El Ejército mexicano se disculpa por primera vez por un caso de torturas
En un sorprendente viraje, el general Cienfuegos condena ante 26.000 soldados los abusos difundidos en un vídeo y advierte que expulsará del Ejército a quien los perpetre
El poder militar pidió perdón. Por primera vez en la historia de México, el jefe de las Fuerzas Armadas se disculpó públicamente por un caso de tortura. Ante 26.000 soldados, el general de división y secretario de la Defensa Nacional, Salvador Cienfuegos, calificó la violencia ejercida por dos militares sobre una detenida de “repugnante, lamentable y deplorable” y lanzó una advertencia que sonó como una orden directa para una institución inmersa desde 2006 en una sangrienta y brutal lucha contra el narco: “Quienes actúan como delincuentes, quienes no respetan a las personas, quienes desobedecen no sólo incumplen la ley, sino que no son dignos de pertenecer a las fuerzas armadas”. Un mensaje que, después de años de oídos sordos y desgaste político, parece augurar un cambio de rumbo en el impenetrable Ejército mexicano.
El detonante de este insólito acto de contricción ha sido un vídeo que ha horrorizado a un país acostumbrado a todo tipo de espantos. La grabación, a lo largo de cuatro minutos, recoge con todo lujo detalles cómo dos militares y un policía torturan a Elvira Santibáñez Margarito, de 21 años, alias La Pala. Detenida por su presunta vinculación al cártel de la Familia Michoacana, los soldados la someten a un bárbaro ejercicio de violencia: le tapan y golpean la cabeza, la insultan, le hacen sentir el cañón de una metralleta en el cráneo, la asfixian con una bolsa de plástico. “¿Vas a hablar? ¿Ya te acordaste o quieres mas”, le inquieren, mientras la mujer se deshace en gritos.
La tortura fue perpetrada en febrero de 2015 en Ajutchitlán del Progreso, ubicado en el corazón del estado de Guerrero, el mismo en el que se cometió la matanza de Iguala. En esta tierra bañada en sangre, cuyas montañas ocultan los mayores campos de opio de América, los cárteles libran desde hace una década una guerra sin cuartel. Ahí, las matanzas son una constante, y la intervención del Ejército se ha visto en más de un ocasión enlodada por la violencia. Pese a ello, las sanciones a militares han sido excepcionales y la respuesta habitual del poder armado ha sido defender contra viento y marea a sus soldados.
En el caso de Ajutchitlán, esta línea se ha quebrado. El vídeo fue enviado a la Secretaría de Defensa Nacional en diciembre, y al mes siguiente, tras ser informada la fiscalía, se detuvo a los autores de las torturas: un capitán y una policía militar. Aunque los cargos exactos no han trascendido, ambos permanecen encarcelados bajo jurisdicción militar. El caso, con todo, hubiese quedado oculto si no fuera porque la grabación saltó el miércoles pasado a las redes sociales y desató una gigantesca ola de indignación.
Frente al hermetismo habitual, el general Cienfuegos ha lanzado una disculpa pública, clara y sin fisuras. Algo totalmente inesperado en quien es considerado por las organizaciones de derechos humanos como un halcón que ha mantenido un implacable pulso con el narco y a quien episodios tan turbios como la matanza de Tlatlaya, con 22 civiles muertos a manos del Ejército, apenas le hicieron parpadear.
“Los he reunido este día, porque es necesario expresar públicamente nuestra indignación por los hechos lamentables que sucedieron hace 14 meses en Ajutchitlán del Progreso y que han sido difundidos a través de un vídeo en las redes sociales, en el que se aprecia que malos integrantes de nuestra institución empañan la actuación de miles de hombres y mujeres y hombres en uniforme militar […] Ofrezco una sentida disculpa a toda la sociedad agraviada por este inadmisible evento”, afirmó Cienfuegos ante generales, jefes, oficiales y soldados.
El viraje del alto mando, aunque sorprendente, no deja de encuadrarse en el intento del Gobierno de Enrique Peña Nieto de quitarse un lastre de encima. El uso de la fuerza militar en tareas de seguridad pública fue puesto en marcha por el panista Felipe Calderón en 2006. Dio comienzo entonces un enloquecido combate contra el narco, que acabó en una pesadilla de 80.000 muertos y 20.000 desaparecidos. La llegada al poder de Peña Nieto en 2012 redujo la intensidad de esta estrategia, pero de ningún modo acabó con ella. Frente a las esperanzas de los organismos internacionales, el presidente la mantuvo como espina dorsal de la lucha contra los cárteles, hasta el punto de que ahora mismo hay 50.000 soldados movilizados en la persecución del crimen organizado.
Este despliegue militar, aunque aplaudido por una mayoría de la población, que ve en el Ejército la única institución capaz de enfrentarse al narco, ha sido fuente de todo tipo desmanes. Y por ello mismo una inagotable frente de desgaste político. El propio relator especial de la ONU contra la Tortura, Juan Méndez, estableció en su último informe no sólo que la tortura era generalizada en México, sino que en gran parte era debida al empleo de la fuerza militar y a la incapacidad de las instituciones para contenerla. Muestra de ello era que entre 2005 y 2013 sólo se hubiesen dictado cinco condenas judiciales por esta causa.
Las críticas de la ONU, reiteradas en numerosos foros, han sido rechazadas una y otra vez por el Gobierno mexicano. Su intento de reducir el fenómeno a “casos aislados” le ha supuesto más de un conflicto diplomático y ha agudizado la percepción de que, pese a los cambios legislativos emprendidos y a la reducción de denuncias por torturas, nada puede contra el muro militar. Las disculpas de Cienfuegos, su “repugnancia” ante el caso de Ajutchitlán y sus advertencias “dirigidas desde el cabo al general” suponen, al menos en términos declarativos, un cambio de rumbo.
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