Así se empieza
Las ciudades que hace unos años eran consumidas por la violencia homicida no cayeron en la tragedia de golpe, sino poco a poco
Hace cinco años, la aparición de un cadáver calcinado en alguna calle de Ciudad Juárez, o colgado en un puente peatonal de Monterrey o arrojado con un mensaje amenazante en alguna banqueta de Torreón, eran signos inequívocos de una lucha entre grupos del crimen organizado, y el consenso entre autoridades, medios de comunicación y ciudadanos era general: si parecía pato, graznaba como pato y caminaba como pato, tenía que ser pato.
Excepto en la Ciudad de México, que si atendemos lo que dicen las autoridades, es el único lugar del país (quizá del planeta) donde la aparición de tres cuerpos en menos de dos días en lugares cercanos, uno de ellos colgado de un puente, otro calcinado, con mensajes que aluden a pugnas en una cárcel, no sugiere, al menos como hipótesis, un modus operandi del crimen organizado.
Claro que no todos compran la fantasía del gobierno capitalino. Los tres cadáveres encontrados la semana pasada en la delegación Iztapalapa se unen a otros hechos como el asalto masivo de comensales en un restaurante de la colonia Roma, el multihomicidio de la colonia Narvarte en julio pasado y las constantes denuncias de extorsión por parte de dueños de comercios, para quebrar poco a poco el cascarón de seguridad que presumía la Ciudad de México, sobre todo en los años en que la violencia consumía todo el país al norte de Naucalpan y al sur de Tlalpan.
La negativa del gobierno de la Ciudad de México a aceptar la presencia del crimen organizado en la capital no sólo es ingenua, sino también peligrosa
La negativa del gobierno de la Ciudad de México a aceptar la presencia del crimen organizado en la capital no sólo es ingenua, sino también peligrosa. Hace unos días un periodista capitalino me preguntaba mi opinión sobre estos hechos de violencia, desde la perspectiva de alguien que vive en un lugar (la Comarca Lagunera) que padeció la violencia asociada a los cárteles del narco. Y la advertencia la puede dar cualquiera que vive en ciudades que padecieron lo mismo: Así se empieza.
Las ciudades que hace unos años eran consumidas por una violencia homicida que cada mes dejaba centenares de personas asesinadas, secuestradas, asaltadas y extorsionadas, no cayeron en la tragedia de golpe, sino poco a poco, con síntomas que se iban acumulando pero que nadie atendía, hasta provocar el colapso.
El final de la década pasada y el inicio de ésta son recordados en ciudades como Juárez, Torreón o Monterrey como años de cuerpos colgados o arrojados en la calle decapitados o desmembrados; de balaceras en grandes avenidas o multihomicidios en bares y lugares de reunión social; de secuestros, extorsiones y asaltos a mano armada; de narcomantas en las calles y narcomensajes en los cadáveres.
Pero un repaso a la historia reciente nos dice que las primeras ocurrencias de estas atrocidades se dieron por lo menos dos años antes de que se volvieran generalizadas. 2007, por ejemplo, fue un año relativamente pacífico en la zona metropolitana de La Laguna, con un total de 89 homicidios, uno cada cuatro días. Pero fue en ese año cuando se dio el primer multihomicidio ligado al crimen organizado, cuando se encontraron las primeras fosas clandestinas, cuando ocurrió el primer ataque armado contra policías y se registraron las primeras balaceras en avenidas principales, cuando comenzaron las amenazas a la prensa.
Es decir, todo lo que puso los reflectores sobre la Comarca Lagunera a la vuelta de la década en realidad había empezado años antes, con hechos que por ser infrecuentes no registraban escándalo. Cuando empezaron esos síntomas, en aquel 2007, las autoridades federales y locales se llenaban la boca de declaraciones que hablaban de “hechos aislados” y de “blindajes” para evitar que el crimen organizado tuviera un “efecto cucaracha”. Es decir, no había crimen organizado en la región y se iba a trabajar para que no llegara.
“Trabajaron” tanto que en 2008 la cifra de homicidios se duplicó a 190 y para 2009 ya se había quintuplicado, a 492 casos. Los 1,100 homicidios de 2012 fueron 12 veces más que los de cinco años antes.
No necesita haber una ola de violencia en una ciudad para que autoridades y habitantes acepten la presencia del crimen organizado
Lo mismo ocurrió en Ciudad Juárez, donde en tres años la cifra de homicidios pasó de menos de 300 (2007) a unos 3,500 (2010). Pero desde 2006 y 2007 ya se registraban balaceras en vías transitadas a plena luz del día y ataques contra policías, comenzaban a aparecer cuerpos con narco-mensajes o huellas de tortura y se hallaron las primeras “narco-fosas”. Eran infrecuentes en aquellos años, pero con el paso del tiempo resultó que eran los síntomas. Todo lo que Juárez vivió en la vorágine de 2010 en realidad ya había ocurrido años antes.
La lección de estas historias es que no necesita haber una ola de violencia en una ciudad para que autoridades y habitantes acepten la presencia del crimen organizado. Los síntomas empiezan desde antes. Quizá hace 10 años había menos antecedentes para que los habitantes de Juárez, La Laguna, Tijuana, Monterrey, Durango, Nuevo Laredo o Culiacán, entendiéramos que el modus operandi del crimen organizado en “hechos aislados” iba a multiplicarse si no se asumía como síntoma de una penetración criminal.
La Ciudad de México ya tiene el lujo de la retrospectiva, de saber lo que pasó en otros lados. El jefe de Gobierno, Miguel Ángel Mancera, tiene la idea de solucionar el brote de violencia en Iztapalapa poniendo más cámaras de videovigilancia. Quizá no sepa que lo mismo dijeron hace años los gobernadores de Coahuila, Chihuahua, Durango o Nuevo León, donde pueden decirle Mancera lo que terminó pasando: los delincuentes destruían las cámaras a balazos antes de hacer sus “trabajos” o, peor aún, infiltraban las policías para controlar los centros de monitoreo.
Las ciudades que he mencionado pudieron sobreponerse a la violencia por una combinación de factores que tomó tiempo en cuajar. Años tuvieron que pasar y se tuvo que tocar un bajo fondo para que hubiera suficiente participación ciudadana que metiera presión; para que las autoridades entendieran la magnitud del problema, algo que en ocasiones sólo fue posible tras un cambio de gobernador o alcalde o del cambio en el gobierno federal; para que se lograra una depuración policiaca que produjera corporaciones confiables; para que se redujera la impunidad con la captura no sólo de grandes capos sino también de células de sicarios, para que se intervinieran los lugares que cultivaban delincuentes por falta de oportunidades y para que los grupos criminales entendieran que llevar la violencia al campo abierto les resultaba contraproducente.
Ahora ya se ven los frutos. Ciudad Juárez pasó de 3,500 homicidios en 2010 a 420 en 2014, cifra poco arriba que la de 2007. La Laguna bajó de 1,100 en 2012 a 261 el año pasado y la cifra podría bajar a 200 este año, el nivel de 2008. En Nuevo León disminuyeron de más de 2 mil en 2011 a unos 550 en 2014.
Pero la discusión de lo que pasó en otras ciudades está ausente entre las autoridades de la Ciudad de México, a pesar a pesar de las advertencias de organizaciones de la sociedad civil. Durante años considerada impermeable a la ola de violencia que vivía el resto del país, los homicidios en la capital aumentaron 15 por ciento del primer semestre de 2014 al mismo periodo de este año.
Así se empieza, con la escalada gradual del crimen. Con extorsiones que no se denuncian y asaltos que desatan pánico pero quedan impunes. Con una mayor saña en los homicidios o el asesinato de cinco personas en un departamento de la colonia Narvarte que, independientemente de la hipótesis que se acepte, nadie considera obra de un psicópata solitario. Dos, tres años después estos hechos pueden volverse más frecuentes si no se aplica una vacuna a tiempo. Esa es la lección que algunas ciudades norteñas pueden ofrecer a la capital: así se empieza.
Javier Garza Ramos es periodista radicado en Torreón (Coahuila), colaborador del Centro Internacional para Periodistas.
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