Las víctimas de la guerra aterrizan en el Congreso de Colombia
En medio de la violencia recrudecida, por primera vez se eligen 16 ‘curules de paz’ para los territorios más golpeados por el conflicto. Los candidatos enfrentan obstáculos y amenazas
Guillermo Murcia teme por su seguridad, pero sigue firme en su inusual candidatura por un escaño en el Congreso de la República de Colombia en las elecciones del 13 de marzo. Campesino, agricultor y víctima de minas antipersonal en el convulso departamento de Arauca, la semana pasada fue secuestrado por varias horas en un paraje rural por guerrilleros armados del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que sigue siendo un ...
Guillermo Murcia teme por su seguridad, pero sigue firme en su inusual candidatura por un escaño en el Congreso de la República de Colombia en las elecciones del 13 de marzo. Campesino, agricultor y víctima de minas antipersonal en el convulso departamento de Arauca, la semana pasada fue secuestrado por varias horas en un paraje rural por guerrilleros armados del Ejército de Liberación Nacional (ELN), que sigue siendo un actor dominante en la región cinco años después de la firma del acuerdo de paz con las FARC. Su campaña también tuvo que sortear al final de la semana los tres días de “paro armado” que decretó el ELN, la última guerrilla activa en el país. “Estuvo totalmente cerrado todo, la población encerrada en sus casas”, relata por teléfono.
Arauca se ha convertido por enésima ocasión en 2022 en una zona de guerra. Murcia, de 39 años, la ha sufrido en carne propia. Candidato por una de las inéditas circunscripciones de paz, que cobija los municipios de Tame, Fortul, Saravena y Arauquita, ha tenido 18 cirugías reconstructivas desde que lo hirió el estallido de una mina en 2005. En Colombia hay más de nueve millones de víctimas del conflicto armado, y más de 12.000 de minas antipersonal. Como representante de víctimas, también estuvo en La Habana, sede de los diálogos con las FARC, para hablar con los negociadores del Gobierno y de la insurgencia sobre la importancia de los esfuerzos de desminado, y tiene una reconocida trayectoria con oenegés.
En muchas regiones todavía arde la guerra que Colombia intenta extinguir. El deterioro de la seguridad en la recta final del Gobierno de Iván Duque –un crítico de los acuerdos– incluye el asesinato de líderes sociales, ambientalistas y excombatientes de las FARC, así como el aumento de las masacres. Arauca es un ejemplo ilustrativo. Todas las violencias se han juntado en ese departamento atravesado por dos oleoductos, que no han impedido una historia de abandono estatal. En lo que va de este siglo vivió una sangrienta arremetida paramilitar y un feroz enfrentamiento entre las FARC y el ELN. Después de la firma de la paz, el ELN siguió en armas, y ahora también se enfrenta a las disidencias que se apartaron del proceso. Un tercio de sus 300.000 habitantes ya eran víctimas registradas antes de este nuevo ciclo de violencia.
“Aquí nunca ha habido posconflicto. Sabíamos que ser candidato a la curul especial iba a ser muy complicado, pero las comunidades no teníamos previsto una segunda guerra entre las guerrillas, eso dificulta muchísimo más hacer una campaña política para la paz en medio de un conflicto tan agudo”, valora Murcia, que se lamenta por la falta de garantías en un proceso “enredado” y lleno de trabas. A pesar de todo, se mantiene optimista sobre la posibilidad de llegar al Capitolio Nacional, en el corazón de Bogotá, para visibilizar que en su departamento “las violaciones de derechos humanos son el pan de cada día”.
El Congreso va a estrenar un número inédito de lugares, con voces más diversas. Las víctimas de un conflicto de más de medio siglo compiten por primera vez por 16 escaños especiales en la Cámara de Representantes, reservados para ellas, en las legislativas. Representan algo más del 10 % de la composición actual de la Cámara. La campaña, sin embargo, está empañada por la violencia. El martes, otro aspirante a las circunscripciones, Yoad Ernesto Pérez, también fue retenido varias horas por el ELN en la región del Catatumbo, en el departamento de Norte de Santander.
El acuerdo que firmaron el Gobierno de Juan Manuel Santos (2010-2018) y las FARC se proponía poner a las víctimas en el centro, instalarlas como las mayores beneficiarías de un pacto arduamente negociado en La Habana. De allí nació la idea de las “curules de paz”, que han tenido que superar una larga cadena de obstáculos y verán la luz con cuatro años de retraso. Después de que una confusa votación en el Senado en el 2017 provocó una dilatada batalla jurídica, esa promesa de representación finalmente se cumplirá. La principal condición es que solo pueden postularse víctimas registradas. Los partidos están vedados, al menos en teoría.
“Estas elecciones representan el esfuerzo más importante de inclusión política y electoral, a nivel poblacional y territorial desde la Constitución de 1991″, ha señalado Alejandra Barrios, directora de la Misión de Observación Electoral (MOE). Además de ampliar la representación territorial en el legislativo, las curules de paz también buscan aportar a las medidas de reparación y no repetición contempladas en los acuerdos, así como construir puentes entre las comunidades y las instituciones del Estado.
“Como proceso electoral, sin embargo, no escapa a riesgos como la abstención, la desconfianza y la cooptación por parte de maquinarias políticas”, advierte un análisis de la Fundación Ideas para la Paz (FIP). “Además, el país cerró 2021 con un estado preocupante en la seguridad territorial: la mayor cantidad de desplazados en los últimos diez años y un alza en los homicidios. A semanas de las elecciones legislativas —y dada la incapacidad del Gobierno Nacional para responder de manera efectiva a los desafíos de la paz territorial— es poco probable que la situación cambie”.
Los 16 escaños –conocidos formalmente como circunscripciones transitorias especiales de paz– están relacionados con los territorios más golpeados por la guerra, donde se implementan planes particulares de desarrollo –o PDET, en la jerga gubernamental–. Son cerca de 170 municipios a lo largo y ancho de Colombia. Compiten cerca de 400 aspirantes, que cuentan con el apoyo de organizaciones sociales, campesinas, étnicas, de víctimas y de mujeres, entre otras. Hay diversos perfiles que incluyen familiares de políticos tradicionales, líderes que han abanderado la sustitución de cultivos de coca, representantes indígenas, jóvenes, mujeres con liderazgos de larga trayectoria, periodistas o personas sobre quienes se han denunciado vinculaciones a administraciones locales, detalla el análisis de la FIP.
La violencia acecha. De esos 167 municipios, 97 registran riesgo; 43 se encuentran en riesgo extremo, 44 en riesgo alto y 10 en riesgo medio, de acuerdo con la MOE. En regiones donde las disputas entre grupos armados todavía producen un alto impacto humanitario, la participación de las comunidades no está garantizada y la movilidad de los candidatos para hacer campaña es limitada. De acuerdo con los datos de la FIP, el 79% de los desplazamientos forzados que ocurrieron en 2021 se concentraron justamente en estas circunscripciones, que incluyen desde lugares como Arauca o Catatumbo –ambos cerca de la extensa frontera de más de 2.200 kilómetros con Venezuela–, hasta departamentos como Cauca, Nariño y Chocó, sobre el corredor del Pacífico. En varias zonas se han presentado amenazas directas de grupos armados ilegales, o estigmatización de los líderes y candidaturas que han promovido la implementación de los acuerdos de paz. El 60 % de los asesinatos de líderes sociales se concentran en las 16 circunscripciones.
En el papel, la financiación de estas campañas debe ser predominantemente estatal, pero a los problemas se añaden el limitado acceso a esa financiación –el cobro de pólizas impide el desembolso de recursos– y poca claridad sobre las reglas de juego. En ese contexto, abundan las denuncias de clanes políticos tradicionales y sus maquinarias electorales que intentan apropiarse de los escaños ideados para las víctimas. Murcia echa en falta más pedagogía, pues muchas víctimas, afrodescendientes y campesinos pueden votar pero no lo saben, y apela a un dicho popular para describir el escenario: “es una pelea de tigre contra burro amarrado”.
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