El yihadismo se cuela en Níger por el agujero de la pobreza
El Gobierno dialoga con las comunidades para recuperar el terreno perdido frente al terrorismo, que ha provocado 4.400 muertos en seis años y se atrinchera en las zonas menos desarrolladas
Desde que salieron de Niamey, la capital de Níger, los tres vehículos circulan a toda velocidad por una estrecha carretera de asfalto. Está prohibido parar, demasiado riesgo. A bordo va un equipo del Gobierno en dirección a Abala, en el norte de Tillabéri, epicentro de la violencia yihadista que se extiende por el Sahel y que solo en este país ha provocado 4.400 muertos desde 2015. Ya han caído las primeras lluvias del año y algunos charcos amanecen en el paisaje...
Desde que salieron de Niamey, la capital de Níger, los tres vehículos circulan a toda velocidad por una estrecha carretera de asfalto. Está prohibido parar, demasiado riesgo. A bordo va un equipo del Gobierno en dirección a Abala, en el norte de Tillabéri, epicentro de la violencia yihadista que se extiende por el Sahel y que solo en este país ha provocado 4.400 muertos desde 2015. Ya han caído las primeras lluvias del año y algunos charcos amanecen en el paisaje dominante, austero, de arbustos y arena. Los terroristas se esconden en alguna parte. Una semana atrás, 19 agricultores fueron asesinados y sus graneros ardieron en una noche de tormenta. Las miradas se han vuelto esquivas. Todos tienen miedo. Amenazado por todas sus fronteras, Níger resiste a duras penas.
El pueblo de Abala está a 140 kilómetros de Niamey (la capital) y a tan solo 40 del límite con Malí. Ha sufrido cuatro ataques de envergadura en el último lustro. “Ha habido varias fases”, asegura Ornella Moderan, experta del Instituto para Estudios de Seguridad (ISS), que explica que “al principio los yihadistas atacaban a las autoridades tradicionales para desestabilizar la zona, luego se centraron en las fuerzas de defensa y seguridad para tratar de expulsarlos y ahora masacran a los civiles. El detonante muchas veces es banal: una venganza, un ajuste de cuentas, un robo de ganado”. El grupo que impone su ley en esta zona es el Estado Islámico del Gran Sáhara (EIGS), con bases móviles a ambos lados de la frontera, liderado por Abu Walid al Saharaui, el terrorista más buscado del Sahel.
Los tres coches se detienen en la Prefectura, a las afueras del pueblo. Efectivos de la Guardia Nacional, atrincherados tras muros de barro, vigilan los alrededores. “Esto se ha vuelto muy peligroso, valoro mucho el esfuerzo que hacéis de venir hasta aquí”, dice Assumana Alassane, prefecto de Abala, a la jefa de la delegación gubernamental, Ramatoulaye Ibrahima Yacouba, directora de prevención de conflictos de la Alta Autoridad para la Consolidación de la Paz, la estructura encargada de dialogar con las comunidades afectadas por la violencia. Con misiones como esta, el Estado nigerino intenta recuperar el terreno perdido, ganarse la confianza de los ciudadanos. Pero no es fácil. La pobreza, la injusticia, la falta de expectativas no desaparecen de un día para otro.
“Para que haya paz y estabilidad, los ciudadanos tienen que sentir que el poder político está ahí para protegerles, que no se les trata como esclavos o ganado”, asegura el veterano militante de izquierdas Moussa Tchangari, activista y presidente de Espacios Alternativos Ciudadanos. “No es aceptable toda esa violencia, pero en un contexto de gran abandono de la población, de injusticias y pobreza enormes, aparece una gente con armas y poder que hace tambalear el orden establecido, que fija nuevas reglas, que propone una alternativa, que les escucha. En realidad el islamismo radical es la única opción antisistema que avanza en nuestros países. Ese es el problema”, añade.
En la pequeña aldea de Takasasam, a pocos kilómetros de Abala, unas 40 personas están sentadas en alfombras a la sombra de tres árboles. Han venido a escuchar lo que dice esta gente venida de la capital. No hay escuela para reunirse. En realidad no hay ninguna construcción, solo cabañas hechas con palos de madera. Tampoco hay un pozo con agua suficiente para todos. “El mundo ha cambiado”, clama Alkasun Anaouar, uno de los dos jefes del pueblo, “antes educábamos a nuestros hijos de otra manera y ellos sentían respeto hacia sus mayores”. Decenas de jóvenes de la zona integran hoy las filas del EIGS. “Es el dinero fácil lo que les empuja a irse con los terroristas”, tercia el prefecto.
En Niamey, el general Abou Tarka, presidente de la Alta Autoridad para la Consolidación de la Paz, admite que muchos nigerinos forman parte de estos grupos armados, pero confía en la llave del diálogo para desactivar el problema. “Con las comunidades hablamos. Escuchamos sus demandas y tratamos de mejorar sus condiciones de vida. A través de ellas pasamos el mensaje a los terroristas de que pueden dejar las armas y coger el camino de la paz”. Con la rebelión tuareg de los años noventa la fórmula funcionó. “Hoy los antiguos rebeldes están en la Administración, en las Fuerzas Armadas, son alcaldes. Dejaron el Kaláshnikov y forman parte del Estado”, añade.
La caravana de la paz, así llaman a su misión, se dirige a Inizdan. Son las once de la mañana y el calor aprieta. Se acerca el momento de sembrar, pero los agricultores temen alejarse de la seguridad de sus pueblos y adentrarse en los campos. Los cultivos se abandonan, hay menos cereal en el mercado y los precios se disparan. La consecuencia es el riesgo de hambruna que este año se ha triplicado, según las agencias humanitarias. La existencia de unos 300.000 desplazados internos por la violencia, a los que se suman unos 240.000 refugiados de Malí, Burkina Faso y Nigeria complica aún más las cosas. El Gobierno ha puesto en marcha un plan de retorno a sus casas, pero el peligro de que vuelvan a sufrir ataques está muy presente.
A falta de un Estado replegado en los centros urbanos, algunos pueblos empiezan a organizar milicias de autodefensa. Pasó en Malí, después en Burkina Faso y está empezando a ocurrir en Níger. Es la ruptura del tejido social, el salto de la violencia yihadista a las venganzas entre comunidades. El mantra es echar las culpas a los peul, una etnia repartida por casi toda la región que se ha dedicado tradicionalmente al pastoreo. “Las cifras son claras. Es cierto que el 80% de los radicales pertenecen a ese grupo étnico, pero el 99,9% de los peul no son terroristas. El problema es la amalgama, acusar a una comunidad por lo que hacen 200 de sus miembros”, asegura el general Abou Tarka.
La tensión entre los pastores y ganaderos peul y los agricultores sedentarios de otras comunidades ha existido siempre, pero el problema ha crecido en los últimos años. “Les roban su ganado, ocupan sus tierras tradicionales de pastoreo y nadie les escucha”, asegura Tchangari. La explosión demográfica que vive Níger (23 millones de habitantes), el país más empobrecido del mundo que tiene el récord mundial de siete hijos por mujer de media, empuja a los campesinos cada vez más hacia el norte y desplaza a los peul. El cambio climático, que trae lluvias irregulares y sequías, tampoco ayuda. Los grupos armados radicales se nutren de esta tensión, la estimulan y sacan provecho.
Gandou Zakara, juez del Tribunal Constitucional, profesor de Derecho e investigador universitario, lideró hace unos años un estudio sociológico sobre el origen de la violencia con cientos de entrevistas anónimas. “Lo que más me impresionó es que las propias autoridades reconocían que se trataba de un problema de gobernanza, de discriminación, de exclusión; nada que ver con la religión. Hay pueblos donde no hay una autoridad en 40 kilómetros a la redonda y los ciudadanos no tienen a quién acudir ante una injusticia. Ese es el terreno propicio para el radicalismo. Además, los grupos armados generan una actividad económica con el tráfico de drogas o el robo. Muchos yihadistas no saben ni rezar y son analfabetos, no han ido a la escuela”.
Si amplias zonas de Malí y Burkina Faso ya escapan al control de sus respectivos Gobiernos y los yihadistas campan a sus anchas, Níger se perfila como el nuevo frente de esta guerra. Conscientes de sus primeras derrotas, “no estamos ganando esta batalla” aseguraba en una reciente entrevista con EL PAÍS el presidente de Níger, Mohamed Bazoum, las Fuerzas Armadas están en plena fase de adaptación a un combate que exige más intervenciones quirúrgicas, trabajo de inteligencia y unidades mejor adaptadas a un enemigo móvil, que está por todas partes, infiltrado en pueblos y ciudades, enraizado entre la población.
La inestabilidad de Libia amenaza desde el norte; Boko Haram y el Estado Islámico de África Occidental aprietan por la región de Diffa, al este; bandidos nigerianos implantados en Katsina y Zamfara desestabilizan desde el sur en la región de Maradí; y el EIGS y el Grupo de Apoyo al Islam y los Musulmanes (JNIM) se han hecho fuertes en el oeste. A la comunidad internacional le preocupa que Níger se desfonde, como ha pasado en Malí y Burkina Faso, y que surja un corredor yihadista que conecte el Lago Chad con la frontera mauritana. Están en juego el control migratorio, del que este país es socio estratégico para Europa, y el flujo de recursos naturales clave como el uranio.