España gana al mercado persa
El Gobierno español salió pronto al encuentro de la urgencia de un Norte entregado a la servidumbre del gas ruso. Por reciprocidad y racionalidad, había que darle margen para aliviar un precio minorista exorbitante
España se ha salido al fin con la suya. No en razón de su fuerza, sino por la fuerza de su razón en este pulso. Y es que el mercado interior energético europeo es una entelequia. No existe. Existen solo dos de sus componentes. Un conjunto...
España se ha salido al fin con la suya. No en razón de su fuerza, sino por la fuerza de su razón en este pulso. Y es que el mercado interior energético europeo es una entelequia. No existe. Existen solo dos de sus componentes. Un conjunto de objetivos y una estrategia para alcanzarlos.
Los objetivos son dos. Descarbonizar la economía (cero emisiones de gases de efecto invernadero) para 2050. Y el hito intermedio del 55% en 2030. La estrategia es sustituir las fuentes de energía contaminantes por renovables. La detalla el Pacto Verde Europeo, y la financia en muy buena parte el Plan de Recuperación Next Generation (NGEU). Aunque costará más.
Puede añadirse otro elemento. En el subsector eléctrico, un mecanismo común de fijación de precios, determinado por el precio marginal (el más caro) de las distintas fuentes (renovables, petróleo, carbón y gas) que se trocan en kilovatios. Se acordó en el Reglamento 943 de la UE, de 2019. Funcionó en la normalidad. Hasta que la escasez de oferta de suministros de esas fuentes a causa de la complicada reactivación pospandemia, agravada por Putin, disparó los precios, sobre todo del gas.
Todo saltó por los aires. Y dejó ver las costuras sin coser de un mercado que es aspiracional (siendo optimistas) o persa (siendo pesimistas). Donde impera la ley de la jungla. O del más fuerte.
Estos estallidos suceden cuando bajo un pomposo título (mercado interior) hay apenas una carcasa. En este supuesto mercado no se da la libre circulación en todo el territorio común, requisito clave de todo mercado integrado. Lo revelan las islas energéticas, casi incomunicadas: la península Ibérica, Grecia. Los intercambios eléctricos se circunscriben al perímetro aproximado de la Europa fluvial navegable.
La dependencia de las importaciones del exterior oscila entre casi cero y el infinito: Rumania, el 23,1%, o Suecia, el 26,6%; frente a Malta, el 102,9% (Eurostat, 2019).
La desarmonización o asimetría de los componentes del producto eléctrico final es abismal. Francia lo genera con el 70% de origen nuclear; Luxemburgo, con el 80% de renovables; España exhibe el 15% de gas (antes, 23%); Alemania, el 27% de carbón (antes, 19%). Los del flanco centro-oriental emplean mucho más gas (la fuente más encarecida hoy, la que fija precio) que los sureños: por eso el sobreprecio de sus fuentes baratas es inferior al que afrontan los mediterráneos. Por eso estos sufren más.
España salió pronto al encuentro de la urgencia de un Norte entregado a la servidumbre del gas ruso. Para garantizar el suministro, propuso mancomunar compras y apurar la capacidad de almacenaje.
Por reciprocidad —además de racionalidad—, si no por solidaridad, debía atenderse su propia angustia: darle margen para aliviar un precio minorista —distorsionado por el mecanismo común y estructural de fijación— exorbitante. Aunque fuese a título temporal y excepcional. Mercados más consagrados, como el agrícola, se flexibilizan. Reducen sus exigencias a los productos de importación. Esta vez era la hora.
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