La autoficción no es cosa de hombres
Este género se ha convertido, en manos de mujeres, en un movimiento conscientemente femenino de reivindicación y denuncia de una realidad soslayada
Una pregunta recurrente para cualquier escritora es qué opinión nos merece la literatura femenina. A mí, esta categoría solía parecerme discriminatoria, pues a nadie le han preguntado jamás por la literatura masculina. De hecho, solía pensar que el género es indetectable en la poética, algo que evidencia el hecho de que muchísimas mujeres hayan publicado con nombre de varón sin que nadie se percatase a lo largo de la historia. Sin embargo, ...
Una pregunta recurrente para cualquier escritora es qué opinión nos merece la literatura femenina. A mí, esta categoría solía parecerme discriminatoria, pues a nadie le han preguntado jamás por la literatura masculina. De hecho, solía pensar que el género es indetectable en la poética, algo que evidencia el hecho de que muchísimas mujeres hayan publicado con nombre de varón sin que nadie se percatase a lo largo de la historia. Sin embargo, el reciente boom de autoficción escrita por mujeres me ha hecho cambiar de idea. Y empiezo a pensar que la nueva autoficción no ha sido, hasta ahora, cosa de hombres.
Suele decirse que autoficción se ha hecho siempre y que las nuevas escrituras del yo firmadas por mujeres no son originales en este sentido. Pero no estoy de acuerdo. Porque habría que entender la autoficción no como un relato de la propia vida, sino como un relato en que lo vivido ha de transformarse para que cobre sentido. No es una vida con mentirijillas cuyo objeto es justificarse, ennoblecerse o lamentarse, sino una vida que solo puede ser contada en virtud del trabajo literario que hacemos con ella. Por ejemplo, Mortal y rosa, de Paco Umbral, encajaría en esta definición.
Pero en el fenómeno global de la nueva autoficción, sucede además que este trabajo literario consiste en sacar a la luz lo que siempre ha estado a la vista pero no se ha visto. Hacer ver en lo visible es una tarea literariamente comprometida pero no tan fácil. Y lo que se quiere hacer ver dentro de lo visible, dentro de esta corriente, es la explotación y denigración de la mujer en el interior de sociedades heteropatriarcales. El trabajo literario asume pues su mayor dificultad en no convertirse en una polémica de actualidad, sino en ofrecer la posibilidad de penetrar en las capas opacas de lo visible. Unas lo harán mejor que otras, claro está. Pero son muchísimas y muy distintas las voces que escriben desde esta posición en todo el mundo. Pienso en Deborah Levy (El coste de vivir), Rachel Cusk (Despojos), Aixa de la Cruz (Cambiar de idea), Vanessa Springora (El consentimiento) Camila Sosa Villada (Las malas), Vivian Gornick (Apegos feroces), Eider Rodríguez (Material de construcción), Alana Portero (La mala costumbre)… y tantísimas otras.
En este sentido, algo sustancial para definir esta nueva autoficción es que se ha convertido en un movimiento consciente y conscientemente femenino de reivindicación y denuncia de una realidad soslayada. Y lo que está haciendo este movimiento es crear una visión del mundo y un discurso al que pueda no sólo adherirse la mujer, sino dotarla de una identidad precisa. Y al hacerlo está reventando el corsé que estrangulaba históricamente el imaginario de lo femenino. Del mismo modo el realismo mágico se constituyó en la realidad de lo iberoamericano y los iberoamericanos lo asumieron como tal en su imaginario cultural. Era más que literatura, era una forma de ser y de mirar.
Pienso que, quizás, la forma de pertenencia a un movimiento, la identidad que suministra y a la que se asimila la autora (o autor), es lo que caracteriza una corriente literaria y no elementos subordinados como el estilo, el tema o el artefacto literario en general. Y por eso digo que esta nueva autoficción no está siendo, de momento, cosa de hombres.
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