Los jóvenes de América Latina alzan la voz

De Santiago a Lima o Bogotá, los movimientos estudiantiles cambian la agenda de sus países. Una nueva generación de peruanos desencadenó hace dos semanas la caída de Manuel Merino

Un grupo de jóvenes, durante una de las protestas de principios de noviembre en las calles de Lima.Musuk Nolte

Hasta hace poco más de dos semanas, Alba Ñaupas, una estudiante de Periodismo de 21 años de El Agustino, un distrito de clase media-baja del este de Lima, no había ido nunca a una protesta. Pero la noche del pasado 9 de noviembre, cuando escuchó que el Congreso había destituido al hasta entonces mandatario Martín Vizcarra, no lo dudó ni un segundo. Indignada por lo que considera que eran unos políticos aprovechándose del sistema en beneficio propio en medio de la profunda crisis de salud y económica que vive el país, entró a un grupo de WhatsApp que tiene con sus compañeros de universidad y escribió: “Chicos, vamos a marchar”. Hoy forma parte de la llamada Generación del Bicentenario, el movimiento al que se le atribuye la caída del presidente Manuel Merino, quien sustituyó a Vizcarra de forma interina, y que estuvo apenas cinco días en el poder.

“Mi papá no quería que fuera, pero finalmente me dijo que, si quería, no me iba a detener. Mi mamá me dijo que pensara en mis hermanas y mi abuelita. Durante la pandemia no he salido casi nada, ni para comprar, pero yo decía: Lo siento pa’, lo siento ma’: no puedo quedarme con los brazos cruzados. No ahora. Si nosotros no hacemos algo, ¿quién lo va a hacer?”, recuerda. Como muchos de los jóvenes que se unieron a las multitudinarias protestas que acabaron con la renuncia de Merino, Ñaupas no defendía a Vizcarra, sino que rechazaba una jugada política que creía que ponía en relieve los fallos del sistema. “Yo estaba harta de todo lo que estaba pasando. Es imposible que estas personas que están aquí [los congresistas] en vez de tomar decisiones pensando en el bienestar de la ciudadanía, lo hagan pensando en sus propios bolsillos, en lucrar”, critica la joven. Aunque ella estudia en una buena universidad privada gracias a una beca, salió a protestar pensando en la educación de sus tres hermanas pequeñas, ya que teme que, si no cambian las cosas, puedan acabar en las universidades donde suelen ir los estudiantes de bajos recursos a endeudarse a cambio de una mala formación que no les garantiza un trabajo.

La estudiante de periodismo Alba Ñaupas posa frente a un muro con las consignas de las manifestaciones en Lima.Musuk Nolte

Perú es el último país latinoamericano en el que los jóvenes han impulsado una lucha contra un sistema que consideran injusto. En el último año y medio, ha habido protestas en Chile, Colombia y en Ecuador, donde los ciudadanos de entre 18 y 30 años han tenido un rol importante para lograr cambios profundos en sus democracias. Las demandas son muy variadas y responden a las urgencias de cada país. En ocasiones respaldan la agenda de otros grupos, como la de los pueblos indígenas en Ecuador. Sin embargo, hay un común denominador: el factor generacional, acompañado de las herramientas y los códigos de comunicación habituales entre los jóvenes. Por ejemplo, el uso de las redes sociales.

Los manifestantes recurren a ellas para congregarse, organizarse y ayudar a los heridos o buscar a los desaparecidos. También para lanzar sus reivindicaciones y documentar las marchas a través de canales creados por ellos mismos en plataformas como Instagram, Facebook o TikTok, con los que desafían la narrativa de los medios tradicionales cuando consideran que no reflejan su punto de vista. “A lo largo del tiempo las juventudes han sido un actor muy importante para el cambio social y ahora pasa lo mismo. Hay una similitud, pero las herramientas que tienen al costado para poder defender una democracia son diferentes y hacen que se reduzca el espacio y el tiempo para la organización, la convocatoria, la viralización, el en vivo y consiguen que todo se arme muy rápido”, explica la socióloga peruana Noelia Chávez, quien acuñó el término Generación del Bicentenario para referirse al grupo que ha estado al frente de las protestas en Perú, una nación que en 2021 celebra dos siglos de existencia.

Según una encuesta del Instituto de Estudios Peruanos, más de la mitad de los jóvenes de entre 18 y 24 años participó en las protestas. Si la vacancia o destitución de Vizcarra sacó a las calles a miles de ellos de manera espontánea, la represión policial de las manifestaciones pacíficas, que dejó dos muertos y decenas de heridos graves y que fue transmitida a través de sus propias redes, masificó la movilización. “La plaza San Martín [de Lima] estaba repleta y había una idea de que se metieron con la generación equivocada”, afirma Chávez. “Este es el espíritu que debería tener la Generación del Bicentenario: una ciudadanía reclamando su derecho a una democracia y a tener representantes mejores. Pelean por eso. No es como una categoría sociológica, sino como una narrativa política para poder pensarnos como país de una manera menos pasiva, menos apática y mucho más activa en el cambio”.

La generación que creció sin miedo

Las causas que sacaron a los peruanos a las calles eran tan variadas como las múltiples razones por las que sienten que su clase política y sus instituciones les ha fallado, pero hay dos exigencias que se acabaron alzando como prioritarias entre muchos manifestantes: que se lleve a cabo una reforma policial, una petición surgida tras ver la violencia con la que respondieron las fuerzas del orden durante las marchas, y que se implementen cambios en la Constitución vigente, aprobada durante el Gobierno de Alberto Fujimori. Ambas demandas son similares a las de las movilizaciones que comenzaron el 18 de octubre del año pasado en Chile, que también tuvieron a los jóvenes como protagonistas. El conocido como “estallido social” comenzó como una revuelta de estudiantes de secundaria en Santiago que decidieron saltarse los torniquetes del metro en rechazo al alza del precio del billete y en pocos días se extendió a todo el país, con decenas de miles de personas exigiendo cambios profundos de un sistema económico que ha dejado una profunda brecha de desigualdad.

“Había la sensación de que el sistema siempre te perjudica”, dice Nelson Duque, un estudiante universitario de 22 años que desde el primer día de las protestas participó activamente en las asambleas vecinales que se formaron en su barrio, la comuna de La Florida, en el sureste de Santiago. “Yo ya estoy endeudado siete u ocho años por una educación que no sé si vale esa plata”, lamenta el joven. En ese país que se vendía como un oasis de estabilidad y crecimiento económico en América Latina, él, como muchos otros jóvenes, vivían día a día las grietas de un modelo que considera que solo beneficiaba a las élites. Para Duque, los síntomas de la desigualdad eran ver cómo su padre, comerciante, sufría para mantener a la familia con tres empleos en dos años o cómo algunos de sus parientes mayores tenían que seguir trabajando porque sus pensiones no eran suficientes para mantenerlos.

“Mi generación ya no entiende por qué las cosas se protegen tal y como están. Por qué tanto empeño en proteger un sistema que claramente está roto, algo que claramente no funciona”, opina Mariana Contreras, una estudiante de Derecho de 20 años. El año pasado, cuando estallaron las protestas, la estudiante montó junto con otros compañeros de la Universidad de Chile un piquete legal para asistir a los manifestantes que fueron víctimas de violencia, detenciones o abusos policiales. Para reprimir las marchas, que en ocasiones se volvieron violentas, el Gobierno de Sebastián Piñera decretó un polémico estado de emergencia por el que sacó al ejército a las calles e instauró toques de queda en varias ciudades. La represión dejó 34 muertos y miles de heridos, entre ellos numerosas personas con lesiones oculares graves, y las denuncias de brutalidad policial se multiplicaron.

La estudiante de Derecho de la Universidad de Chile Mariana Contreras participó en las protestas del año pasado y se unió a un piquete legal para asistir a las víctimas de la represión.Sofía Yanjari


Conteras recuerda cómo para su madre, que en su juventud se opuso a Augusto Pinochet (1973-1990), la actuación policial ordenada por Piñera despertó fantasmas del pasado. “Mi mamá luchó para que la dictadura se acabara de manera activa. El día que pusieron el toque de queda, me llamó y me dijo: ‘Te vienes al tiro [ya]. No puedes estar en la calle’. Esa generación vivió con el miedo”, afirma. La joven cree que, en parte, la movilización del año pasado se desató porque “no hubo una sanación de la sociedad después de la dictadura: no hubo justicia, no hubo reparación, quedó todo muy abierto como si nada hubiera pasado y en algún punto eso le explota también a la sociedad en la cara, a las élites que intentaron seguir como si nada”, agrega.

El académico de la Universidad de Valparaíso Juan Sandoval, quien codirigió una investigación sobre las protestas estudiantiles chilenas de 2006 y 2011 llamada Una generación sin miedo, coincide en el análisis de Contreras al hablar de un “recambio generacional” en este grupo de jóvenes que “ya no están tan marcados por las dictaduras militares” frente a sus padres, “para los que una participación muy activa en política era poner un poco en juego el propio cuerpo con la posibilidad de ser desaparecido o exterminado”. “Esta generación no es que no sienta miedo al ver las fuerzas de carabineros, pero la sensación de miedo que cualquier ser humano siente ante cualquier acto represivo se vive a partir de una ambivalencia emocional que va entre euforia y la rabia, la sensación de indignación con lo que el Estado hace”, apunta.

Pese a que las encuestas publicadas cuando comenzó el “estallido social” hablaban de una generación con pocos índices de participación política y un alto rechazo a los partidos y líderes tradicionales, con su movilización demostraron querer involucrarse en la configuración de la sociedad, pero de una manera distinta. De hecho, sondeos preliminares apuntan que los jóvenes fueron masivamente a las urnas el mes pasado para votar en en el plebiscito en el que casi el 80% de los chilenos aprobó sustituir la Constitución de la época de Pinochet, una consulta que se considera un logro de las protestas. “Podría ser hipotéticamente plausible pensar que cuando los jóvenes perciben que en la elección convencional se pone en juego algo sustantivo sí participan”, apunta Sandoval.

Un grupo de mujeres se reúnen en el exterior del Estadio Nacional de Santiago de Chile para pedir la liberación de los presos de las protestas.Sofia Yanjari


“Sí que es una generación muy política, pero política en otro sentido”, indica su colega Manuela Badilla, una socióloga de la Universidad de Valparaíso que para sus investigaciones sobre las transformaciones generacionales en la forma de hacer memoria en Chile ha hecho numerosas encuestas a jóvenes de entre 18 y 28 años de la periferia de Santiago. Para ella, la incógnita de los próximos años estará en ver si la generación está dispuesta a canalizar ese activismo más horizontal y sin líderes hacia la política institucional. “Habrá que ver cómo se formula finalmente y cómo se escribe la Constitución y si ese aumento de la participación en el plebiscito, que fue súper significativo, se va a traducir en una votación en abril cuando habría que elegir a los constituyentes”, afirma. “La dificultad está en entender quiénes son los actores hoy en día y saber leer esa nueva forma de hacer política, que no responde a con la que uno creció”, añade.

Para Mariana Contreras, la estudiante de Derecho, el plebiscito fue la primera vez que pudo acudir a las urnas. “Es súper simbólico la primera vez que uno vota cambiar todo”, dice. “Fue emocionante, un momento de felicidad que uno podía sentir también en las calles. La gente estaba vocineando, gritando”. Para ella, el desafío ahora será poder elegir a las personas que van a integrar la Convención Constitucional y lograr consensos “para que la Constitución pueda evolucionar con la sociedad y no esté llena de candados”.

Ese sentimiento de responsabilidad tras las protestas lo comparte Alba Ñaupas, la estudiante de periodismo peruana que se sumó a las protestas de su país a principios de mes. “Muchos dicen que la memoria del pueblo peruano es frágil, que el pueblo peruano olvida rápido y yo les decía a mis amigas: ‘Puede ser cierto. Vimos que votaron por Fujimori, votaron por Alan García, pero al menos nosotras ya no somos el futuro, nosotras somos el presente del país y está en nosotras no olvidar esto, no dejar que esto se vuelva a repetir e informarnos antes de emitir un voto”.

Intérpretes de la sociedad

La memoria fue precisamente uno de los resortes que unió a decenas de miles de estudiantes en las manifestaciones contra el Gobierno de Iván Duque en Colombia. En las protestas, que alcanzaron su apogeo en noviembre de 2019 y este año sufrieron los efectos de la desmovilización derivados de la pandemia de coronavirus, las demandas de las nuevas generaciones se sumaron a las reivindicaciones de los sindicatos. Los jóvenes, sin embargo, se convirtieron en los principales intérpretes de las aspiraciones de amplísimos sectores de la sociedad en un país que acaba de salir de un conflicto armado de más de medio siglo y que aún está lejos de resolver el problema de la violencia. Bajo el hilo conductor de la paz, el rechazo a los constantes asesinatos de líderes sociales y la muerte a manos de la policía del estudiante Dilan Cruz, en el parque de los Hippies de Bogotá, la plaza símbolo de las concentraciones, se respiraba hace un año un clima de cambio. Un ambiente en el que el fin de la guerra ha abierto la puerta a una transición profunda de Colombia.

Las movilizaciones estudiantiles fueron ya a finales de 2018 el primer frente del Ejecutivo de Duque, quien se opuso a los acuerdos de paz con las FARC y gobierna con un proyecto económico eminentemente neoliberal. Ganaron algunos pulsos, consiguieron mayor inversión. Pero sus metas son estructurales. Alejandro Palacio tiene 22 años y estudió Ciencia Política en la sede de Medellín de la Universidad Nacional, el principal centro público del país. Fue representante en el Consejo Superior Universitario y acaba de ingresar a una maestría de Economía con una beca en Bogotá. “Yo entré en la universidad en 2016 y justo en el segundo semestre se dieron movilizaciones por la paz. Esa es la agenda de futuro y de cambio”, razona Palacio, que creció en una familia de clase media y es un firme defensor de la enseñanza pública. “La educación puede ser un instrumento para eliminar desigualdades, pero si no es inclusiva puede ser un instrumento para potenciarlas”, continúa.

Esas desigualdades son una de las premisas de las convulsiones que agitan el país. La brecha social de Colombia es una de las más amplias del mundo, según la OCDE. “No es posible que para salir de la pobreza una familia tengan que pasar 12 generaciones”, lamenta este estudiante. Palacio defiende que esta es “la generación que más quiere reafirmar sus derechos” y rechaza las acusaciones de algunos sectores políticos de “ser una generación paga”. “Ese imaginario es muy dañino. Esta no es una generación paga, no es mediocre, no lo quiere todo regalado”, afirma. También su apuesta es quedarse en lugar de buscar oportunidades en el extranjero: “Los jóvenes tenemos que quedarnos en Colombia tratando de impulsar nuestro país, participando en la vida pública”. En definitiva, quiere un futuro mejor para su país. El año pasado en las movilizaciones se escuchaban eslóganes como “yo quiero estudiar para cambiar la sociedad”. Y de eso se trata, de cambio integral que va más allá de una agenda nacional.

Alejandro Palacios, politólogo de la Universidad Nacional de Colombia, posa delante de un mural en Bogotá.Iván Valencia

“La plataforma y la agenda de los movimientos estudiantiles es más amplia de la que tenían en el pasado”, explica la la politóloga e internacionalista Sandra Borda. De la defensa del medio ambiente al feminismo. “Eso les da la posibilidad de aglutinar a mucha más gente”. La mezcla de las reivindicaciones de los estudiantes de universidades públicas y privadas hizo además que el movimiento fuera más transversal al quitarle el componente de clase, señala. Borda, que plasmó en el libro Parar para avanzar la crónica de aquellos días, considera también que “estos movimientos estudiantiles son mucho más globalizados que en el pasado”. Es decir, no se pegan exclusivamente a la agenda de política pública de sus propios países. Un ejemplo: una de las acciones más simbólicas de las protestas en Bogotá fue la marcha hacia el aeropuerto El Dorado. “Esa idea de tomarse el aeropuerto fue heredada de los movimientos estudiantiles de Hong Kong”.

Esta politóloga resalta la capacidad de conexión de los jóvenes con la clase media colombiana, tradicionalmente poco dispuesta a movilizarse. “Entendieron aquello de que los movimientos sociales tienen que ser amplios y comunicarse con el resto de la sociedad”. Sin embargo, duda sobre el camino. “Lo que no tengo tan claro es en lo que vayan a transformar su activismo de estudiantes hacia el futuro. En medio del confinamiento la conversación política se hace muy difícil. Esto dificulta mucho la protesta y el accionar de los movimientos sociales. Pero el año que sigue es un año electoral en Colombia y es una oportunidad enorme para ellos. Los cambios que piden los movimientos sociales normalmente no ocurren en los Gobiernos de turno, sino en los siguientes”.

Una encuesta realizada por la Universidad del Rosario y la firma Cifras y Conceptos antes de la adopción de las medidas de confinamiento por la covid-19, es decir, antes que se produjera un repliegue, señalaba que los jóvenes colombianos se indignan principalmente por la apatía y el conformismo, el machismo, la corrupción y la desigualdad. A eso se añaden las preocupaciones propias de la coyuntura de la emergencia sanitaria. “Los jóvenes somos víctimas de la pandemia, estamos en la encrucijada económica de la pandemia. En la crisis global de 2008 y 2009 y ahora en 2020 somos los jóvenes los más afectados”, continúa Palacio, quien cree que Duque, el presidente más joven de la historia reciente de Colombia ―tiene 44 años― ha dado la espalda a las nuevas generaciones, mientras que otros líderes políticos como la alcaldesa de Bogotá, la verde Claudia López, encarnan el cambio.

“Sería bueno que el sector político y el sector privado se dieran cuenta de ello, de que los jóvenes no solo son consumidores, no solo están en TikTok”, señala Sergio Guzmán, analista político y director de la consultora Colombia Risk Analysis. “Los jóvenes flexionando sus músculos y estas protestas demuestran que tienen dos cosas, poder de convocatoria y flexibilidad. Existe la sensación de que el sistema está construido no para ellos, ellos alimentan el sistema y no está estructurado para darles poder. Perú es el primer país donde vamos a ver su peso en las elecciones del próximo año”, agrega.

En 2021 se celebran elecciones también en Ecuador, donde varios colectivos estudiantiles se sumaron el año pasado a las movilizaciones impulsadas por los pueblos indígenas contra el Gobierno de Lenín Moreno por el retiro de los subsidios al combustible. Esta semana muchos exigieron en la calle la destitución de María Paula Romo, la ministra con más visibilidad del Ejecutivo, finalmente aprobada por la Asamblea Legislativa. Sin embargo, las especificidades del país son distintas y su protagonismo no ha alcanzado los resultados que tuvo el movimiento, por ejemplo, en Perú. Los jóvenes también estuvieron presentes en la llamada “revuelta de los pititas”, en referencia a las sogas con las que organizaciones vecinales cortaban los caminos, sobre todo en el departamento de Santa Cruz. Esa oleada de protestas contra Evo Morales se produjo en noviembre de 2019, pero su derrocamiento se debió finalmente a un movimiento interno del Ejército que le retiró la confianza y le forzó a dimitir. Y las nuevas generaciones son todavía, pese a la migración masiva, la columna vertebral de las movilizaciones que desde hace años buscan forzar una renuncia de Nicolás Maduro en Venezuela. Perú, sin embargo, será el primer verdadero banco de prueba de su implicación en la política real y su capacidad de impulsar un cambio a través de las urnas.

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