Mujeres enjauladas en Kabul por la dictadura talibán
Así es la vida de cinco mujeres que han tenido que abandonar sus trabajos bajo el rigor del régimen fundamentalista impuesto hace un año por la guerrilla radical en Afganistán
Acabar con los derechos que la mujer había adquirido en Afganistán en los últimos 20 años es uno de los principales objetivos de la dictadura talibán. Bajo los preceptos de la interpretación más estricta del islam y apoyados sobre pilares tribales ancestrales, los fundamentalistas justifican la imposición de ropajes que las ocultan por completo, la prohibición de que viajen solas, así como las trabas a la educación (prohibida a las niñas de secundaria), el empleo o el depo...
Acabar con los derechos que la mujer había adquirido en Afganistán en los últimos 20 años es uno de los principales objetivos de la dictadura talibán. Bajo los preceptos de la interpretación más estricta del islam y apoyados sobre pilares tribales ancestrales, los fundamentalistas justifican la imposición de ropajes que las ocultan por completo, la prohibición de que viajen solas, así como las trabas a la educación (prohibida a las niñas de secundaria), el empleo o el deporte. En definitiva, quieren relegar a casi la mitad de una población de 40 millones de personas a una especie de mazmorra social permanente. EL PAÍS ha entrevistado a cinco mujeres, cuyo trabajo anterior está ahora enterrado en el baúl de los recuerdos para conocer cómo viven bajo el yugo del Emirato Islámico: una modelo, una activista, una policía, una periodista y una futbolista. Frente a esos testimonios, está la visión que ofrece el portavoz del Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio. Se trata de una especie de policía de la moral que, además de aplastar los derechos de las mujeres, controla el largo de las barbas de los hombres y les conmina a ir a rezar a la mezquita. El Ministerio de la Mujer “se creó de la mano de los occidentales para imponer su cultura”, opina Akif Muhajer. Una postura conocida, por lo que lo ocurrido en estos 12 meses ha pillado por sorpresa a muy pocos. Aún así, quedan intentos de resistencia al yugo talibán: varias decenas de mujeres intentaron manifestarse este sábado en Kabul para exigir “pan, trabajo y libertad”. Fueron dispersadas con ráfagas de tiros disparados al aire por los talibanes.
Sonita Zewari, activista por los derechos de la mujer
Sonita Zewari, licenciada en Administración de Empresas de 30 años y activista feminista, llega a la entrevista tras acudir al gimnasio. Reconoce que esta rutina, gracias a que hay horarios de hombres y de mujeres, es una de las escasas ventanas al esparcimiento que le quedan. Sorprende cómo, en medio de un relato plagado de calamidades y desesperanza, es capaz de trufar de vez en cuando algún gancho que desata su sonrisa y la del reportero. “Espero a casarme en España”, señala tras relatar que su vida se circunscribe a tirar de ahorros en una casa alquilada junto a su madre y sus tres hermanos de 22, 24 y 27 años. Apenas un puñado de allegados saben dónde vive, pues su papel como defensora de los derechos de las mujeres la colocó en la diana por salir a la calle a manifestarse.
Los barbudos se presentaron en su vivienda tras una publicación en su perfil de la red social Facebook que no les gustó. Entonces, como miles de afganos perseguidos, decidió cambiar de domicilio. Cree, en todo caso, que lo mejor sería escapar del país y no deja de llamar a la puerta de distintas organizaciones para que le faciliten la salida de Afganistán. Si puede, dice, con toda la familia; si no, ella sola: “[No veo] Ninguna esperanza en el futuro”. Relata como algo irrecuperable en la actualidad algunos de sus puestos de trabajo de años precedentes, que fue compaginando con la universidad. Trabajó, entre otros, en la compañía aérea local Kamair, en las ONG Comité Noruego para los Refugiados y Shelter For Life, en las oficinas estatales del DNI electrónico o en un proyecto educativo de BBC Radio. Para Sonita Zewari, la llegada de los talibanes a Kabul el 15 de agosto del año pasado supuso “el día del juicio final”.
Tamana, futbolista de la selección afgana
“Los talibanes saben casi todo de mí”, comenta preocupada Tamana, con una tormentosa historia detrás que incluye un sonado caso de abusos sexuales. La cita con esta futbolista de 30 años, que hasta 2019 jugó a lo largo de una docena de años en la selección afgana de fútbol, cambia varias veces de escenario. Finalmente tiene lugar a la luz de una linterna en un sótano de una casa de la capital. Tras dudar si publicar su verdadero nombre, decide ocultarlo con uno falso pese a que eso pueda suponer un obstáculo ante una posible salida del país. Asiste cubierta de negro riguroso de cabeza a pies y acompañada de su marido y la hija de ambos de ocho meses. “Voy así para obedecer la norma talibán, pero no es confortable, no estoy acostumbrada y me da calor”, afirma mientras abre una carpeta con numerosa documentación de sus años como deportista. Diplomas, fotos, acreditaciones… Lo esparce todo sobre el suelo alfombrado como argumento para demostrar que tuvo una vida anterior en numerosos países y que el fútbol, a diferencia de otras compañeras suyas, no ha sido su pasaporte para esquivar el rigor del Emirato Islámico. “Este país se ha convertido en una prisión”, afirma al tiempo que recuerda sus tiempos de entrenadora física a media jornada en la sede del Parlamento, una institución ahora en el olvido.
“Yo fui una chica muy activa, libre como un pájaro, pero ahora no puedo volar como lo hacía antes siendo deportista”, lamenta mientras explica que, pese a las trabas que encontraba en casa, sus tres hermanas menores también se han dedicado al deporte. Una portera y entrenadora, otra árbitro y la última jugadora. Ser mujer futbolista en una sociedad como la afgana nunca ha sido sencillo. Sin embargo, a las reticencias a las que tuvo que hacer frente Tamana en años anteriores ―con ataques a su padre en su propio vecindario―, se unen ahora agresiones físicas contra su marido y su suegro. “Hay familiares de ambas familias que pasan información nuestra a los talibanes”, asegura mientras muestra una foto sacada a través de una ventana de los barbudos entrando en su vivienda. El escándalo que rodeó a la Federación de Fútbol en años anteriores tampoco ayudaba a que su carrera avanzara. Le pilló en medio el vendaval de la condena al presidente, Keramuudin Karim, por abusos sexuales a inhabilitación de por vida. Lo recuerda entre lágrimas, pues ella fue una de las víctimas.
“A veces me despierto creyendo que este Afganistán es un sueño, pero compruebo que no tenemos ni para comprarle leche a la niña”, afirma. Sigue conversando y, en un gesto más que inusual, comienza a amamantar a su hija. “Estoy muy feliz de tenerla como mujer”. dice su marido, callado hasta este momento y pendiente de la pequeña. Por su parte, Tamana, como gesto de rebeldía, decide posar para la foto con una de sus camisetas de fútbol.
Una policía
Las turbias amenazas lanzadas a través de las redes sociales amedrentaron a una agente de policía de una oficina de expedición de pasaportes después de que los talibanes tomaran Kabul el año pasado. Unas 5.000 mujeres de todo Afganistán formaban entonces parte del cuerpo en distintos puestos que, pese a las dificultades con las que chocaban, no excluían las patrullas en la calle. Hoy no hay más que hombres. El uniforme de esta mujer de 27 años, que prefiere no publicar su nombre, se quedó en la taquilla. Bromea pensando en que lo mismo se lo acabó poniendo un talibán. La vida no le ha cambiado apenas desde que fuese entrevistada por EL PAÍS hace un año, en el barrio de Dasht-e-Barchi, dominado mayoritariamente por la etnia hazara de confesión chií, a la que ella pertenece.
Ahora, luce tripa de casi nueve meses de embarazo y acude acompañada de su marido, Nasrullah, un anestesista que accede a que el encuentro se celebre en uno de los despachos del hospital en el que trabaja. Ninguno de los dos expresa abiertamente su deseo de huir de Afganistán, pero reconocen que ha sido esencial el cambio de domicilio para lograr algo de tranquilidad. Ella, sin embargo, echa de menos su presencia en el mundo laboral. “Lo que quiero es poder trabajar, sea casada o no, sea madre o no…”, comenta. “El problema no es volver a ser policía [algo que da por perdido], sino si, por ejemplo, puedo ocupar algún puesto en el que pueda servir a los demás, como una ONG de derechos humanos”, anhela. Cuando era policía alternaba su trabajo con la facultad de Derecho y Políticas de la Universidad Kateb, un centro privado de la capital. Ha intentado retomar esos estudios, pero no puede debidos a problemas económicos. Además, la segregación entre hombres y mujeres impuesta por los fundamentalistas complica mucho los horarios en las facultades para las mujeres. “Yo le digo que le pago los estudios, pero ella insiste en que quiere ser independiente económicamente”, señala Nasrullah. “Me gustaría que tuviera la oportunidad de ser de nuevo policía, si eso es lo que desea”, añade el marido.
Freshta Haidari, modelo
A los 16 años se casó; a los 17 tuvo a su hija y a los 18 se hizo modelo. Por entonces, el marido de Freshta Haidari, hoy de 21 años, se había ido a Turquía y las había “abandonado”, cuenta ella. Asegura que la amenaza de muerte y que pretende quitarle a la pequeña. “Tuve que trabajar para sacar adelante a la niña porque no tengo hermanos y mi padre, que se casó con una segunda mujer, no se hizo cargo de mí. Tampoco la familia de mi marido”, enumera como la que va eliminando posibilidades de supervivencia habituales en un país en el que los pilares familiares son esenciales. Ahora, Dina, como se presentaba en sus perfiles sociales, vive con su hija y su madre y no tiene ni empleo ni ingresos. La joven compaginaba la actividad de la pasarela con su trabajo en algunos medios de comunicación y como community manager. Una carrera que se vio obligada a frenar en seco cuando el Emirato ensombreció el mundo de la moda, las fiestas, los desfiles y los eventos en los que ella participaba.
Su rostro, de mirada rotunda, va muy maquillado. Luce pestañas interminables, cejas tupidamente pintadas y en la oreja derecha, cinco aros que asoman por debajo del pañuelo con el que se medio cubre la cabeza. Lleva, además, las uñas larguísimas; salvo la del dedo índice derecho, el único con el que puede utilizar la pantalla de su teléfono. Gracias a él muestra vídeos en los que aparece rodeada de gente mientras pasa ropa al ritmo de la música, o junto a la conocida cantante Aryana Sayeed, que logró escapar de Kabul justo tras la llegada de los talibanes. Haidari enseña también una grabación durante una sesión de fotos en un estudio en la que realiza diferentes poses. Unas imágnes en las antípodas del Afganistán ultraconservador de hoy.
“Nuestro futuro está destruido porque todo lo que hacíamos antes va contra los preceptos de los talibanes. ¿Cómo vamos a poder seguir viviendo aquí?”, se pregunta. Sus más de 20.000 seguidores de la red social Instagram y más de 32.000 en TikTok no han vuelto a saber de ella. Cerró las cuentas. “Me apasiona estar delante de las cámaras” y “me divierte trabajar con fotógrafos”, puede leerse en su perfil de la agencia Modelstan. En 2020, el año antes de la caída de Kabul en manos de la guerrilla de los talibanes, Freshta ocupó el segundo lugar en el certamen de belleza de su país (Mr. y Ms. Afganistán). Su figura, de 1,74 metros de estatura, atrae miradas por las calles del centro de Kabul pese a ir cubierta de la cabeza a los pies. Su desparpajo, aun yendo oculta tras la mascarilla y las gafas de sol, convierte las aceras en una improvisada pasarela más acostumbrada ahora al puritanismo de los turbantes y las espesas barbas.
Robina, periodista
Mujer y periodista, Robina Amini, de 26 años, parece la diana perfecta. No se arrepiente, pero tiene fresca en la memoria las veces que acudió como reportera a cubrir en los últimos años los atentados que llevaban a cabo los talibanes en distintos barrios de la capital de Afganistán. Los mismos, dice, que “ahora no dejan trabajar a las mujeres”, afirma posando sus manos sobre su avanzadísimo embarazo. Amini trabajó en Rasa TV y en las agencias Peshgo y Bokhdi durante los seis años que ejerció el oficio. Su marido, Jamshid Ahmad Ahmadi, también de 26 años, muestra las fotos tras el ataque del que fue víctima en la calle a manos de desconocidos, que le abrieron una brecha en la cabeza.
Ambos apenas ven esperanzas para la profesión en el país pese a que él, en un intento de revolverse frente a la realidad, se ha embarcado en un nuevo proyecto de agencia de noticias llamada Harir para la que busca financiación. No ocultan que cuando tengan mínima posibilidad, se irán al extranjero. Donde sea. Al país que les conceda un visado. El periodismo, y especialmente las profesionales, es uno de los sectores que más está sufriendo los efectos de la apisonadora dictatorial del Emirato Islámico. En el último año, casi el 60% de los periodistas han perdido su trabajo y casi el 40% de los medios han cerrado, según Reporteros Sin Fronteras (RSF). Ellas no pueden salir en pantalla sin llevar el rostro cubierto. Más allá del acoso a las mujeres, el Comité para la Protección de los Periodistas (CPJ) ha denunciado arrestos, censura, agresiones y huidas del país para ponerse a salvo. Entre agosto del año pasado y febrero de 2022, el 85% de las mujeres que trabajaban en los medios perdieron su empleo, a la vez que cerraron hasta 300 medios afganos, según cifras facilitadas por Samiullah Mahdi, periodista afgano y consultor del International Center for Journalists (ICFJ).
Akif Muhajer, portavoz del Ministerio para la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio
¿Tendría usted una hija futbolista? El “no” rotundo cae de inmediato. “En nuestra cultura, el islam, no podemos”, afirma directo, sin rodeos, Akif Muhajer. El portavoz del Ministerio de la Promoción de la Virtud y la Prevención del Vicio, una especie de policía de la moral, no asume la prohibición que impide hoy a las mujeres practicar deporte en Afganistán. Algo similar ocurre con la opción de trabajar de modelo. “Nuestro Gobierno no tiene problemas, pero es la sociedad la que no lo acepta”, sostiene. El reino de la felicidad llegó al país con la implantación del Emirato Islámico hace un año si atendemos a su testimonio. “Pregunte a la gente si Afganistán no es ahora un país más seguro y en el que la vida se disfruta más”, señala optimista Muhajer, sacando a relucir el mantra sobre el que los talibanes sostienen su Gobierno.
Basta con salir a la primera calle para darse cuenta de que la realidad está muy lejos. El objetivo de este ministerio, que ha venido a sustituir al de la Mujer, es que la sociedad viva de acuerdo a los preceptos más radicales del islam. Esta cartera ya existió en el anterior mandato talibán entre 1996 y 2001. En las dos décadas siguientes, Afganistán fue una “prisión” controlada por tropas extranjeras donde primaba el alcohol, las drogas, la corrupción, las fiestas desmedidas y hasta se molestaba a las mujeres por la calle, asegura el portavoz, de 33 años. “Ahora todo eso se ha acabado” y “las chicas están protegidas”, según su punto de vista.
En efecto, ya no pueden moverse solas si viajan más allá de una distancia de 78 kilómetros desde su casa. En ese caso han de ir “protegidas” por la figura del mahram, su marido, padre, hermano… Es entonces cuando da a entender que ellas solas no son capaces ni tienen autonomía para solventar sus problemas. “Todas sus necesidades en la vida están cubiertas por su padre o su hermano hasta que se casan y, entonces, se ocupa su marido”, detalla. Eso no impide, recalca, que ellas puedan trabajar. Pero en la sede de su ministerio ―y a diferencia de otros― reconoce que no hay ni una trabajadora. Muhajer dice que el ministerio de la Mujer “se creó de la mano de los occidentales para imponer su cultura”: “Para alejar a la mujer del camino del islam”. Mujaher habla de la “guerra” librada para expulsar a esos invasores, la alianza encabezada por Estados Unidos; sin embargo, evita mencionar los cientos de atentados terroristas cometidos por los talibanes en los que murieron miles de afganos.
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