Más soldados para dar batalla

EE UU cometió un error grave al reducir su presencia en Afganistán en 2015. Hay que reforzar la misión con más efectivos para enfrentar el resurgimiento talibán

Imagen de la provincia de Bamiyán incluida en el libro 'Afganistán', del fotógrafo de Magnum Steve McCurry (Taschen, 2017).

La nueva política del presidente Donald Trump en Afganistán —que otorga al secretario de Defensa, James Mattis, la autoridad para sumar varios miles de militares estadounidenses a los 8.400 desplegados en la actualidad, y da al general Mick Nicholson más margen a la hora de decidir cómo emplear la fuerza aérea de la OTAN en el país— tiene sentido hasta cierto punto. Todavía no es un plan político-militar completo, ni hay garantías de que sirva para ganar la guerra, pero intensificar la acción milita...

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La nueva política del presidente Donald Trump en Afganistán —que otorga al secretario de Defensa, James Mattis, la autoridad para sumar varios miles de militares estadounidenses a los 8.400 desplegados en la actualidad, y da al general Mick Nicholson más margen a la hora de decidir cómo emplear la fuerza aérea de la OTAN en el país— tiene sentido hasta cierto punto. Todavía no es un plan político-militar completo, ni hay garantías de que sirva para ganar la guerra, pero intensificar la acción militar puede contribuir a frenar la pérdida de territorio por parte del Gobierno afgano, que actualmente controla casi un 60% del país frente al 72% de hace una década. Además, el Congreso norteamericano debería autorizar más fondos económicos, mientras sería conveniente que Europa y Australia incrementaran proporcionalmente el despliegue de tropas en el país.

Llevamos casi 16 años de la que está siendo la guerra más larga de Estados Unidos. La operación en Afganistán se resiente por la relativa debilidad del Gobierno del país asiático, la capacidad de adaptación del movimiento talibán, que dispone de refugios seguros en Pakistán, y el hecho de que las fuerzas de seguridad afganas, a pesar de exhibir un considerable valor, sigan sufriendo numerosas pérdidas y operando bajo un liderazgo a menudo mediocre. Es probable que los cambios aprobados recientemente por Trump tengan que prolongarse al menos dos o tres años, hasta que las fuerzas aéreas afganas estén totalmente desarrolladas. Seguramente, la presencia militar estado­unidense seguirá siendo necesaria incluso entonces, si bien a una escala tal vez más limitada.

Pero, si recordamos por qué fuimos a Afganistán y analizamos cuáles serían las alternativas creíbles a la política actual, no es difícil ver las razones por las que hemos de quedarnos. La planificación inicial de los atentados del 11 de septiembre se llevó a cabo en Afganistán, donde se refugiaban Osama Bin Laden y sus secuaces con la protección de los talibanes, que entonces gobernaban el país. Actualmente, la presencia de Al Qaeda en Afganistán y Pakistán se ha reducido considerablemente, pero podría recuperar su vigor si surgiese la oportunidad. También hay que contar con la amenaza que supone el Estado Islámico.

Conviene tener en cuenta que, aunque Estados Unidos envíe en las próximas semanas varios miles de soldados, su presencia militar estaría muy por debajo de los años 2010 y 2011, cuando alcanzó su máximo nivel. Las bajas estadounidenses, aunque siempre dolorosas, serían probablemente muy inferiores a las posibles pérdidas causadas por un nuevo gran atentado terrorista en Estados Unidos preparado en un bastión de Al Qaeda o el Estado Islámico en Afganistán.

¿Por qué se necesitan más tropas tanto estadounidenses como de los aliados de la OTAN? Con los 8.400 militares desplegados en este momento podemos mantener alrededor de media docena de grandes bases, incluidas las de Bagram, cerca de Kabul, y Kandahar. Cada una necesita al menos 1.000 soldados estadounidenses para garantizar una autodefensa sólida, pilotar los aviones, manejar los drones y los sistemas de recogida de información, y ofrecer asesoramiento centralizado al Ejército y la policía afganos. Los aliados de la OTAN mantienen una presencia menor, sobre todo en el norte y el oeste del país. Otros 1.000 militares son necesarios para entrenar a las fuerzas afganas a escala nacional.

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Muyahidines en la provincia de Logar, en 1984.Steve McCurry

En otras palabras, Estados Unidos necesita todas sus fuerzas actuales solamente para mantener en funcionamiento media docena de bases (incluidas las del este de Afganistán, cerca de la frontera paquistaní, donde, en estos momentos, la presencia del Estado Islámico es otro quebradero de cabeza más) y proporcionar entrenamiento y asesoramiento centralizados en colaboración con otras fuerzas extranjeras, además de con las empresas contratistas.

Lo que les falta actualmente a Estados Unidos y a sus socios es la capacidad de dar apoyo y asesoramiento a las tropas afganas sobre el terreno. De hecho, en 2015 ni siquiera estuvimos presentes permanentemente para asesorar al Ejército afgano en la provincia de Helmand. Esa fue la causa principal de que se perdiese buena parte de la provincia a favor de los talibanes. Tampoco pusimos a los asesores adecuados para que ayudasen a otras formaciones afganas más pequeñas cerca de Kunduz antes de que la ciudad cayese temporalmente en manos de los talibanes en 2015. Solo se logró liberarla a costa de un alto precio, en especial para las fuerzas y los civiles afganos.

Aportar entre 3.000 y 5.000 soldados estadounidenses y aliados más permitiría desplegar varias docenas de equipos de asesoramiento. Esta cifra dista mucho de ser suficiente para asistir a todas las brigadas o batallones (estos últimos conocidos como kandaks), pero serviría para apoyar a las unidades que estuviesen participando en los combates más duros. Estos soldados adicionales también podrían ayudar de forma temporal a otras unidades afganas que necesitan sustituir a sus mandos, incompetentes y corruptos, por otros mejores. Por último, sería necesario el apoyo logístico de todos estos nuevos equipos y el emplazamiento de fuerzas de reacción rápida en diversos puntos del país que pudiesen ayudarlos si se encontrasen en dificultades.

Es necesario asesorar y ayudar a las fuerzas locales sobre el terreno, en especial a las unidades que participan en los combates más duros

Por supuesto, la solución no puede ser solo militar. El presidente Ashraf Ghani tiene que redoblar sus esfuerzos contra la corrupción, porque hasta ahora los resultados han sido modestos. El Gobierno debería reformar las comisiones electorales que supervisarán las elecciones generales y presidenciales de los próximos dos años.

Queda pendiente la cuestión de Pakistán. Ya hemos recortado considerablemente la ayuda al país. Podríamos recortarla aún más; podríamos señalar quiénes son las personas y las organizaciones que dan apoyo a los talibanes y castigarlas; podríamos atacar los objetivos talibanes en Pakistán con más contundencia. A la larga podríamos ofrecer incentivos, como un acuerdo de libre comercio, un aumento de la ayuda si Islamabad reduce su apoyo a los talibanes o lo suprime por completo. Pero nada de esto funcionará si los líderes paquistaníes no reconocen que dar refugio a los talibanes afganos es insensato y peligroso; que es lo mismo que dejar vivir a las serpientes venenosas en el país con la esperanza de que solo muerdan a los hijos de los vecinos, y no a los propios. Teniendo en cuenta cómo colaboran los grupos fundamentalistas en el sur de Asia, esa estrategia seguirá resultando contraproducente y someterá a Pakistán a la mayor de las amenazas para su existencia: la del extremismo interno.

En resumidas cuentas, el presidente Trump tiene razón. Ahora, en Afganistán, debemos retomar la fase de la misión que, imprudentemente, nos saltamos en 2015 y 2016, cuando redujimos demasiado y demasiado deprisa nuestra presencia allí. Eso requerirá varios miles de soldados más y el uso intensificado de la potencia aérea estadounidense y aliada durante quizás dos o tres años. Es posible que este planteamiento no nos dé una victoria brillante en Afganistán. Pero puede mejorar significativamente las probabilidades de evitar la derrota, y de apuntalar nuestro flanco oriental en la lucha más amplia contra el extremismo, el cual, por desgracia, seguramente permanecerá con nosotros durante al menos una generación.

Michael O’Hanlon es analista en la Brookings Institution. Su último libro es ‘The Future of Land Warfare’ (el futuro del combate terrestre).

Traducción de News Clips.

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