El deterioro de la mentira
El actual clima de violencia revela que las buenas maneras dejaron de garantizar seguridad
Un amigo afirma: “La hipocresía es uno de mis cincuenta defectos y una de mis cinco virtudes”. Dependiendo de las circunstancias, mentir puede ser un agravio o un beneficio.
Obviamente mi amigo es mexicano, país que concibió la cortesía como una forma de supervivencia. Nuestra amabilidad depende menos del afecto que del deseo de no ser agredido.Sin embargo, el actual clima de violencia revela que las buenas maneras dejaron de garantizar seguridad. Además, vivimos en la sociedad del espectáculo, donde lo más íntimo se exhibe en las redes sociales. Las mentiras piadosas son ya un anacronismo.
México era tan amable que hasta el águila del escudo nacional pidió permiso para posar, según explica una canción. Un momento icónico del cine norteamericano ocurre cuando el héroe no puede más y le dice sus verdades a todo mundo. En Hollywood eso representa una catársis. Hasta hace poco, en cualquier oficina de México eso representaba un despido.
Los usos sociales de la sinceridad y la mentira cambian con el tiempo. Rousseau odiaba el teatro porque simulaba las pasiones y encubría las verdades. La cultura del siglo XVIII dependía de la gestualidad; los ilustrados se ponían peluca para disertar con elaborada gracia en los salones. El autor de Las Confesionesse opone a esa mascarada y a la idea de construir un teatro en Ginebra, donde se celebraría “el arte de desfigurarse, de asumir un carácter distinto del propio, de aparecer diferente de lo que uno es, de enardecerse a sangre fría, de decir algo distinto de lo que se piensa, y eso con tanta naturalidad como si en verdad se pensara así, y, finalmente, de olvidar su propia situación por el hecho de que uno se traslada a la de otro”.
El argumento podría tomarse como un elogio del carácter del mexicano y del teatro. Sin embargo, para Rousseau, toda representación rebaja la integridad de la persona, pues le permite suponerse como otra. La rectitud rehuye el fingimiento. Ni siquiera en la esfera del arte eso puede tener sentido, ya que constituye un mal ejemplo.
En su Carta al Señor d'Alambert, preconiza una sociedad de la transparencia donde se actúe con franqueza y vigilancia recíproca: “Bajo los ojos del público, censor nato de las costumbres de los otros”. Y en Julia o la nueva Eloísa dice que el hombre digno construye su casa en tal forma que pueda verse todo lo que ocurre en ella.
Experto en lances libertinos, dramaturgo consumado, Denis Diderot opina, por el contrario, que la comunicación requiere de disfraces. En La paradoja del comediante, argumenta que la emoción actuada es más eficaz que la real. El actor debe concebir a su personaje desde la inteligencia, sin sucumbir a arrebatos: “Un hombre frío, que no siente nada, pero que simula superiormente la sensibilidad”. Sólo así puede hacer llorar al público. El teatro permite que el ciudadano experimente emociones que no tiene en el mundo de los hechos. De ahí su valor moral.
Hasta hace poco la postura de Diderot prevalecía sobre la de Rousseau. Los simulacros, las insinuaciones, los valores entendidos, la discreción y el silencio eran recursos de la comunicación. La experiencia se teatralizaba, con resultados no siempre positivos (pensemos en la doble moral de la sociedad victoriana o en el México donde los próceres aspiraban a la gloria pública y a seis vidas privadas).
“La culpa es de Rousseau”, dice el pequeño Gavroche en Los miserables, refiriéndose a la Revolución. Sería injusto atribuirle el torrente de innecesarias confesiones que circulan en las redes sociales. Lo cierto es que ha ganado una batalla póstuma a Diderot. El padre de la Enciclopedia es un disidente en tiempos de la Wikipedia.
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