viene luego es tan rápida como absurda. Le robaron el artefacto, no pudo devolver aquella suma, el dueño amenazó con matarle y él decidió poner tierra de por medio. Dubái, Egipto y luego Libia. Y ahí, en el no...
Las pesadillas suelen construirse en el cerebro a través de anécdotas mal acomodadas en el recuerdo. La de Rajib Bayati, bangladesí de 27 años, tiene la forma de un rickshaw eléctrico, esa especie de motocarro a pedales que sirve de taxi en las calles de la India o Bangladés, donde vivía en 2018. Rajib decidió comprarse uno y pidió al propietario pagarlo a plazos. La secuencia que viene luego es tan rápida como absurda. Le robaron el artefacto, no pudo devolver aquella suma, el dueño amenazó con matarle y él decidió poner tierra de por medio. Dubái, Egipto y luego Libia. Y ahí, en el norte de África, debía encontrar un trabajo, pasar una temporada y ganar lo suficiente para costearse un viaje a Europa. Pero en lugar de eso, un hombre lo secuestró por la calle, lo encerró en un cuarto sin ventanas ni luz eléctrica y lo torturó durante un año para obtener el número de teléfono de su familia y pedirles un rescate. Así funciona casi siempre. Rajib aguantó. Comía y bebía tres veces por semana. Hacía sus necesidades en el mismo cuarto donde vivía y soportó brutales palizas y torturas. Pero calló. Y un día, sin previo aviso, lo vendaron, lo subieron a un coche y lo abandonaron en una calle de Trípoli prácticamente inválido.
El largo viaje de un migrante hasta Europa, en la mayoría de casos, solo acaba de empezar cuando llegan a su destino. Las torturas, las violaciones, las palizas, la mutilación genital (el 30% de las mujeres que llega al centro), las pérdidas de seres queridos… Son el embrión de una tormenta mental que se reproduce como un juego de espejos cuando se alcanza el punto señalado en el mapa. Justo ahí comienza un tormentoso viaje hecho de traumas, paranoia y una variada gama de trastornos psiquiátricos que casi nunca encuentran respuesta. Un lugar en Roma, muy cerca de la estación de Termini, caótico epicentro de las desventuras de los migrantes recién llegados a la capital de Italia, se ocupa en silencio de ese asunto crucial desde 2008. Y las historias que escuchan los psiquiatras y psicólogos de Samifo, por Salute Migranti Forzati (Salud de los Migrantes Forzados), fundado hace 15 años por Giancarlo Santone, permiten reconstruir la historia reciente de la migración a Europa.
El relato de Rajib, reducido tras aquel viaje a un amasijo de huesos tembloroso y con insoportables dolores de por vida, siguió después de Trípoli. Un compatriota le recogió por la calle al verlo hecho trizas. Le llevó a casa y le tuvo trabajando en labores domésticas hasta que reunió el dinero para pagar a un traficante que le subió a un barco de madera con 83 personas más. Otras 25 horas de viaje. Luego Sicilia y Roma. Y un viaje mental que todavía le mantiene en vela cuando cierra los ojos por las noches. Ahí comienzan los temblores y los flashbacks, que le transportan a aquella habitación oscura donde le torturaron hace tres años. “A veces todavía no sé dónde estoy. Pierdo el hilo de los pensamientos. Y pienso a menudo en suicidarme”, explica sentado en una silla del centro Samifo con las manos temblorosas. Giancarlo Santone, director del centro y terapeuta que lo atendió, muestra el parte de lesiones que se redactó en su momento. Un inventario salvaje de torturas y brutalidad incompatible con una vida sin tratamiento psiquiátrico. Hoy está mejor. Pero no lo suficiente. “Nunca habría venido si hubiera sabido lo que me esperaba”.
Samifo, que solo en 2021 atendió a 2.124 personas, es el único espacio público de estas características en Italia. Nace de una colaboración entre la sanidad pública y el centro Astalli de asistencia a migrantes de los jesuitas y tiene unos 50 empleados: médicos de atención primaria, servicio de ginecología, medicina legal, psiquiatras y unos 30 mediadores que hablan casi todas las lenguas de los países de procedencia de los migrantes. Santone ideó este proyecto cuando Italia apenas recibía a unos 10.000 migrantes al año (en 2016, las llegadas por mar alcanzaron un pico de 186.000 personas, según el Ministerio del Interior). Un periodo en el que la migración todavía no era el caballo de batalla electoral de la derecha y podían plantearse iniciativas de este tipo con dinero público.
El fenómeno era entonces un reflejo político de lo que sucedía en cada país. De las revoluciones desencadenas a partir de la de Túnez, en 2011, o la matanza en el estadio de Guinea-Conakry, en 2009; o la guerra civil en Costa de Marfil, en 2010 y 2011. Incluso de las persecuciones del dictador Faure Gnassingbé en Togo. “Nos adelantamos bastante a lo que sucedería. Cuando nació Samifo los números eran bajos, pero teníamos una visión de algo que pasaría. Hubo un momento muy difícil en 2010 en el Gobierno de Silvio Berlusconi y Umberto Bossi que querían obligar a los médicos a que cuando atendiésemos a alguien sin papeles que llamásemos a la policía. Hicimos protestas de todo tipo”, recuerda.
La migración que pasa por Italia, una de principales puertas a Europa de quienes huyen de países africanos y asiáticos, se ha transformado radicalmente en las dos últimas décadas. Libia era entonces un Estado estable. “Era como la Suiza africana. Muchos migrantes iban a ahí a trabajar sin la idea de usar el lugar como puente a Europa”, recuerda Santone. La mayoría de llegadas se producían entonces en avión con acompañantes de algunas organizaciones sindicales o católicas locales que trataban de ayudar a los migrantes con pasaportes falsos, recuerda Santone. “Les acompañaban hasta la estación de Termini. Les decían que iban a buscarles algo de comida y desaparecían. Ya no podían hacer nada más por ellos”. Pero a medida que los viajes se fueron complicando y fue más difícil llegar en avión (desde 2013 han muerto al menos 26.000 personas en el Mediterráneo), también se volvieron más duros los traumas.
El caso de Jane, por ejemplo, una ugandesa de 36 años, es el de una vida arrancada de cuajo por amor. Su marido —y padre de su hija— la sorprendió un día en la cama con su amante. Le dio una paliza brutal y ella se refugió en la policía. El problema es que la homosexualidad es un delito en Uganda. De hecho, esta semana el Parlamento ha aprobado por unanimidad que se apliquen penas de cárcel incluso para quien se declare gay y obliga a los familiares que tengan conocimiento de casos en su entorno a denunciarlo. Jane tuvo que hacer las maletas y coger un avión con escala en Etiopía y Roma para llegar a España. Pero hubo un problema, y se quedó en Italia. “Una amiga me ayudó con todo. Si hubiera seguido en mi país me hubieran asesinado. Ya no podré volver nunca más”. Su hija continúa en Uganda.
Los traumas que marcan a los migrantes, como explica el psiquiatra experto en la materia Emilio Vercillo, no siempre proceden de momentos concretos de violencia. “Muchos han desarrollado un trastorno postraumático solo por el propio viaje en el mar. Para un africano el mar puede ser el lugar del infierno en su mitología. El lugar donde viven los demonios. Y el solo hecho de haber tenido un mar movido les traumatiza. Aunque no les haya pasado nada. Pueden desarrollar síntomas que les complican la integración. Pueden sufrir dificultad de aprendizaje del idioma o de narrar lo sucedido a la comisión que tiene que dar el permiso de asilo. La memoria falla, tienes flashbacks y pesadillas diurnas y nocturnas. Te aíslas, tienes miedo de todos, no te sientes seguro y tienes alteraciones de la conducta. Y eso puede cronificarse y retrasar cualquier proceso”.
Vercillo, que pasó horas con los migrantes, llegaba a casa y dibujaba a carboncillo los rostros clavados en la memoria. Son retratos de momentos y miradas que reflejan un instante, como el que les cambió la vida. El de Maryam Barak, afgana de 26 años, por ejemplo, fue el de una decisión tomada en pocos segundos cuando los talibanes recuperaron el control de Afganistán. “Pensábamos que no volverían de la misma manera. Que tendrían otro aspecto, otra estrategia. Que no sería como la otra vez”, recuerda mientras se coloca bien el pañuelo. Pero el 15 de agosto de 2021 entendieron que no había salida y comenzaron a planificar la huida. Después de varios intentos, por casualidad, sin maletas y con su hermana embarazada de nueves meses, se marcharon. “Bajamos del coche a comprar una bebida. Mi padre y mi cuñado se quedaron en el coche. Por casualidad encontramos a un soldado británico y un acceso al aeropuerto que no estaba cerrado. Decidimos marcharnos. Les dejamos en Afganistán”.
Maryam y su hermana lograron escapar. Pero llegaron traumatizadas por haber dejado a la familia en Kabul. Santone muestra un vídeo del primer día que se presentó en el Samifo. En la imagen, la Maryam de hace dos años explica su historia hasta que se rompe y se pone a llorar cuando menciona a su padre. Ahora coge el teléfono y sonríe. Hoy vive en Roma con su padre y su cuñado. Y los traumas han pasado a ser solo recuerdos acomodados. No es lo habitual.
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