Columna

El pasado como excusa

En política interior, Alemania gira hacia el centro, y en política exterior, hacia fuera

Mercantilismo indiferente. Ese sería, a decir de los críticos acérrimos, el paradigma que habría dominado la política exterior alemana durante la legislatura anterior. ¡La China de Europa!, señalaban los más exaltados, solo preocupada por vender armas, comprar energía barata y abundante, no hacer muchas preguntas sobre la democracia y los derechos humanos y desentenderse de cualquier responsabilidad en lo relativo al mantenimiento de la paz y seguridad mundiales.

Criticamos con frecuencia la política europea de Merkel por cortoplacista (¿recuerdan cuando el ministro de Exteriores españo...

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Mercantilismo indiferente. Ese sería, a decir de los críticos acérrimos, el paradigma que habría dominado la política exterior alemana durante la legislatura anterior. ¡La China de Europa!, señalaban los más exaltados, solo preocupada por vender armas, comprar energía barata y abundante, no hacer muchas preguntas sobre la democracia y los derechos humanos y desentenderse de cualquier responsabilidad en lo relativo al mantenimiento de la paz y seguridad mundiales.

Criticamos con frecuencia la política europea de Merkel por cortoplacista (¿recuerdan cuando el ministro de Exteriores español, García-Margallo, dijo que Merkel “siempre llegaba 15 minutos tarde” a la crisis del euro?). Pues eso no ha sido nada comparado con la política exterior de Merkel y su ministro de Exteriores en el anterior Gobierno, el liberal Guido Westerwelle. No es que el tren llegara tarde, es que nunca salió de la estación. ¿Por qué esa diferencia entre una política y otra? Mientras en las cuestiones europeas, Merkel siempre ha tenido a su lado un ministro de Economía y Hacienda, Wolfgang Schäuble, mucho más europeísta y con más visión del largo plazo que ella, en Exteriores y en Defensa, los ministros de Merkel han tendido a reforzar su desinterés y desentendimiento en lugar de cuestionarlo.

El punto álgido del desprestigio de la política exterior de Alemania fue la abstención de Berlín en la votación sobre Libia en marzo de 2011 en el Consejo de Seguridad, alineándose con Rusia y China y dejando en la estacada a EE UU, Francia y Reino Unido, sus aliados naturales. ¿Para eso quería Alemania un asiento permanente en el Consejo de Seguridad?, preguntaban los críticos, ridiculizando la campaña alemana para lograr que esa institución reflejara las relaciones de poder del siglo XXI en lugar del orden de 1945. ¿Es que Alemania no estaba dispuesta a ensuciarse las manos? ¿O es que se percibía a sí misma más como una potencia emergente y sentía tener más en común con los BRIC (Brasil, Rusia, India y China) que con el viejo Occidente y la OTAN, en cuya estructura militar está plenamente integrada? Atrás quedaba, borrosa como un espejismo, la política exterior de Joschka Fischer, el político que logró que Los Verdes, genéticamente pacifistas, acabaran aprobando la participación de Alemania en la guerra de Kosovo al son, precisamente, de una lectura del pasado que, en lugar de a la parálisis, les llevara al compromiso.

Pero las cosas están cambiando. Con los socialdemócratas en el Gobierno, el Ministerio de Exteriores ha vuelto a caer en las manos de Frank-Walter Steinmeier, un peso pesado del SPD que ya ocupó esa cartera en el primer Gobierno de coalición (2005-2009) mientras que en la cartera de Defensa, Merkel ha situado a su probable sucesora, Ursula von der Leyen. Ambos tienen ambición y defienden una Alemania que, en línea con lo sostenido recientemente por su presidente, Joachim Gauck, acepte que tiene una especial responsabilidad a la hora de contribuir a la paz y la seguridad en lugar de, en palabras de Gauck, utilizar la culpa del pasado para justificar la pereza mental.

En política interior, Alemania gira hacia el centro, y en política exterior, hacia fuera. El becerro de oro del superávit comercial seguirá ahí: pero el mercantilismo será comprometido, en lugar de indiferente.

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