Trump: La banalidad del mal
El reto no es entender a Hitler, sino que un país desarrollado abrace en masa tesis extremas
“Dicen que tengo a la gente más leal, ¿han visto? Podría pararme en medio de la Quinta Avenida y disparar a alguien, y no perdería ningún votante. Es increíble”, dijo hace unos días Donald Trump durante un acto de campaña en Iowa, mientras apuntaba con la mano como si fuera una pistola. Su intervención fue recibida con risas y aplausos.
Más allá del ego desmesurado del candidato, la elección de sus palabras revela algo más preocupante: la ausencia de alguna noción moral. Su argumento no solo entraña un “me quieren por encima de cualquier canallada”, supone también una creencia en su propia excepcionalidad; la certeza de encontrarse por encima de las normas que operan para el resto de los mortales.
La “excepcionalidad” de Donald Trump es menos extraordinaria de lo que parece. Narcisos desaforados y millonarios excéntricos, por decir lo menos, existen en cualquier región del mundo. El misterio no es él, sino el hecho de que millones estén dispuestos a votar por él para presidente. El apoyo que recibe entre los republicanos (entre un 36 y un 41%, según la encuesta de que se trate) dobla a la de su más cercano perseguidor (Ted Cruz). Toda proporción guardada, para los historiadores el reto no es entender a Hitler, en última instancia un fanático desequilibrado, sino el hecho de que un país desarrollado y comparativamente culto haya abrazado en masa tesis extremas, absurdas algunas; o que decenas de miles hayan participado en el exterminio masivo de vecinos y coterráneos, mujeres y niños incluidos.
El apoyo sostenido que ha recibido Donald Trump a lo largo de estos meses comienza a poner inquietos a muchos. Su encumbramiento mediático fue explicado como una especie de exabrupto pasajero. El morbo que generaban sus declaraciones y la capacidad de poner en palabras los sentimientos inconfesables de muchos norteamericanos resentidos justificó su popularidad inicial; pero se entendía que una vez que la campaña se centrara en la agenda de propuestas y soluciones a los problemas del país, las ocurrencias simplistas, ignorantes y estrafalarias de Trump pasarían a un segundo plano. No ha sido así, por el contrario, los adversarios de corte “profesional” como Jeb Bush se han eclipsado lastimosamente.
¿Qué está pensando esa enorme base republicana que apoya a Trump? ¿De veras creen que puede ser presidente? Es comprensible que el electorado conservador disfrute de frases que suenan bien a sus oídos: la promesa de borrar al Estado Islámico a punta de bombardeos, prohibir el ingreso de musulmanes a Estados Unidos, o hacer inexpugnable la frontera con México con recursos pagados por los propios latinos. Pero la mayoría de los adultos están en condiciones de reconocer la diferencia entre la realidad y los deseos. O no. No fue así en la Alemania de los años treinta, después de todo.
Tratando de entender lo inexplicable, Hannah Arendt acuñó la frase “banalidad del mal” para describir la manera en que miles de personas se desasociaron de sus códigos morales para entregarse a los designios de sus líderes. En los ejecutores materiales del genocidio, dice Arendt, no existía un pozo de maldad abismal ni tenían una particular inclinación por la crueldad. Eran, más bien, individuos capaces de operar sin reflexionar en las consecuencias de sus actos por la sencilla razón de estar cumpliendo órdenes y actuar según se esperaba de ellos. La filósofa argumentó lo anterior no para disculparlos, por el contrario, para dar cuenta de la complejidad humana y estar alerta ante la banalidad del mal y evitar que eso ocurra.
Pues algo está ocurriendo con el apoyo a Trump de parte de tantos estadounidenses, muchos de ellos seguramente ciudadanos decentes. Como si de alguna forma se desasociaran de las consecuencias morales de sus propuestas. Quiero pensar que ese apoyo no alcanzará para instalarlo en la Casa Blanca, pero ciertamente algo preocupante está sucediendo ante nuestros ojos.
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