Diario Militar, el archivo secreto del horror contra la disidencia política en Guatemala
Conocido como el dosier de la muerte, es un registro castrense de perseguidos, desaparecidos y asesinados por el Estado entre 1983 y 1985. Un juez decide si van a juicio 14 militares acusados de crímenes contra la humanidad
El testigo principal no quiere dar su nombre: tiene miedo de que lo maten antes de que pueda declarar en el juicio. “Yo no quiero morirme antes de estar cara a cara con esos tipos. Son los responsables de que ellos no estén aquí”, dice mientras señala una veintena de fotografías que cuelgan de las paredes en la sede de Familiares de Detenidos-Desaparecidos de Guatemala (Famdegua), en la capital del país. Son retratos en blanco y negro de jóvenes sindicalistas, militantes de la izquierda revolucionaria, guerrilleros desaparecidos y...
El testigo principal no quiere dar su nombre: tiene miedo de que lo maten antes de que pueda declarar en el juicio. “Yo no quiero morirme antes de estar cara a cara con esos tipos. Son los responsables de que ellos no estén aquí”, dice mientras señala una veintena de fotografías que cuelgan de las paredes en la sede de Familiares de Detenidos-Desaparecidos de Guatemala (Famdegua), en la capital del país. Son retratos en blanco y negro de jóvenes sindicalistas, militantes de la izquierda revolucionaria, guerrilleros desaparecidos y asesinados por el Estado guatemalteco en la década de 1980. El testigo, como las familias de las víctimas, ha tenido que esperar casi 40 años para ver a los torturadores y verdugos denunciados por sus crímenes. Ahora, un juez decide si hay evidencias que sustenten un juicio contra 14 militares acusados de crímenes contra la humanidad, desaparición forzada, asesinato y tentativa de asesinato.
Él es de los pocos supervivientes que pueden hablar del Diario Militar, un archivo secreto en el que soldados, policías y escuadrones de la muerte al servicio del régimen del general Óscar Humberto Mejía Víctores (1983-1986) dejaron registro de torturas y asesinatos contra 183 disidentes políticos. El documento, también conocido como dosier de la muerte, fue filtrado en 1999 por los Archivos de Seguridad Nacional de Estados Unidos.
Su publicación cambió la vida de las pocas víctimas que se salvaron. También de los descendientes de aquellos que nunca salieron de las cárceles clandestinas. Paulo René Estrada Velásquez creció sin padre sin entender muy bien por qué. Su progenitor, Otto René Estrada Illescas, y su tío, Julio Alberto Estrada Illescas, son el número 133 y 156 del dosier. “Cuando desaparecieron a mi papá yo tenía un año y 20 días. El caso me permitió reconstruirlo, contactar con sus amigos, sus compañeros…”, cuenta. En 2004, Estrada Velásquez junto a otras 23 familias de víctimas interpuso una denuncia en la Comisión Interamericana de Derechos Humanos. El proceso duró ocho años y en 2012 la sentencia estableció que el Estado de Guatemala era responsable de al menos 26 desapariciones forzadas, una ejecución extrajudicial y una tortura a una menor de edad, Wendy Méndez, hija de Luz Haydee Méndez, asesinada en 1984.
Con esa victoria judicial, Estrada Velásquez, Méndez y Aura Elena Farfán prepararon un caso para llevar ante los tribunales guatemaltecos. Lo consiguieron en mayo de 2021. Los denunciantes son cinco familiares de víctimas, dos organizaciones de derechos humanos (Famdegua y Gam) y la Procuraduría de DDHH. Su objetivo, según Francisco Vivar, uno de los abogados del Centro para la Acción Legal en Derechos Humanos (CALDH) que llevan el caso, es “acreditar que las fuerzas de seguridad del Estado respondían a un plan común, a una política de desaparición de personas catalogadas como enemigos internos: sindicalistas, estudiantes, pensadores...”. La batalla judicial, sin embargo, no será fácil: hay una fuerte persecución política contra los jueces más críticos con los crímenes de Estado y la corrupción en Guatemala, lo que ha obligado a muchos magistrados a exiliarse.
El Diario Militar señala qué día fueron arrestados los perseguidos, a qué organizaciones pertenecían, y, a través de eufemismos, si fueron asesinados. El número 300 es la forma más habitual de indicar que alguien está muerto, pero hay otras anotaciones más macabras: “Se lo llevó Pancho”; “Se fue (+)”; o “120v”, que indica que alguien fue torturado con descargas eléctricas más fuertes de las que su cuerpo pudo soportar. Entre 1960 y 1996, los años de la guerra civil guatemalteca, más de 200.000 personas, especialmente indígenas, fueron asesinadas y 45.000 desaparecidas, de acuerdo con el Informe de Esclarecimiento Histórico, que demostró que un 93% de los crímenes de guerra fueron cometidos por el Ejército.
“En la cárcel clandestina había niños”
Historias como las del testigo principal son la base del caso. Él milita desde su juventud en el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT), una organización socialista que fue fuertemente reprimida. Fue secuestrado en 1984, mientras paseaba con su pareja y un hijo de apenas meses. Le amarraron con hilo de pescar tan fuerte que sentía que los dedos le iban a reventar; esposas en los pies, el cañón de una pistola en el cuello, capucha en la cabeza. Y después, el interrogatorio: “Te vamos a hacer unas preguntas, hijo de tu puta madre. Te cazamos una mentira y te sacamos los sesos”. De ahí, le mandaron a una cárcel clandestina. Una semana encerrado. Golpes en la cara; le hundían la cabeza en un barril de agua hasta que no podía más. Una radio vomitaba música a todo volumen, pero no conseguía camuflar los alaridos de las celdas contiguas. No dice lamentos, dice alaridos.
—Hay otra cosa más dura aún: en la cárcel clandestina en la que estuve había viejos, viejas… pero lo más perro es que había niños y niñas. Los interrogaban sobre sus padres.
Su testimonio, a pesar de todo, no es de los más fuertes. Recuerda a disidentes a los que desaparecieron lanzando sus restos en bolsas de plástico al cráter de un volcán. A viejos amigos que nunca abandonaron las mazmorras. Él, por lo menos, sigue vivo. Gracias a la familia de su entonces pareja, fue liberado a la semana, se exilió en Canadá y regresó al país después de los acuerdos de paz de 1996. La estrategia de represión no funcionó en su caso. Dice que aún es un luchador y que así se quiere morir.
“Ahora lo cuento sin quebrarme, sin la magnitud que sentía en ese momento. No me gusta ver cosas de Guantánamo y cárceles porque me golpea, estos malditos están acostumbrados a matar a hombres amarrados”, dice. Y cuando habla de los compañeros que ya no están, mira al suelo, aprieta los dientes con rabia, aguanta una lágrima, alisa las hojas de su viejo cuaderno. No vuelve a mirar a los ojos hasta que ha logrado contener el llanto.
Descargas eléctricas en la nuca y una huida imposible
Álvaro René Sosa Ramos es otro de los testigos principales del caso. Fue el secuestrado número 87 en el Diario Militar. Aparece con una foto de carnet algo borrosa y una descripción lacónica escrita a máquina: “Responsable de la Estructura Militar del Frente Urbano de las FAR [Fuerzas Armadas Rebeldes]. 11-03-84: Capturado en los campos del Roosevelt, Zona 11″. Alguien ha apuntado algo más, esta vez a mano. Apenas es visible, pero aún se lee: “13-03-84: Se escapó y entró a la Embajada de Bélgica. Salió para Canadá 21-03-84″. Entre esas dos anotaciones, hay un mundo de torturas, resistencia, sangre fría y una huida imposible.
Antes de ser el número 87; Sosa Ramos (Ciudad de Guatemala, 1950) fue un sindicalista con pelo lacio y mirada despierta. Hoy cuesta reconocer a aquel guerrillero con flequillo en el rostro del hombre de 72 años con bigote y gesto afable en el que se ha convertido. Pero su habla pausada y firme deja ver la seguridad de quien agarró las armas para combatir contra un Estado que mataba a quienes pensaban diferente. La cruda represión que sufrió el movimiento de los trabajadores en los 70 le motivó a dar el salto a la guerrilla en 1981. Vivió desde entonces en la clandestinidad. En 1984, la policía capturó a uno de sus compañeros, que no pudo soportar las torturas y le delató. Él cayó a los pocos días. 12 hombres lo redujeron y se lo llevaron en una furgoneta panel blanca —un vehículo tristemente famoso por ser habitual para esas prácticas—. Vendaron sus ojos, sus pies y sus manos. En la madrugada, el sonido de una corneta le confirmó lo que ya sabía: estaba en un cuartel.
Lo colgaron de los pies. “Es una tortura permanente, llega un momento en que no los sientes”, dice. Sus secuestradores turnaban latigazos con golpes de bastón contra su cabeza y sus testículos. Cuando empezó a costarle hablar, llegaron las descargas eléctricas en la nuca. “Es horrible, es horrible”, repite. “No se puede describir cómo se siente, lo único que te puedo decir es que es como si te quedas sin cabeza. No ves, no hueles, no escuchas. Como una trituradora”. Mientras estaba encerrado, vio a Silvio Maticardi Salán, otro de los secuestrados que aparecen en el Diario Militar, cuyo cadáver se encontró a los pocos días.
Le mantuvo cuerdo planear una escapada. Convenció a sus secuestradores de que iba a colaborar con la entrega de más miembros de su organización. Consiguió que le libraran de las esposas de los pies y que las manos se las amarraran por delante y no en la espalda. Dijo que había quedado con otro guerrillero. Se inventó sus rasgos. El lugar que eligió para la falsa cita fue un chalet en la zona 9 de Ciudad de Guatemala que recordaba de sus paseos, un lugar con vallas bajas y que podría proporcionarle protección: la Embajada de Bélgica.
Sus captores se dirigieron con él a la Embajada, pero allí, como era de esperar, no había nadie que coincidiera con la descripción que Sosa Ramos había proporcionado. Dos chicas jóvenes paseaban por la calle. Él gritó “ahí van” y el escuadrón de la muerte se avalanzó sobre ellas. En la distracción, consiguió salir por la puerta de atrás del coche y correr hacia el edificio. Saltó la cerca, pero se enganchó. Los soldados empezaron a disparar. Un tiro le impactó en la pantorrilla, otro en el omóplato izquierdo. El tercero, el más grave, le dio de lleno en el hígado. “Me dobló, fue el más delicado”. Avanzó como pudo entre los macetones del patio hasta llegar al interior del edificio, donde le asistieron dos guardias de seguridad. Les dijo que era un sindicalista, que le habían secuestrado, pero había logrado fugarse.
Sus secuestradores le reclamaban a gritos, pero huyeron cuando vieron al embajador belga. Los empleados de la Embajada querían llamar a una ambulancia, pero Sosa Ramos sabía de casos en que los soldados habían raptado ambulancias y se negó. Hasta que el diplomático no le consiguió inmunidad diplomática, no aceptó. Estuvo ocho días en un hospital hasta que consiguió el traslado a Canadá, donde residió tres meses. Después, le esperarían 14 años de exilio en México. Regresó a Guatemala dos años después de los Acuerdos de Paz, en 1998. En 2007 empezó a trabajar por llevar a la justicia el Diario Militar. Hasta ahora.
“Durante años no podía decir quién era”
La única familia que el Gobierno de Guatemala le dejó a Elisa Meza Paniagua (39 años) fue una abuela. Su padre, Gustavo Adolfo Meza, militante del PGT y ORPA, fue secuestrado, torturado y desaparecido en 1983. Es el número 3 del Diario Militar. Aún no lo han encontrado. La última persona de la familia que lo vio con vida fue su hermana, Mayra Janet. Los dos estaban detenidos. Ella fue violada por los soldados, pero después la liberaron. Le dijo a su madre: “Vi a Gustavo ahí dentro, pedí a Dios por él”. Un tiempo después, a ella también la asesinaron. Tiraron su cuerpo en una colonia de la zona 11 de Ciudad de Guatemala.
Elisa Meza y su madre, Ana Elizabeth Paniagua Morales, salieron al exilio en 1985, pero volvieron tres años después. Panigua Morales, miembro también del PGT, fue secuestrada mientras estaba embarazada. Su cadáver apareció unos días después: degollado, con las uñas arrancadas y los pezones mutilados. Meza tenía cinco años. Creció escondiendo su identidad. “Durante años no podía decir quién era, por ese miedo que lograron sembrar en mi familia. Cuando yo tenía doce años llegaron unas cartas a casa de mi abuela. Decían: ‘Yo sé que sabes quienes éramos, cuida de tus nietas”. Ahora es una de las querelladas, aunque el asesinato de su madre no se incluye en este caso. “Cuando el juez dice mi nombre en las audiencias, mira, para mí es muy importante. Que sepan que la hija de Gustavo y sobrina de Mayra está ahí sentada y les está señalando. Que no olvidamos”.
Los acusados
1. Marco Antonio González Taracena, general retirado y vicepresidente de la Asociación de Veteranos Militares de Guatemala.
2. Víctor Augusto Vásquez Echeverría, excomandante de Zona Militar de Quiché.
3. Gustavo Adolfo Oliva Blanco, coronel de artillería.
4. Juan Francisco Cifuentes Cano, coronel de policía.
5. Enrique Cifuentes de la Cruz, agente de inteligencia.
6. Edgar Corado Samayoa, agente de inteligencia.
7. Rone René Lara, agente de inteligencia.
8. José Daniel Monterroso Villagrán, agente de inteligencia.
9. Edgar Virginio de León Sigüenza, agente de inteligencia.
10. Jacobo Esdras Salán Sánchez, militar.
11. Eliseo Barrios Soto, especialista del ejército.
12. Mavilio Aurelio Castañeda Betancourth, especialista del ejército.
13. Malfred Orlando Pérez Lorenzo.
14. Alix Leonel Barillas Soto.
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