El pueblo que ‘adoptó' los cadáveres del río debe despedirse de sus muertos
Esta es la historia de Puerto Berrío, donde el río expulsaba los muertos del conflicto armado, la gente los sacaba, los sepultaba y les otorgaba un nombre a cambio de milagros. Ahora deben ‘devolverlos’ para que la Unidad de Búsqueda de Desaparecidos halle a sus verdaderos familiares
El antropólogo golpea la lápida con el cincel y suda. Uno, dos, tres golpes suaves hasta que la mujer lo interrumpe:
—Hágale tranquilo muchacho que yo ya me despedí. Noliase (no importa) si la dañan.
María ‘Nina’ Barrera está sentada en una silla blanca de plástico frente a la bóveda en el cementerio de Puerto Berrío, un pueblo hirviente de 51.000 habitantes en el nororiente colombiano. Mira resignada cómo exhuman los restos de una persona que no conoció pero, al mismo tiempo, considera “su muerto”. Durante los últimos 10 años lo ha visitado cada día, le ha rezado, le ha pedido m...
El antropólogo golpea la lápida con el cincel y suda. Uno, dos, tres golpes suaves hasta que la mujer lo interrumpe:
—Hágale tranquilo muchacho que yo ya me despedí. Noliase (no importa) si la dañan.
María ‘Nina’ Barrera está sentada en una silla blanca de plástico frente a la bóveda en el cementerio de Puerto Berrío, un pueblo hirviente de 51.000 habitantes en el nororiente colombiano. Mira resignada cómo exhuman los restos de una persona que no conoció pero, al mismo tiempo, considera “su muerto”. Durante los últimos 10 años lo ha visitado cada día, le ha rezado, le ha pedido milagros. Y él, o ella, no lo sabe, le ha cumplido. Ahora debe devolverlo y ha venido a despedirse. Por segunda y última vez.
Puerto Berrío es como el microcosmos de la desaparición en Colombia. Muertos que emergían del río Magdalena, asesinados durante el conflicto armado, gente que se transformó en rescatadora de cuerpos, hombres que montaron una funeraria ante la cantidad de fallecidos; devotos y religiosos, vendedores de flores, de santos, de lápidas, de osarios, un jardinero que se volvió el experto en hablar con las almas de esos muertos. Durante más de treinta años, a finales de los años 80 y luego entre 1998 y 2005, el río expulsaba a los muertos sin nombre y la gente los renombraba, los cuidaba y les pedía milagros.
Nadie sabe bien cómo empezó con la tradición de adoptarlos, pero algunos habitantes la sitúan a comienzos del año 2000. Para esa época se vivía una segunda oleada de violencia en los pueblos a orillas del Magdalena Medio y los grupos paramilitares habían cambiado de estrategia: las masacres eran estruendosas, ahora había que lanzar los muertos al río para desaparecer la evidencia del delito. El río Magdalena se convirtió en un cementerio y los cuerpos que encallaron terminaron con padrinos en el cementerio.
Ahora el pueblo de los NN adoptados vive una revolución y también un duelo. Deben “entregar” esos restos a la Unidad para la Búsqueda de Desaparecidos que, en una misión humanitaria otorgada por el proceso de paz, exhuma los cuerpos de los NN por todo el país e intenta encontrar su identidad. La dimensión de su trabajo es inabarcable: hallar entre 80.000 y 120.000 desaparecidos que dejó el conflicto armado. Gran parte de ellos, se sabe, están en los cementerios del país, sepultados como NN, o como en el caso de Puerto Berrío, con otros nombres, los nombres que les dieron sus padrinos.
En voz baja, algunos habitantes admiten que hay resistencias. Temen que el pueblo deje de ser “mundialmente conocido” o que esas almas no vuelvan a hacerles milagros. Los favores que hacen los NN —cuentan en cada esquina de Puerto Berrío — van desde un empleo, una casa, el fin de una adicción a las drogas o que caigan los asesinos de un familiar. “Usted no se va a llevar a mi muerto”, les decían al principio a los funcionarios judiciales que acompañan la labor de la unidad de búsqueda.
“Nuestro lema acá es que la mejor forma que tienen de pagar el milagro a ese fiel difunto es ayudándoles a encontrar a su familia”, explica Diana Gaitán, una funcionaria de la Unidad de Búsqueda, a la señora Nina. La mujer de 64 años, pensionada y que se dedica a hacer trámites pidió que la dejaran ver a su NN. Creía que los exhumaban y arrumaban con otros huesos y no quería ese fin para su adoptado.
Es un sábado de septiembre y no corre la brisa.
—Doña Nina, vamos a sacar a su adoptado. ¿Quiere llevarse las flores y los santos?, le dice Carlos Ariza, antropólogo forense de la Unidad, que coordina uno de los tres grupos que trabajan en este cementerio.
Nina dice que no, que se los pongan a otro NN y empieza a hablar del suyo.
-Yo lo bauticé Amigo. No le quise poner nombre como mucha gente hace, pero para mí es como de la familia. Al principio era como durito y no me quería hacer milagros pero después me ayudó para arreglar el techo de mi casa.
Un día antes, la mujer que parece con un resorte en sus pies había ido a despedirse. Con saltos largos entró al cementerio, atravesó las tumbas sin nombre y llegó hasta la de su adoptado. Tocó el vidrio que protege la lápida tres veces con los puños cerrados y lo saludó. Luego susurró una oración, volvió a tocar el vidrio como quien toca una puerta a otro mundo y vio que la lápida que ella le mandó a hacer con el letrero 210-01 Nit-Noe, N.N. Un día lo mandaste pero se marchó sin pena ni dolor, tenía ahora una etiqueta: Prohibido exhumar. JEP
—Ah, entonces ya se lo van a llevar, dijo con resignación.
Era una posibilidad. Si su adoptado tuvo una muerte violenta en medio del conflicto era de los que la Unidad rescataría para hacerle pruebas y que luego sean cotejadas por el Instituto de Medicina Legal con las de familiares de desaparecidos.
—Bueno, si toca, toca. Qué maravilla que ese muchacho encontrara a su familiar.
‘NN escogido’
La Dolorosa es un cementerio católico que visto desde arriba tiene forma de cruz. El sol lo golpea con violencia y en pocos lugares hay sombra de respiro. Sería un cementerio de pueblo, como uno cualquiera, sino es porque uno de los bloques más importantes es el de las tumbas de los NN, el de los “pobres de solemnidad”, como dice uno de los antropólogos forenses mientras ordena unos huesos en una mesa blanca.
“NN escojido (sic); NN masculino, no tocar, no escoger; NiloNavas, gracias por los favores recibidos, siempre serás mi amigo; Santiago Morales: gracias Santiago por el favor... Lápida a lápida, bien sea escrita de forma artesanal con pintura o hecha en mármol, cada una revela una historia: la de una persona que acogió a un desaparecido y la de un pueblo que ha visto mucha muerte pasar. Puerto Berrío está ubicado en el Magdalena Medio, a 335 kilómetros de Bogotá, y durante años fue testigo de la guerra entre las guerrillas y los grupos paramilitares. La mayoría de los muertos llegaban arrastrados por el río pero otros caían en los combates con el Ejército y eran llevados como NN.
Las huellas de esa guerra se ven claras en los huesos que exhuman hoy los forenses. Su jornada es casi siempre la misma y es extenuante: exhuman —con base en la información previa, si es que existe— se meten a la fosa, toman fotos, extienden los huesos en una mesa blanca, limpian, detallan y guardan cada uno en bolsas transparentes. Hay también topógrafos que miden el tamaño de la fosa, la forma en que fue hallado, fotógrafos que retratan prendas, fisuras, lo que pueda ayudar a la búsqueda. Cada detalle en el rompecabezas de su historia, es oro.
Solo en dos semanas han recuperado aquí a 13 restos que corresponden a víctimas de la violencia: tienen orificios en el cráneo, redondos y evidentes, signos de haber sido amarrados. Apenas el primer paso de un largo proceso a la identificación. Este viernes a la tarde fue un hombre de unos 30 años, que estaba desnudo y con unas botas texanas que aún conservan su forma. El jueves, un menor de unos 13 años. Y también, otros cuerpos- de personas viejas- que no tienen signos de violencia. En ese caso, toman los mismos detalles y los vuelven a sepultar.
—¿Y entonces se pierden el trabajo?
—Acá nunca hay trabajo perdido, dice Carol Paola Chavarro, otra forense del equipo, sin perder la vista de los huesos.
El grupo de 12 funcionarios hace esto en cinco cementerios del país donde una orden judicial de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) indicó que deben buscar. Pero en Puerto Berrío ha sido diferente. Para que pudieran trabajar, los forenses necesitaron un “permiso espiritual”. El animero del pueblo, que cada 2 de noviembre recorre el cementerio a la media noche para acompañar a las ánimas, les “entregó” a los NN.
En una ceremonia a la que asistieron varios padrinos de los NN, les dio el aval para que hicieran su búsqueda. “Hice una oración para que ellos logren que esas ánimas encuentren a sus familiares”, cuenta en una tienda Hernán Montoya, el animero. Jardinero y plomero de oficio, es ahora un personaje de documentales, películas y un orgulloso de su fama. Al principio, con la exhumación de los NN temió por su trabajo, pero ahora no. “Hay muchos otros muertos a los cuales rezar”, dice mientras se empuja un refresco y cuenta anécdotas sobre cómo ha escapado a la muerte gracias a “las benditas ánimas”.
Un duelo colectivo
Los desaparecidos están presentes aquí por todas partes. En la historia del fotógrafo de este reportaje que también busca a su madre en otro cementerio en el sur del país, en la de Nina, que perdió a un hermano hace 36 años y decidió no buscarlo más porque “pa qué, si ya se lo llevó el río”; en la de tantos que aún evitan hablar de sus desaparecidos por miedo a que les ocurra también a ellos. “La ley del silencio sigue”, dirá más tarde un líder que pidió no ser mencionado.
Nury Bustamante carga en su cuerpo el peso de dos hijos desaparecidos: Jhon Jairo y Lizeth Sosa Bustamante. Camina lento, asfixiada a cada paso y con un dolor de columna que la mantiene tiesa. Llegó de Medellín donde vive ahora para despedirse de su NN, el que adoptó para llenar el vacío de sus hijos.
Un día cualquiera de 2007, de visita en el cementerio, se dijo que adoptaría a uno.
—Caminé por este pabellón y empecé: tin marin de do pingué. Y cayó en esta lápida.
Nury la pinta de celeste y remarca el nombre de su NN: Jhon Jairo SB, el mismo de su hijo. Lo hace con amor como si, de verdad, ahí estuviera su muchacho desaparecido el 29 de abril de 2005. Una lágrima se le confunde con el sudor que baja de la cabeza.
Lo que se vive en Puerto Berrío es un múltiple duelo. Es lo que saben dos funcionarias de la Unidad que reciben a los adoptantes y a los familiares que quieran dar su declaración. Se sientan con ellos en una banca larga de iglesia intentando huir del sol y los escuchan. Como los forenses con los huesos, ellas intentan también reconstruir lo que pasó allí con los NN, unir la historia.
Pero en este cementerio trazar la historia de los desparecidos es aún más difícil. Para devolver el milagro, muchos padrinos pagaron a la parroquia para sacarlos del pabellón de NN y los ubicaron en osarios, adonde van los restos con dolientes después de varios años. Allá tienen los nombres con los que fueron rebautizados. “La dinámica de adopción atomizó a los NN por todo el cementerio”, explica una fuente. La búsqueda entonces es más amplia.
Nina Barrera estuvo a punto de llevar a Amigo a un osario. No consiguió reunir un millón de pesos (260 dólares) para hacerlo, está diciendo cuando los forenses sacan los restos de la fosa y confirman que es, en efecto una persona asesinada, un muchacho de unos 30 años. De vez en cuando ella se acerca a la mesa para escuchar al forense que dicta conceptos técnicos: “impacto producido por mecanismo de alta energía”, pero poco pregunta.
Luego se sienta en silencio y después de unos minutos cuenta que su hijo mayor está de cumpleaños y debe irse. “Ya quedo contenta, ya vi al Amigo. Igual le voy a seguir rezando”, dice y cierra así una rutina, una historia de una década. Nina da las gracias a los forenses y se va con sus pasos largos.
Frente a la tumba de NN Jhon Jairo SB, la señora Nury sigue repintando el nombre del adoptado con un pincel negro. Para ella también puede ser la última vez.
—Yo he cuidado a este muchacho esperando que alguien esté cuidando así a los míos. Quien quita, uno no sabe, que en esta misma tumba estuviera el mío. Muñeca, ¿usted se imagina?
Nury cierra los ojos e intenta sonreír.
Suscríbase aquí a la newsletter de EL PAÍS América y reciba todas las claves informativas de la actualidad de la región.