Una unión modélica entre empresa y universidad
La financiación pública y privada para innovar está detrás de la alianza de Oxford y la farmacéutica AstraZeneca
La rivalidad entre las dos universidades más antiguas de Inglaterra, Oxford y Cambridge, es legendaria. Por eso resulta paradójico que el gigante farmacéutico anglo-sueco Astrazeneca haya comenzado a construir su sede, un impresionante proyecto arquitectónico de hierro y acero, en Cambridge y a la vez haya unido fuerzas con Oxford para afrontar un desafío descomunal como es la vacuna contra el coronavirus.
El experimento, cuyo éxito comienza a vislumbrarse con mayor certidumbre, es la combinación ideal soñada por todos los defensores de una estrecha colaboración entre el mundo universit...
La rivalidad entre las dos universidades más antiguas de Inglaterra, Oxford y Cambridge, es legendaria. Por eso resulta paradójico que el gigante farmacéutico anglo-sueco Astrazeneca haya comenzado a construir su sede, un impresionante proyecto arquitectónico de hierro y acero, en Cambridge y a la vez haya unido fuerzas con Oxford para afrontar un desafío descomunal como es la vacuna contra el coronavirus.
El experimento, cuyo éxito comienza a vislumbrarse con mayor certidumbre, es la combinación ideal soñada por todos los defensores de una estrecha colaboración entre el mundo universitario y el capitalismo empresarial, con beneficio para ambos y, sobre todo, para la población en general. Y una victoria para la combinación de esfuerzos entre la financiación pública del mundo académico y la financiación privada, como vía de impulso de la innovación científica. Un modo de trabajo muy común en las universidades estadounidenses, que disponen de financiación abundante, pero que provocaba hasta ahora recelos en el ámbito académico europeo.
Detrás del proyecto hay un grupo de científicos motivados por una obsesión incansable, un esquema de proyección universitaria que favorece el lucro personal y la jugada estratégica de una multinacional que ha comprendido la necesidad, en determinados momentos, de ponerse en segundo plano y remar en la misma dirección.
Dos personas, entre otras muchas, son clave en este esfuerzo: Sarah Gilbert y Adrian Hill. La primera llegó a Oxford en 1994 para trabajar en el Instituto Jenner —parte de la universidad, y bautizado con el nombre del creador de la vacuna contra la viruela— en la lucha contra el plasmodium, el parásito de la malaria. Cuentan los medios británicos que, en su época de estudiante, Gilbert se entretenía tejiendo jerséis de lana con dibujos de perritos o tocando el saxofón en los bosques cercanos al campus para no molestar a sus vecinos. Tiene fama de no andarse con tonterías y ser una trabajadora incansable que bombardea a sus colegas con correos electrónicos desde las cuatro de la mañana hasta las últimas horas de la noche. Su principal línea de trabajo ha sido el desarrollo de vacunas que usen un vector viral, un virus modificado capaz de actuar como vehículo para introducir material genético externo en una célula.
Comenzó a investigar a las órdenes de Adrian Hill, un irlandés a quien la revista científica The Lancet definía en 2014 como alguien “con un silencio de acero, el tipo de persona que quieres tener a tu lado cuando estalla una crisis”. La Organización Mundial de la Salud requirió de inmediato su ayuda cuando hubo que desarrollar a toda velocidad una vacuna contra el ébola. Fue pionero en el desarrollo de la tecnología aplicada ahora en la lucha contra la covid-19: el uso del adenovirus del resfriado común del chimpancé modificado con información genética del nuevo coronavirus.
Gibert y Hill fundaron en 2015 Vaccitech, una empresa destinada a comercializar y obtener beneficios de sus descubrimientos. La Universidad de Oxford retendría, según el acuerdo firmado, un 50% de las participaciones. La institución académica anima a sus investigadores a crear compañías privadas para atraer inversión externa, y les permite participar de los frutos económicos de la apuesta. Oxford Science Innovation (OSI) es el mayor fondo universitario de capital riesgo del mundo, y ha llegado a recaudar unos 670 millones de euros de inversores privados. Es el principal accionista de Vaccitech, junto a otros gigantes como GV (antes, Google Ventures), The Wellcome Trust o el conglomerado sanitario chino Fosun.
Los dos científicos siguen siendo profesores contratados por la universidad. Entre ambos poseen un 10% de Vaccitech, pero Hill, que formaba parte del consejo directivo, renunció a su función ejecutiva para centrarse en el desarrollo de la vacuna. Se pusieron manos a la obra el 11 de enero, horas después de que China publicara la primera secuencia genética del virus. En cuestión de días disponían ya de muestras con las que poder trabajar en laboratorio. Pero pronto se dieron cuenta de que no tenían la capacidad para producir a gran escala la respuesta a una pandemia global. Después de los primeros contactos con algunos gigantes farmacéuticos (la estadounidense Merck rechazó la oferta, según el diario The Wall Street Journal), el acuerdo se cerró con Astrazeneca. Las condiciones impuestas por los científicos universitarios se ajustaban a las preocupaciones que por su propia imagen pública tenía el gigante anglo sueco. Gilbert fue tajante: debía ser un proyecto sin ánimo de lucro, al menos mientras durara la fase de la pandemia. La empresa solo comenzará a obtener beneficios cuando los organismos independientes competentes dejen de considerar que el virus es pandémico, con la esperanza de que la vacuna siga siendo un arma necesaria en años venideros para mantenerlo bajo control. Eso, y la decisión de Astrazeneca de desarrollar líneas paralelas de producción en todo el mundo (Estados Unidos, Europa, Latinoamérica, China...) para evitar el “nacionalismo de vacuna” y asegurar su distribución homogénea hicieron el resto. La empresa puso sobre la mesa un primer pago de 8,5 millones de euros y se comprometió a desembolsar casi 70 más en pagos fraccionados. Llegado el momento de poder vender libremente la vacuna, la universidad recibirá un 6% de las ventas.
La estrategia de Astrazeneca, que ha recibido importantes inyecciones de dinero de diversos Gobiernos o de la propia Unión Europea, a través de encargos adelantados de millones de dosis, ha sido innovadora. Comenzó a producir esas dosis antes de que el experimento concluyera. Los Gobiernos estuvieron dispuestos a asumir el coste de que el resultado fuera fallido, a cambio de acelerar la fabricación y, por tanto, la respuesta a la crisis sanitaria más grave de las últimas décadas. La capacidad de producción, según fuentes del gigante farmacéutico, alcanza los 3.000 millones de dosis.
Si se confirma el éxito del proyecto, la anciana y venerable Universidad de Oxford, con su imagen de edificios de piedra, musgo y hiedra, conquistará un nuevo prestigio en el siglo XXI y establecerá el camino a seguir por otras instituciones académicas europeas.
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