Brasil, Argentina y el veneno del odio
La crisis no perdona a ninguno... Cada cual a su manera, tiemblan y sufren ajustes
Las costas brasileñas son cálidas y eternas. Contienen las playas más bonitas del mundo. Cuando el tipo de cambio lo permite, los argentinos nos lanzamos sobre ellas. No solo eso les envidiamos. Sus mujeres, faltaba más, no son más lindas que las nuestras pero tienen fama de ser más salvajes. Y encima, durante décadas, no hubo dudas de que Pelé era el mejor de la historia. Luego nosotros compensamos con Messi y Maradona, pero no alcanza porque, ay, ellos son pentacampeones. Esa envidia ancestral explica que, en el 2014, los argentinos hayamos sido felices por un día gracias al sabroso 7 a 1 de Alemania sobre Brasil en el Maracaná.
En las últimas décadas, la envidia se trasladó a la política. En los noventa, cuando aquí y allá se aplicó el recetario ortodoxo, a ellos les tocó un respetable sociólogo que se llamaba Fernando Henrique Cardozo, y a nosotros Carlos Menem, un personaje pintoresco e inescrupuloso. Luego, Brasil tuvo un líder obrero, que había resistido a la dictadura, y a todas las tentaciones. Y nosotros una pareja multimillonaria que había participado de la fallida fiesta de los noventa. Ellos pudieron enfrentar con una devaluación controlada la crisis que llevó de una cosa a la otra. La Argentina, en cambio, quebró. En el último siglo, por si fuera poco, nosotros pasamos de ser promesa de potencia a rebotar de crisis en crisis, mientras ellos crecían hasta ser una referencia mundial, uno de los BRICS.
No dábamos más de envidia hasta que hace unos días vimos el tumulto de diputados que empujaba a Dilma al abismo, ese montón de fascistas, fanáticos de todo pelaje, oscuros predicadores del evangelio, ladrones que acusaban a ladrones de ser ladrones.
Y por un ratito, en comparación, los argentinos nos sentimos noruegos.
La crisis regional que está produciendo el fin del boom de las commodities nos afecta a ambos. Pero la democracia argentina la está asimilando con algo más de flexibilidad. Por eso, el ministro de Economía, Alfonso Prat-Gay, definió a Argentina como a “sunny spot” (un lugar soleado). Esa ventaja, sueña el Gobierno, puede atraer inversiones.
Sin embargo, hay muchos más paralelismos que diferencias. La crisis no perdona a ninguno. Brasil cae en picada. Argentina está sumergida en una estanflación de efectos sociales que empiezan a ganar dramatismo. Con distinto grado, los escándalos de corrupción aquí y allá afectan a oficialistas y opositores, corroen toda esperanza racional. Y aunque la tensión política es más extrema en Brasil, la diferencia es en los márgenes. Basura, dictadura, golpista, comunista, ladrón, traidor, mercenario, vendepatria, canalla, o. simplemente, hijo de remilputas, esos adjetivos que se escucharon en Brasilia son, también, los que enferman la política argentina, en las altas esferas y en la ardua discusión cotidiana. Aquí y allá, demasiada gente cree que tiene razón.
Esta semana, el historiador José Murilo de Carvalho se refirió justamente al rol del odio en la crisis brasileña: “La política del odio comenzó en Brasil en la década del 1950, ejecutada por la Unión Democrática Nacional (UDN) contra Getulio y sus aliados. En la década de 1980, muerta hacía tiempo la UDN, el PT llevó para la izquierda ese estilo enragé de hacer política. Ese estilo hoy se generalizó y, en ese sentido, no hay inocentes”, dijo, a la edición brasileña de EL PAÍS. Es una descripción precisa de lo que ocurre en la Argentina, si se cambian algunos nombres —en lugar de Getulio, Perón; en lugar del PT, el kirchnerismo—.
Brasil y Argentina, cada una a su manera, tiemblan. Se llama crisis de las materias primas. Viene aderezada con ajustes y con el veneno del odio.
Ojalá el mal rato dure poco, porque mientras tanto nos distraemos de lo que realmente importa: sus playas, su cerveza y explicar que, aun con sus insignificantes defectos, no hubo ni habrá nadie como Maradona.
Menos que menos, un brasileño.
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