¿Hay antifascistas de derechas?
La estrategia del cordón sanitario contra la ultraderecha no está exenta de riesgos para la izquierda, como se ha visto en Francia
Si valiera la imagen de que todo ese conjunto de procedimientos, instituciones y prácticas que denominamos democracia viene a constituir algo parecido a los ropajes con los que se reviste el cuerpo de la sociedad para protegerse de las inclemencias de la historia, a renglón seguido deberíamos añadir la puntualización de que se trata de un cuerpo en continuo crecimiento y transformación. Lo que requiere de manera ineludible que se vayan modificando las prendas con las que lo revestimos, con el objeto de ...
Si valiera la imagen de que todo ese conjunto de procedimientos, instituciones y prácticas que denominamos democracia viene a constituir algo parecido a los ropajes con los que se reviste el cuerpo de la sociedad para protegerse de las inclemencias de la historia, a renglón seguido deberíamos añadir la puntualización de que se trata de un cuerpo en continuo crecimiento y transformación. Lo que requiere de manera ineludible que se vayan modificando las prendas con las que lo revestimos, con el objeto de adaptarlas a sus cambiantes formas. Es en ese sentido en el que tantas veces se ha dicho que la democracia es una tarea inacabable, un permanente work in progress, precisamente porque su más profunda razón de ser se relaciona con proporcionar a los ciudadanos las herramientas adecuadas para afrontar los nuevos retos que plantea el hecho de querer vivir juntos de una determinada manera.
Se impone, en consecuencia, inscribir la tarea política de defensa y mejora de nuestras democracias en la concreta realidad en la que tiene lugar, analizando sus hipotéticos aciertos o errores en función de que estén cumpliendo o no los objetivos adaptativos que se proclama perseguir. Porque, por continuar con la imagen propuesta, nada garantiza que el sastre o la modista a la que encargamos los arreglos de las indumentarias heredadas vayan a acertar a la hora de materializar el encargo. Así, podemos aceptar en principio la premisa según la cual la ampliación de derechos representa un horizonte deseable, pero es obvio que podemos equivocarnos a la hora de concretar el perfil preciso de ellos. Las polémicas surgidas, incluso en el seno de la misma izquierda, a la hora de valorar los nuevos marcos legales adecuados para dar respuesta al emergente debate trans representaría una buena muestra de que los mejores propósitos no ponen a salvo de la posibilidad de cometer graves errores.
Lo propio cabría sostener en relación con otras iniciativas políticas que, anunciando un propósito de apariencia casi inobjetable, pueden terminar dando lugar a situaciones ciertamente preocupantes para quienes las hayan defendido. Pensemos, por ejemplo, en las diversas propuestas que se vienen planteando últimamente para frenar la escalada de fuerzas ultraderechistas que cuestionan dimensiones de nuestro ordenamiento democrático consideradas como fundamentales por amplios sectores de la ciudadanía.
Así, a raíz, primero, de las recientes elecciones presidenciales en Francia y de las elecciones andaluzas, después, se ha reactivado entre algunos de nosotros la propuesta de extender un cordón sanitario alrededor de Vox. El argumento para reactivarla sería que el bien mayor que se trata de proteger (no solo determinados avances sociales y políticos, sino incluso la democracia misma) justificaría que se desdibujaran las propuestas programáticas de las diversas formaciones, diluyéndolas en una amalgama informe sin más rasgo identificable que el compartido rechazo al presunto autoritarismo de aquellos a los que se pretende aislar.
Convendrá no llamarse a engaño al respecto. Está por ver si el énfasis con el que un sector de la izquierda apuesta por semejante estrategia responde al mero cálculo electoral según el cual neutralizar a Vox a base de expulsarlo del normal juego democrático constituye la forma más eficaz de dificultar el acceso del PP al poder al dejarle sin aliados o, por el contrario, se fundamenta en un convencimiento ideológico de fondo. En concreto, el de que los sectores conservadores de este país nunca podrían enfrentarse abierta y rotundamente con una extrema derecha a la que se parecen demasiado en la medida en que, a fin de cuentas, ambas proceden de un tronco común. Como es obvio, de ser esto último cierto, la estrategia de hacer pasar el eje del debate político por el combate contra este sector ultra resultaría ciertamente ventajosa para la izquierda, ya que la podría presentar como un combate que compromete a todos los demócratas (y que, por ello, también a la derecha moderada), pero que, en definitiva, solo ella estaría en condiciones de librar hasta sus últimas consecuencias.
Sin embargo, para desgracia de la izquierda, las cosas no son tan simples, como el ejemplo francés acredita. Por lo pronto, convendría no confundir los dos planos señalados y, menos aún, considerarlos complementarios, porque de ello pueden derivarse groseros errores en el análisis. Dar por descontado que alianzas, acuerdos o pactos equivalen a identidades programáticas puede resultar de utilidad efímera en medio del estruendo de una campaña electoral (“¡son lo mismo!”, claman algunos en los mítines), pero no habría que confundir planos. Una cosa es que una aparatosa retórica antifascista pueda resultar eficaz a efectos de consumo interno cohesionador para una izquierda más empeñada en proclamar lo que rechaza que en mostrar de manera abierta lo que propone, y otra, bien distinta, que dicha retórica resulte de utilidad para entender lo que pasa y, por tanto, para presentar las propuestas adecuadas.
En realidad, la estrategia del cordón sanitario representa una apuesta no exenta de riesgos. Y es que alguna lección habría que extraer de la experiencia francesa. Por lo pronto, valdrá la pena recordar que allí el primer aviso de la que se avecinaba tuvo lugar en 2002, cuando Jean-Marie Le Pen compitió en segunda vuelta con Jacques Chirac por la presidencia de la República. Pero han sido las dos últimas convocatorias electorales, en 2017 y en 2022, las que han ratificado el nuevo diseño del tablero político francés, polarizado en dos vectores, el populista de extrema derecha y el liberal más o menos conservador, con el resto de formaciones en el papel de convidados de piedra obligados a ejercer de meros comparsas si no quieren verse acusados de complicidad con el enemigo.
Más le valdría a nuestra izquierda no andar jugando con fuego en este asunto. Por supuesto que no cabe olvidar que el diseño electoral español es muy diferente al francés, así como también muy distintas son, desde el punto de vista histórico, las respectivas derechas. A diferencia de la nuestra, la derecha republicana gala está en condiciones de presentar una hoja de servicios democráticos casi impecable desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Pero ni esas ni otras muchas diferencias que cabría señalar poseen la entidad suficiente como para hacer impensable que pudiera llegar a darse el caso de que, según cuál fuera la deriva de la cosa pública entre nosotros, los ciudadanos de este país terminaran por imitar a sus vecinos y consideraran que, si derrotar a la ultraderecha es todo lo que está en juego, el más cualificado para cerrarle el paso a nuestro particular Le Pen (Abascal, of course) fuera un candidato liberal-conservador (Feijóo u otro). ¿O no es esa una lección que cabría extraer de las últimas elecciones andaluzas?
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