100 días de Biden, un profundo cambio de rumbo en Estados Unidos
El presidente norteamericano ha pisado el acelerador en temas de calado como la vacunación masiva, la vuelta al multilateralismo, la modernización del país y el giro dado en políticas sociales. Su gran reto sigue siendo la inmigración
Apenas 100 días de Joe Biden en la Casa Blanca han bastado para cerciorarse del giro profundo que ha dado Estados Unidos. El presidente de la gran potencia ha querido dejar claro desde un inicio la diferencia abismal que mantiene con su antecesor, Donald Trump. En lo económico, en materia de política exterior, en asuntos sociales o en las políticas migratorias, aunque en este caso haya tenido que recular en sus ambiciosas promesas. También, o quizás sobre todo, en la forma en que ha abordado la pandemia: Estados Unidos colocó la vacunación masiva como la principal meta de su agenda en sus primeros 100 días como presidente. Y ha cumplido con creces.
Una vacunación masiva
Desde el primer día, todo debía quedar sujeto a frenar la pandemia y sus consecuencias. Para reactivar la economía, en caída libre y con los peores índices desde la Gran Depresión de los años treinta, había que frenar los contagios y las muertes a toda costa. A pocos días de cumplirse el próximo jueves ese centenar de jornadas dirigiendo el país, que fracasó en la contención del virus y que suma más de 570.000 muertes, el presidente de Estados Unidos anunció que se habían administrado 200 millones de dosis de vacunas contra la covid-19. El 27% de la población está completamente vacunada, lo que se traduce en algo más de 90 millones de personas (sobre una población total cercana a los 330 millones).
Biden ha superado sus objetivos respecto a la vacunación porque ninguna de las fechas que anunció llegó a su plazo límite. Si el mandatario aseguró nada más asumir el poder que habría 100 millones de personas vacunadas en sus primeros 100 días en la Casa Blanca, ese hito se producía en el 58º día de su mandato. “Cuando llegué al poder, tan solo el 8% de la población estaba vacunada”, dijo el mandatario cuando informó el miércoles 21 de abril sobre los 200 millones de personas que ya habían sido inmunizadas. Era el día 93º de su presidencia y Biden apuntaba que más del 50% de los residentes adultos en Estados Unidos habían recibido, al menos, una primera dosis de alguna de las tres vacunas que se distribuyen en el país. A principios de este mes, la Casa Blanca comunicaba que abría la vacunación a partir del día 19 a todos los adultos del país, lo que, de nuevo, implicaba un adelanto de dos semanas sobre el objetivo antes anunciado por su Administración, fijado para el 1 de mayo. Aún así y, a pesar de la buena nueva, el mandatario quiso apelar entonces a la prudencia al declarar que Estados Unidos está todavía “en una carrera a vida o muerte contra el virus”.
La última medida que el mandatario ha puesto en marcha para animar a la población a vacunarse es un crédito fiscal para los gastos de los permisos necesarios de vacunación de los empleados de empresas y negocios de menos de 500 trabajadores. “Ningún trabajador de Estados Unidos debería perder un solo dólar de su sueldo para tomarse un tiempo para vacunarse o recuperarse de la enfermedad”, manifestó Biden. ¿Cómo ha conseguido el demócrata tales cifras? Recurriendo, según sus palabras, a una táctica de colaboración entre empresas similar a la que se vivió “en la Segunda Guerra Mundial”, comparó Biden. No obstante, la idea de resucitar una ley de tiempos de contienda para frenar los contagios y muertes por covid no llegó con Biden. El expresidente Donald Trump logró fabricar las primeras partidas de vacunas con la ayuda de la Ley de Defensa de la Producción, una norma que databa de la Guerra de Corea (1950) y que concede al presidente de Estados Unidos potestad para obligar a las empresas a aceptar y priorizar contratos necesarios para la seguridad nacional.
La pandemia llevó a la Administración de Trump a invocarla, tanto para acelerar la producción de mascarillas como para luego poder asegurar ciertos suministros para la producción de la vacuna. La receta del éxito de Biden está en que el mandatario reforzó las ayudas a los Estados, multiplicó los centros de vacunación federales y apostó por la red de farmacias de proximidad. Esa ha sido una de las claves del triunfo: que las vacunas están disponibles en muchas partes, ya sea en un campo de béisbol habilitado para inocularla o en descampados a los que se puede acudir para recibir la dosis sin ni siquiera bajarse del coche. La producción y la distribución han sido decisivas y son las responsables, en gran medida, de este éxito. Algo que no logró la Administración de Trump, que confió el plan a los diferentes Estados de la Unión. Biden, sin embargo, ha tomado las riendas desde Washington para garantizar que la vacunación sea realmente masiva, y se ha centrado en la compra de suficientes dosis no solo para centros de atención médica, los primeros en recibir las vacunas, sino para que llegaran cuanto antes a toda la población, en los lugares menos esperados y sin parar por el calendario festivo. “Si hacemos esto juntos, para el 4 de julio es posible que tú, tu familia y amigos puedan reunirse en el patio o en el barrio para organizar una comida o barbacoa y celebrar el Día de la Independencia”. Ese es el objetivo último de Biden.
Ambición para superar la pandemia y modernizar el país
La ambición de los planes de estímulo y reconstrucción, sin precedentes desde el New Deal de Roosevelt, ha definido el programa económico de Joe Biden en los primeros 100 días de gobierno, pero sus objetivos van más allá. Lo demuestra su propuesta de reforma fiscal, para hacer rendir cuentas a las multinacionales —incluidas las grandes tecnológicas— que durante años han esquivado el pago de impuestos federales, y lograr financiación para sus programas. Tras su declaración de intenciones —el plan de rescate de la pandemia, de 1,9 billones de dólares (unos 1,6 billones de euros), aprobado por el Congreso en marzo—, la Administración demócrata quiere modernizar EE UU mediante un colosal plan de infraestructuras, con inversiones de dos billones de dólares a ocho años para generar millones de empleos. La reforma fiscal será, si logra la aprobación del Congreso, el instrumento para lograrlo. El objetivo último de su política es combatir de raíz lacras como la pobreza infantil y, por ende, una desigualdad social sistémica; los dos planes (el rescate y el programa de infraestructuras) incluyen numerosas iniciativas al respecto. La principal diferencia entre ambos reside en la financiación: con cargo al presupuesto federal el primero, lo que aumentará el endeudamiento; dependiente de contribuyentes el segundo.
Mediante la proyectada reforma fiscal, que pretende subir el impuesto de sociedades del 21% al 28%, el presidente no solo aspira a recaudar 2,5 billones de dólares en los próximos 15 años para financiar su exhaustivo programa de reconstrucción, sino cambiar las reglas del juego. Su propósito habrá de vérselas con el Congreso, y no solo con los republicanos. “Los [demócratas] moderados proponen una menor subida del impuesto societario, el 25%”, apunta Jack Janasiewicz, de la gestora de fondos Natixis.
Cuando Biden llegó a la Casa Blanca, aún no se veía la luz al final del túnel de la pandemia. Por eso, como prometió en campaña, la primera medida fue el plan de 1,9 billones como inyección económica directa, la mitad en forma de cheques en efectivo para hogares y negocios afectados por la emergencia; también para ampliar la cobertura de los desempleados. El plan incluía una partida de 400.000 millones para incentivar la vacunación. A juzgar por los resultados (el 25% de la población está inmunizada), el objetivo se ha cumplido. Por el camino de la tramitación parlamentaria quedó, sin embargo, la promesa electoral de subir a 15 dólares la hora el sueldo mínimo federal.
El plan de infraestructuras aspira a reforzar al país frente al avance del cambio climático; de hecho, la propuesta del primer presupuesto federal de la Administración demócrata prioriza la lucha contra el calentamiento global. “Biden está preparando una orden ejecutiva para instar a las agencias federales a tomar medidas para combatir los riesgos financieros relacionados con clima, incluyendo medidas que podrían imponer una nueva regulación a las empresas”, adelanta Janasiewicz. El principal temor es un repunte de la inflación, que hasta ahora, gracias a la intervención de la Reserva Federal (Fed), se ha mantenido a raya. “El déficit se elevará a 3,5 billones de dólares, una cifra récord, y esperamos que el crecimiento del PIB pueda superar el 7% este año [el 6,5%, según la Fed]; esto solo ha sucedido tres veces en los últimos 70 años. Se incrementan ahora las probabilidades de un periodo de inflación por encima del objetivo del banco central”, señalaban recientemente en una nota Libby Cantrill y Tiffany Wilding, de la firma de inversiones Pimco, pero “la probabilidad de un proceso inflacionista similar a lo que ocurrió en la década de 1970 sigue siendo relativamente baja”.
Reapertura al mundo con China en el punto de mira
La reapertura de EE UU al mundo tras cuatro años de aislacionismo ha recorrido en los 100 primeros días de mandato de Joe Biden varias estaciones, con una clara apuesta por el multilateralismo. Las sanciones a Rusia por su injerencia electoral y un ciberataque masivo; la retirada definitiva de las tropas de Afganistán y el diálogo para reanimar el pacto nuclear con Irán, que EE UU abandonó en 2018, han marcado este periodo de gracia, tanto como el fiasco de la primera reunión bilateral, de tanteo, con China. Además, Biden ha buscado en la reciente cumbre climática internacional recuperar el liderazgo para EE UU con un ambicioso plan de reducción de emisiones. Se trata de un giro importante en la política seguida por el país en los últimos años e implicará una profunda transformación de la economía de esta potencia.
Rusia, Afganistán e Irán acaparan los focos, mientras la forja de viejas y nuevas alianzas para contrarrestar la pujanza de China es la parte menos visible del iceberg diplomático. El hecho de que la primera visita oficial que ha recibido Biden en la Casa Blanca fuera la del primer ministro japonés, Yoshihide Suga, la semana pasada, indica cuál es el objetivo primordial de su política exterior: frenar a China y todos sus desafíos, tanto en su territorio (la represión de la minoría musulmana de los uigures en Xinjiang) como en el mar de China meridional o en su apoyo al régimen nuclear de Corea del Norte, por no hablar de sus injerencias en Hong Kong, Taiwán y Tíbet. La primera gira oficial de los secretarios de Estado y Defensa fue a Japón y Corea del Sur —dos países donde EE UU tiene tropas— e India, otro aliado clave para torcer el brazo a la voracidad estratégica china.
Aunque ha devuelto la diplomacia a la escena internacional, Biden no se ha privado de dar algún puñetazo en la mesa, como el anuncio de las sanciones más duras contra el Kremlin desde la presidencia de Barack Obama, cerrando el paréntesis de presunta complicidad o negligencia por parte de Trump, y la denuncia de la implicación del poderoso príncipe heredero saudí, Mohamed bin Salmán, en el asesinato del periodista crítico Jamal Khashoggi. Este último fue un movimiento decepcionante para quienes esperaban medidas más duras, incluso sanciones, pero sonó como un aviso a un aliado tradicional, vital en el equilibrio regional de Oriente Próximo. Señalar con el dedo al heredero ha sido la segunda advertencia a Riad tras la retirada del apoyo al régimen saudí en la guerra de Yemen, que el presidente demócrata calificó de “catástrofe humanitaria y estratégica”.
La sombra del síndrome de Vietnam es alargada, y Biden ha empezado su mandato poniendo límites a guerras sin fin como las de Yemen o Siria —parte del legado de Barack Obama— y la más prolongada de todas, Afganistán, cuando está a punto de cumplirse el vigésimo aniversario de los atentados del 11-S, origen de la denominada “guerra contra el terrorismo” declarada por George W. Bush. La permanencia de las tropas estadounidenses en el país asiático había llegado hace años a un callejón sin salida que las acciones letales de los talibanes y la dificultad de sacar adelante el diálogo con Kabul solo contribuyen a subrayar. Salir del atolladero afgano es un alivio para un país al que siguen llegando cuerpos de soldados en bolsas de plástico.
Pese a lo que prometió en campaña, Biden no retirará las tropas de Europa, y menos aún en pleno recalentamiento de la tensión en la frontera entre Rusia y Ucrania. Biden ha paralizado el repliegue militar de Alemania anunciado por Trump y vigila cualquier movimiento en el flanco oriental europeo, que supondría una amenaza tanto a sus efectivos como a la línea de defensa de la OTAN. La nueva Guerra Fría con Moscú dominará las relaciones euroatlánticas, junto con la declaración de buenas intenciones para con la Unión Europea, pendiente de concretarse. En otro giro a la política exterior, el demócrata reconoció este sábado por primera vez como “genocidio” la matanza de armenios por parte del imperio otomano, una declaración que eleva la tensión con Turquía, país socio también en la Alianza Atlántica.
Salvo a México y el llamado Triángulo Norte (El Salvador, Honduras y Guatemala), para frenar la salida de indocumentados, Biden no ha prestado atención a América Latina.
Un giro en políticas sociales
Antes de cumplir una semana en la Casa Blanca, Joe Biden firmó una orden que prohíbe que cualquier miembro del Ejército sea expulsado por su identidad de género, levantando el veto impuesto por el expresidente Trump a las personas transgénero. El decreto establece también que los departamentos de Defensa y de Seguridad Nacional deben revisar los historiales de servicio de los militares que fueron despedidos o rechazada su reincorporación por este motivo. El demócrata se convirtió en el primer presidente en conmemorar el Día de la Visibilidad de las Personas Transgénero, que se celebra desde 2009. El mandatario está presionando para que el Senado apruebe la Ley de Igualdad, que modifica la Ley de Derechos Civiles de 1964 para incluir la protección por la orientación sexual y la identidad de género, junto a la raza, la religión, el sexo y el origen nacional. Las protecciones se extenderían al empleo, la vivienda, la educación, las solicitudes de préstamos, entre otras áreas en las que el colectivo suele sufrir discriminación.
Los republicanos se oponen, entre otras razones, por temor a que obligue a las personas religiosas a tomar decisiones que contradigan sus creencias, como contratar personal en escuelas privadas cuya conducta viole sus principios de fe. Para que el proyecto se convierta en ley, debe obtener 60 votos en el Senado, que está partido por la mitad (50/50). En cuanto al derecho al aborto, la Administración de Biden también trabaja para revertir las decisiones de su antecesor. El demócrata ya ha dado marcha atrás a la medida que prohibía a ONG y proveedores sanitarios en el extranjero utilizar fondos del Gobierno estadounidense para asesorar sobre el aborto. Trump también prohibió a las clínicas de planificación familiar financiadas con fondos federales derivar a sus pacientes a centros abortistas y recortó el presupuesto para estos centros, que atienden a mujeres de escasos recursos. El Departamento de Salud y Servicios Humanos (HHS, por sus siglas en inglés) ha elaborado una propuesta para revocar esta última medida que está en fase de exposición pública.
En otro frente clave, la agenda contra el racismo, Biden ha firmado cuatro órdenes ejecutivas. Una de ellas obliga al Departamento de Vivienda y Desarrollo Urbano a tomar las medidas necesarias para “reparar las políticas federales racialmente discriminatorias que han contribuido a la desigualdad de la riqueza durante generaciones”. Otro decreto elimina los contratos del Departamento de Justicia con prisiones privadas. Estados Unidos es el país con mayor población carcelaria del mundo, compuesta desproporcionadamente por negros y latinos. Las dos órdenes restantes buscan combatir la xenofobia hacia los asiáticos estadounidenses y aumentar la soberanía de las tribus nativas americanas.
Aunque está en fase temprana, el Gobierno demócrata también quiere reformar las normas sobre el acoso sexual en centros educativos. Biden firmó una orden ejecutiva para que el Departamento de Educación revise las reglas que el Gobierno de Trump dictó y que redefinieron el acoso sexual a un rango limitado de acciones “severas, generalizadas y objetivamente ofensivas”. El demócrata ha señalado que la agencia educativa debe “considerar suspender, revisar o rescindir” cualquier política que no proteja a los estudiantes. El Departamento de Educación tiene previsto —aún sin fecha— convocar una audiencia pública para que los estudiantes, padres y personal educativo den sus ideas antes de que la Administración divulgue su propuesta sobre cómo los colegios y universidades que reciben fondos públicos deben responder a las acusaciones de agresión y acoso sexual.
Biden, además, ha creado el Consejo de Políticas de Género de la Casa Blanca, un organismo que coordinará los esfuerzos del Gobierno para promover la equidad e igualdad de género mediante políticas y programas para combatir los prejuicios y la discriminación, y aumentar la seguridad y las oportunidades económicas. También proporcionará recomendaciones legislativas y de política al mandatario.
El reto migratorio
La inmigración ha sido, junto a la crisis del coronavirus, uno de los principales problemas del arranque de la Administración de Biden. Los expertos consultados para este reportaje coinciden en que el Gobierno demócrata ha fijado la dirección correcta en este tema, pero los cambios para desmontar el perverso sistema heredado por Donald Trump no han llegado con la celeridad esperada. El modelo migratorio de la nueva era es un asunto pendiente y, como mucho del legado de Trump, se jugará su suerte en un Congreso dividido y polarizado. “Esta dirección es solo parte de una visión que está en construcción. La Administración encara opciones muy difíciles y está por verse qué caminos puede tomar en el clima político actual”, afirma Hiroshi Motomura, académico de la Escuela de Derecho de Universidad de California en Los Ángeles (UCLA).
Biden ha dibujado el perfil de su reforma imaginada con una serie de acciones en las primeras horas de su mandato. Prometió regularizar a 11 millones de sin papeles, levantó el veto de viajes a algunos países musulmanes, revivió los programas que brindan protección a más de un millón de personas entre los jóvenes llegados en la infancia (conocidos como dreamers) y los indocumentados provenientes de países castigados por el cambio climático y la pobreza, entre ellos los ciudadanos venezolanos. También puso fin a la inhumana política de separación de familias y expulsión de menores migrantes.
La Cámara de Representantes, de mayoría demócrata, ha aprobado el plan de Biden. El Senado lo tiene en sus manos y su aval es más complejo. “Necesita 60 votos y se tienen 50. Estamos esperando a que se logre, pero habrá que convencer a diez republicanos y no será sencillo”, considera la letrada Alma Rosa Nieto, integrante de la Asociación de Abogados de Inmigración. “Aún estamos lidiando con un partido republicano pro Trump con muchos legisladores antinmigrantes”, afirma. El senador Lindsey Graham, de mucha influencia entre los republicanos, dijo en marzo que no apoyará reforma migratoria alguna “hasta que esté bajo control la frontera” con México. Es solo un ejemplo de la dura aduana que espera a la Administración demócrata, que también aguarda a que la Cámara alta apruebe una serie de nombramientos que renovarán la cúpula de Seguridad Interior y la vigilancia de la frontera con perfiles progresistas de activistas y policías.
Washington ha rechazado que en la situación actual pueda hablarse de una crisis. Los agentes de la patrulla fronteriza detuvieron en marzo a 172.331 migrantes. Es un aumento de más de 100.000 detenciones desde enero y el mayor registro desde marzo de 2001. Este aumento de entradas ha tensado la vida en varias regiones fronterizas. Bruno Lozano, alcalde de Del Río (Texas), una ciudad que ha vivido la llegada de la ola, envió en febrero pasado un SOS a Biden. “No tenemos los recursos para acomodar a estos migrantes en nuestra comunidad”, dijo el demócrata, conocido por ser el regidor más joven (y abiertamente gay) de esta ciudad de 35.000 habitantes. El mensaje se hizo viral y fue ampliamente recogido por los sectores más conservadores, interesados en mantener la idea de que la frontera está fuera de control.
Los analistas ponen las históricas cifras en perspectiva. “Es falso decir que las fronteras están abiertas”, dice Aaron Reichlin-Melnick, del American Immigration Council. “En los últimos tres meses, cerca del 70% de la gente que entró fue expulsada rápidamente gracias a una norma implementada el año pasado por Trump en la pandemia y que Biden ha mantenido. A menos familias se les está permitiendo quedarse en 2021 que en 2019 con la Administración de Trump”, añade. Los adultos solos siguen siendo el grupo más numeroso de migrantes, aunque el fenómeno de menores no acompañados ha repuntado hasta alcanzar cifras no vistas. En marzo fueron 18.000, un número que desbordó los albergues del Gobierno, cuyo mantenimiento cuesta al Departamento de Salud y Servicios Sociales al menos 60 millones de dólares semanales.
Biden también ha mantenido del anterior Gobierno el tope de refugiados anuales a los que permitirá entrar en Estados Unidos, unos 15.000. La decisión causó revuelo entre las bases demócratas, quienes consideran rota una promesa de campaña para elevar los ingresos a más de 60.000. La polémica forzó al Ejecutivo a recular. Será en mayo cuando se anuncien las medidas definitivas, pero muchos coinciden que fue una oportunidad perdida para marcar un antes y después con Trump, una era que no termina de esfumarse del todo.
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