Gauchito Gil, el gran "santo" pagano argentino que reúne a 250.000 fieles
Asistimos a la fiesta en Corrientes del venerado mártir que iguala a policías y ladrones y tiene pequeños altares en todas las carreteras del enorme país autral
Nacho Romero es policía y viene desde Buenos Aires. En 2001 le prometió al Gauchito Gil, el santo pagano más venerado de Argentina, que tiene un pequeño altar en cada cruce de carreteras de este enorme país, que nunca lo abandonaría. Fue luego de un tiroteo con un ladrón. “La bala me ingresó por acá”, le cuenta a EL PAÍS mientras señala su pierna derecha, “Le pedí al Gaucho que me dejara rengo pero que no me amputaran y él me cumplió”. El Gauchito Gil, que murió a manos de un policía, es venerado por los ladrones. Nacho sabe que no está en su terreno natural, pero el santo lo une todo. “A veces no tengo ni un centavo pero vengo igual, porque él te acomoda y si haces las cosas bien te premia. Yo me fui por la puerta grande de la fuerza y nunca le falté el respeto a nadie, por eso hoy me encuentro con muchas personas a las que le tuve que leer los derechos, y no pasa nada, porque hoy somos todos devotos”. Romero busca dar crédito a sus palabras, entonces cambia su postura orgullosa por una más recatada y, cuidando de que no lo vean, muestra su carnet de policía que da cuenta que su baja fue en cumplimiento del deber. Es un toro que se sabe en rodeo ajeno.
Es enero y todo Corrientes se viste de rojo. Los pájaros carpintero, con su coronilla al viento, pasan a vuelo rasante sobre cientos de autos apurados, que flamean su bandera del Gauchito Gil agarrada de las ventanillas. La tradición pagana más popular de Argentina crece cada año. Antonio Mamerto Gil Nuñez, el gaucho en el que creen ricos y pobres, congrega unas 250.000 almas en Mercedes (a 680 kilómetros de Buenos Aires), en el preciso lugar donde un policía terminó con su vida, para luego convertirlo en santo. La celebración rebalsa en chamamé, asados y sustancias de todo tipo. Por un par de días, las diferencias sociales se caen y hasta los enemigos comparten una pasión que se siente a lo largo y ancho del país.
Como sucede todos los años, la celebración del Gauchito Gil está coronada por las fuertes lluvias estivales, y los accidentes viales también parecen formar parte de la tradición. En las rutas nacionales 12 y 123 se ven choques, coches volcados y promesas, incluso, antes de llegar. Se ven cuadrillas de gauchos a caballo y ciclistas asistidos por autos que avanzan a paso de hombre. La ruta se convierte en una peatonal intransitable y, antes de que caiga el sol, las filas de autos, furgonetas y buses improvisan una suerte de barrio, con angostos pasillos y mucho barro. A la vera de la ruta, los fieles montan sus campamentos, asados y fiestas particulares. Los promesantes llegan de todas las provincias del país pero también de Brasil, Bolivia, Paraguay, Uruguay y Chile.
Antonio Mamerto Gil Nuñez fue uno de los tantos gauchos que se ganaron la simpatía de los terratenientes y la usaron para proteger a los peones rurales. Su figura, muchas veces reducida a la del simple bandido rural, se ganó la enemistad del poder de turno durante la segunda mitad del siglo XIX. Devoto de San La Muerte, Gil se alistó en el ejército por temor a las represalias que le tenían juradas tras mantener un romance con una adinerada viuda muy respetada en Mercedes. Sin embargo, al iniciarse la guerra contra el Paraguay, desertó.
La leyenda cuenta que el 5 de enero de 1878, Gil tuvo que huir de la fiesta de San Baltasar -de quien también era creyente y a quien le debe el color rojo que lo caracteriza- en la localidad de Concepción, al enterarse que la policía le seguía los pasos. Tres días más tarde, uno oficial le dio captura a 8 kilómetros de Mercedes, lo colgó cabeza abajo de un árbol y lo ejecutó a sangre fría. Antes de morir, el Gaucho le dijo a su verdugo que estaba por “recibir la noticia de que tu hijo está muriendo por causa de una enfermedad; cuando llegués a tu casa rezá por mí y tu hijo se va a salvar, porque hoy vas a estar derramando la sangre de un inocente”. El policía le hizo caso y su hijo sanó. Entonces, volvió al lugar y le prometió a Gil que levantaría un santuario en su honor. Nadie sabía que los milagros continuarían y que con los años, los camioneros de Argentina llevarían el mito a todos los rincones del país.
En la actualidad, el santuario es un millonario negocio que recibe a cientos de miles de personas año tras año y deja ganancias cercanas a los 20 millones de pesos (1.260.000 dólares), con 400 puestos y hasta foodtrucks. Las filas que terminan en la imagen del Gauchito se desdoblan en Norte y Sur. El último obstáculo lo marca una valla de hierro y un policía. El hostigamiento al oficial es constante. Se repiten las mismas palabras despectivas una y otra vez: “botón”, “buchón”, “dejame pasar”. El oficial ejerce su poder apenas sonriendo y cuando da la orden, la barrera se levanta y todos entran como en manada. La devoción es extrema, todos intentan tocar la imagen y dejarle su ofrenda. Billetes, patentes y llaves de autos, tocados de novia, dinero en efectivo, flores, velas, botellas, fotos y placas de bronce que recuerdan algún familiar o compañero fallecido. La mayoría de los fieles aprovecha ese rato antes de que entre el nuevo malón; se sacan selfies, se abrazan y muchos lloran desconsolados. Lo tocan, se arrodillan, se persignan y le agradecen con énfasis. Para muchos, allí termina un viaje de miles de kilómetros que fueron recorridos exclusivamente para cumplir una promesa o pedir un milagro.
El escritor correntino Orlando Van Bredam es el autor de “El Retobado”, un libro que cuenta la historia de Gil. “Al Gauchito se lo puede definir por tres características”, advierte el hombre, “primero, el hecho de ser un gaucho; segundo, la condición de retobado. Gil no ingresa en la galería de bandido rural porque él no era un hombre que robaba a los ricos para darles a los pobres; en todo caso hizo enojar a los poderosos, se convirtió en un desertor. Algo que hoy podría ser un huelguista. En definitiva, un retobado es alguien que se rebela contra el poder, del padre, de la madre o del poder de turno. El Gauchito Gil tenía una autonomía de pensamiento que demostró al haber abandonado el ejército y haberse negado a pelear en la guerra de la triple alianza”.
Ezequiel y Gonzalo tienen 24 años y sus cuerpos tatuados con la imagen del Gaucho. Se conocieron en la interminable fila que conduce al santuario. Sin embargo, atraviesan realidades diferentes. El primero llegó desde Glew, en la provincia de Buenos Aires, especialmente para agradecer “por la salud de mi hijo, la fuerza que me da todos los días y el trabajo que lleva el pan a mi casa”. El otro, oculto tras sus gafas oscuras, cuenta que viajó desde Salta, donde estuvo preso por robo, hasta el año pasado. “Tengo la promesa de venir todos los eneros y por eso le hice un santuario en mi casa. Acá también hay muchos vigilantes que se pasean entre nosotros pero hay que dejarlos pasar porque hoy somos todos iguales”.
El tercero de los puntos que marca Van Bredam “tiene que ver con el hecho de que (el Gauchito) es un amigo, no un santo. A los santos se les piden milagros y a los amigos se le piden favores. Si uno recorre los santuarios del Gauchito Gil a lo largo del país lo que se ve son pedidos de favores. Los amigos no te piden certificado de conducta o moralidad, no les importa si sos bueno o vas a misa, los amigos te hacen favores siempre, en forma incondicional”. Y da lo mismo si se trata de un héroe o de un bandido.
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