De frente
Alcancé a decirle a Ignacio Padilla lo admirable de sus muchas páginas, lo entrañable de su prosa
Por un infarto que parecía de Miura, llevo un lustro intentando decir – de frente—las impagables deudas de gratitud, los signos de admiración y también el íntimo desprecio e incluso, cuitas siempre pendientes, directamente a quienes corresponden. Decirlo de frente, en vivo y a los vivos (también a mis muertos, confiándoles la espera) y dejar para siempre de arrepentirme por no haber abrazado a los escritores que enseñan en cada párrafo, los amigos incondicionales, los afectos instantáneos y, también los amores contrariados. Creyendo que era yo el que se iba, alcancé a decirle a Ignacio Padilla lo admirable de sus muchas páginas, lo entrañable de su prosa y aún así, no niego el dolor de mar en los párpados que dificulta despedirnos ahora que se ha ido intempestiva-imprevisiblemente y hacer pública mi admiración no exenta de envidia que no se no se alivia con su partida. Es decir, por mucho que uno intente saldar de frente las cuentas pendientes, queda siempre un filo emocional que se perfila en silencio.
Celebro que en días pasados mis admirados y entrañables maestros y amigos Rosa Beltrán, Enrique Serna y Juan Villoro se reunieran en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México para celebrar el medio siglo de publicación de la novela De perfil de José Agustín y de paso festejarle los 72 años de su muy fructífera vida a este autor al que había que decirle en público y en voz de sucesivas generaciones los muchos frutos que transpira esa novela al paso de las décadas. Había que decirle de frente al autor de De perfil que su novela fue un parteaguas no sólo en la psicodélica época en la que la cuajó, sino en las cíclicas épocas de tantos Méxicos que parecen reciclar surrealismos, tribulaciones y pendencias de generación en generación, de La Onda al Crack y Más Allá.
De lejos, tan cerca, se sabe que Villoro, Serna y Rosa Beltrán subrayaron el giro casi hipnótico (como de logotipo para una olimpiada por venir) que cobró el panorama de la literatura mexicana con esa onda que era tinta de todos los colores, el happening libre de la prosa al vuelo sin complejos y sí, decirle de frente para que conste, que no pocos escritores se afanaron en querer ser autores precisamente por leerlo.
En mi caso, consta que así como cargué con El principio del placer de José Emilio Pacheco como si fuera un pasaporte, así andaba con mi gastado ejemplar de la íntima Serie del Volador bajo el sello de la editorial Joaquín Mortiz con su título De perfil como un secreto salvoconducto: era una novela –whatever that means, cuando apenas intenta el lector aprehender su real significado—escrita por un joven de una década anterior, ex alumno de una escuela lasallista que, de pronto, pasaba a ser leído –a escondidas—por no pocos alumnos lasallistas que ya intuíamos que había muchos más mundos allá afuera de las hileras de los pupitres y del Ángelus al mediodía. Lo leíamos con la saliva traviesa que se filtra en la hormona en cuanto un párrafo permite un encuentro más que cercano con la sirvienta, y la papaya se vuelve más que una metáfora en el verso y reverso de una intimidad que se esconde tras una piedra, allá en el fondo del jardín, en un mundo callado con toda la música a todo el volumen que rockea en las sienes incluso sin audífonos.
Mi generación leyó De perfil a diez años de su publicación y navegamos de pronto en un mar intemporal sobre el submarino amarillo de una infancia con ganas de besar en la boca a Angélica María, pasar del roll del primer rock al karma de un zeppelín, honrar la memoria policromada de Hendricks con guitarra en llamas al íntimo requinto como de bolero con el que la vida de todos los días, las casas que olían a frijol de olla exprés, los calcetines blancos por debajo del pantalón de terlenka brincacharcos y el sinsentido cíclico de quienes ven toda melena como señal de criminalidad. José Agustín hablando en cada párrafo con la voz que le inventábamos conforme cambiábamos de voz, echando gallitos y falsetos al tiempo que descubríamos que todo antojo de eso que llaman libertad se vale; se valía al menos en el ancho campo sin bardas de la prosa sobre el papel, línea a línea adjetivos que no se mencionaban en las clases de literatura oficiales donde leíamos a la Pepita Jiménez de Juan Valera no como dama decimonónica, sino imaginándola a go-gó, mezclando Lynard Skynard con el ¿Quién puso el bomp en el bomp-shi-bomp-shi-bomp? y a Johnny Laboriel en la Quebrada de Acapulco o un road trip de Kerouac protagonizado por la propia Angélica María con guión de Ibargüengoitia, ram-alama-ding-dong.
El mural polifacético y multicolor que conforman las cinco décadas de lectorio que seguirá acumulando la novela De perfil exigía la oportunidad para decírselo a su autor De frente y que así José Agustín confirme una vez más lo que ya sabe –incluso de marabunta—cada vez que se presenta en público: hay un mar de lectores agradecidos que –así pasen los años—seguirán portando como estandarte de libre paso no sólo las alas que se abren con la lectura de esa novela como espejo, sino no pocas latitudes de todo el mundo de su generosa literatura.
Así, de frente.. tal como también hay que evocar la sonriente conquista de todos los géneros que lograba Ignacio Padilla en cada aventura de sus letras como caballeros andante y así de frente, como también hay decirle a los plagiarios y perdularios, los que creen que siempre tienen la razón, sin moralinas ni rasgadas vestiduras para que se retraten bien peinados todos los que apuestan por la amnesia y esa impunidad que mancha el paisaje de México con su miserable biografía y la asquerosa cara de perfil, porque no pueden mirar de frente.
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