Mundo Macron: ¿lucidez o ideología flotante?

El presidente francés buscará el 24 de abril la reelección frente a la ultraderechista Marine Le Pen. Retrato del candidato a través de sus escritos y entrevistas

JUAN COLOMBATO

El latiguillo, al principio, invitaba a sonreír. En même temps, repetía Emmanuel Macron cuando hace menos de una década irrumpió como un meteorito en la escena política francesa. Era un tic verbal. Pero se entendía como la expresión de un pensamiento complejo. Macron no era un ideólogo, tampoco el típico político sin principios ni nada interesante en la cabeza. Aquel ministro, que antes había sido banquero y antes inspector de Finanzas, sabía ver...

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El latiguillo, al principio, invitaba a sonreír. En même temps, repetía Emmanuel Macron cuando hace menos de una década irrumpió como un meteorito en la escena política francesa. Era un tic verbal. Pero se entendía como la expresión de un pensamiento complejo. Macron no era un ideólogo, tampoco el típico político sin principios ni nada interesante en la cabeza. Aquel ministro, que antes había sido banquero y antes inspector de Finanzas, sabía ver en même temps todos los lados de cualquier problema. Y, aunque de joven (de más joven, puesto que por entonces no tenía los 40) había militado en el Partido Socialista, se declaraba en même temps de izquierdas y de derechas (si literalmente la traducción sería “al mismo tiempo”; su sentido remite también al “pero también” castellano). Y salpicaba cualquier entrevista o discurso con la expresión, hasta el punto de que, desde hace unos años, en Francia, cuando alguien sin querer dice en una conversación de amigos en même temps, enseguida provoca una sonrisa llena de sobreentendidos. En même temps es la frase que para siempre quedará adherida a Macron.

El 24 de abril el presidente del en même temps buscará la reelección ante la líder de la extrema derecha, Marine Le Pen. Estas elecciones son un referéndum sobre Macron. Sobre el en même temps. Si Macron pierde, ingresará en el triste club de sus antecesores más inmediatos, Nicolas Sarkozy y François Hollande, que solo gobernaron durante un quinquenio. El en même temps habrá sido un paréntesis. Lo que antes revelaba complejidad e inteligencia habrá acabado siendo un signo de doblez y confusión. La prueba de que el en même temps ya no seduce: excita los ánimos. “Francia está enloquecida y él la vuelve más loca”, resumía a principios de 2020, poco antes de morir, a los 99 años, el legendario periodista Jean Daniel. Pero si Macron gana, como prevén los sondeos, significará que, para la historia, ya no será una anécdota. Como Jacques Chirac y François Mitterrand, los últimos presidentes que gobernaron durante dos mandatos, Emmanuel Macron tendrá tiempo para dejar huella.

Ricoeur me hizo entender que la política diaria consiste en aceptar el gesto imperfecto.
Emmanuel Macron

Macron pertenece a la raza de políticos que se toma en serio el valor de la palabra, un poco como lo fue el presidente estadounidense Barack Obama. Combinan la acción con el comentario de texto de la acción. Algún día Macron publicará un libro sobre su presidencia, pero por ahora son las entrevistas y discursos sus auténticas obras completas. Y, pese a su locuacidad, sigue siendo un enigma para muchos franceses, y mantiene un aura enigmática de extraterrestre, de “mutante”, como lo describió hace unos años el novelista Michel Houellebecq. Nada se sabe de él y mucho se sabe de él. De su visión: un pensamiento líquido, el del político complejo y matizado, u oportunista. El del hombre que ve el mundo con los ojos del estudiante de Filosofía que fue. La mirada de Paul Ricoeur, quizá el último gran pensador francés a quien un jovencísimo Macron ayudó a preparar su última obra magna, La memoria, la historia, el olvido. En todos sus discursos sobre la memoria histórica y los crímenes pasados de Francia (Ruanda, el colonialismo, Argelia) planea la figura del maestro a quien le preocupaba “el espectáculo inquietante que ofrecen el exceso de memoria aquí, el exceso de olvido allí, por no hablar de la influencia de las conmemoraciones y los abusos de la memoria, y del olvido”. La otra figura filosófica que marca a Macron, según él mismo y sus profesores, es Maquiavelo, a quien dedicó una tesina. El presidente y candidato es alguien, también, que ve el mundo con una mirada novelesca: como si su vida —su infancia en provincias, su historia de amor con su profesora de teatro, la conquista de París y del poder— fuese una novela del siglo XIX, y él la escribiese mientras la vive.

“Fue Ricoeur quien me empujó a hacer política”, contó Macron en 2015 en la revista Le 1. “Me hizo entender que la exigencia del día a día que acompaña a la política consiste en aceptar el gesto imperfecto. Que, para avanzar, hay que decir”. “La literatura”, contó, “ilumina cada una de las situaciones que afrontamos. Nombra nuestra experiencia. Da sustancia a nuestras existencias”. Y la política, según declaró en 2018 a la revista literaria La Nouvelle Revue Française (NRF), requiere de “lo novelesco”. “Por novelesco”, aclaraba, “entiendo el redescubrimiento del sentido trágico: una percepción de lo real no técnica, sino dramática, es decir, que plantea la cuestión del sentido. Es así como la política se convierte en materia literaria”. A los franceses, según su presidente, no les gusta la política sin drama, sin “el sentimiento de que, para la sociedad, está en juego un destino”. “Les gusta que haya una historia. ¡Yo soy la prueba viviente!”, afirmaba. Y remachó: “En realidad, soy la emanación del pueblo francés por lo novelesco”.

El presidente francés Emmanuel Macron durante la sesión del Segmento de Alto Nivel de la Cumbre One Ocean el 11 de febrero.LUDOVIC MARIN (POOL/AFP via Getty Images)

El problema es que en même temps que los franceses quieren presidentes que ejerzan el cargo con toda su pompa y solemnidad (y por eso Hollande, que quería ser un presidente normal, fracasó), el exceso de grandilocuencia —y sus palabras en la NFR eran grandilocuentes como mínimo— los saca de quicio. Macron lo sabe, porque él mismo teorizó sobre ello incluso antes de subir al trono. “En el proceso democrático y en su funcionamiento hay un ausente”, argumentaba. “En la política francesa, este ausente es la figura del rey, de quien, yo pienso, fundamentalmente, que el pueblo francés no quiso la muerte. El terror creó un vacío emocional, imaginario, colectivo: el rey ya no está. Más tarde, se intentó rellenar este vacío, colocar en él a otras figuras. Son los momentos napoleónicos y gaullistas, sobre todo. El resto del tiempo, la democracia francesa no llena el espacio. Lo vemos bien con los interrogantes en torno a la figura presidencial desde la marcha del general De Gaulle. Después de él, la normalización de la figura presidencial ha reinstalado un trono vacío en el corazón de la política. Y, sin embargo, lo que se espera de un presidente de la República es que ocupe esta función. Todo se construye sobre este malentendido”.

En este país revolucionario y a la vez monárquico, al rey se le asciende al trono y al minuto siguiente se le intenta decapitar: Macron, que se sabía la teoría, lo conoció en la práctica con la revuelta de los chalecos amarillos. Él ha vivido en esta tensión desde que fue elegido en 2017 con un proyecto liberal en el sentido amplio (no solo económico). No la ha resuelto. O la ha resuelto reforzando la jefatura del Estado. “Toda la dificultad de la política hoy reside en la paradoja entre la demanda permanente de deliberación, que se inscribe en el tiempo largo, y la urgencia de la decisión”, decía cuando comenzaba su carrera política. “La única manera de resolverla consiste en articular una gran transparencia horizontal, necesaria para la deliberación, y recurrir a relaciones más verticales, necesarias para la decisión. Si no, es o el autoritarismo, o la inacción política”. Un en même temps de manual. Como la defensa en paralelo de un Estado fuerte, porque “la nación francesa se construyó en y por el Estado”, y en même temps la defensa liberal de “menos Estado en la sociedad y la economía”.

Desde la izquierda se acusa a Macron de neoliberal, una invectiva más que una descripción; algunos liberales señalan más bien que su quinquenio ha sido un viaje desde un liberalismo social —una tercera vía a la francesa— a un intervencionismo estatal. Intervencionismo en la economía, con el gasto masivo en la pandemia. Y en cuestiones fundamentales para la identidad de Francia como la laicidad, que garantiza la libertad de culto y a la vez la neutralidad del Estado ante las religiones. En 2016 el presidente descalificó en el diario de izquierdas Mediapart lo que llamaba “la laicidad revanchista” de quienes, por ejemplo, en los comedores de la escuela pública quieren imponer platos con cerdo, o estigmatizan, en nombre de los principios laicos, a los musulmanes. Ya en el Elíseo, durante un discurso ante la Conferencia Episcopal, abundó en esta idea, que algunos macronólogos relacionan con la “laicidad de apertura” que propugnaba el protestante Ricoeur. “Considero que la laicidad ciertamente no tiene como función negar lo espiritual en nombre de lo temporal”, dijo, “ni desenraizar de nuestras sociedades la parte sagrada que nutre tanto a nuestros conciudadanos”. Desde la izquierda se le reprochó más tarde que, de esta visión liberal o ricoeuriana de la laicidad, pasase a otra más rigurosa con la ley de 2021 contra el separatismo islamista, adoptada después de la decapitación del profesor de instituto Samuel Paty por un yihadista.

En su libro programático, de 2016, Macron promovía una asociación con Putin en la lucha contra el terrorismo

El quinquenio de Macron ha sido una fábrica de decepcionados entre muchos progresistas. El historiador de las ideas François Dosse fue su profesor en el Instituto de Ciencias Políticas y lo puso en contacto con Ricoeur. Ahora acaba de publicar Macron ou les illusions perdues. “Yo lo relaciono con Lucien de Rubempré, el héroe de Las ilusiones perdidas, la novela de Balzac, que para tener éxito está dispuesto a decir cualquier cosa, a convertirse en un camaleón que por la mañana defiende una posición y por la tarde otra”, opina Dosse. “Yo antes creía que se ubicaba en la perspectiva de Ricoeur, y en definitiva se ubica más en Maquiavelo”. Según Dosse, “la línea de Ricoeur es la de alguien que va a buscar una emancipación, una sociedad más justa, una sabiduría práctica”. Y añade: “El principio maquiavélico, en cambio, consiste en una estrategia para conservar el poder y mantener un discurso que seduce con el estilo, la lengua, la emoción colectiva para seguir encarnando un poder que, en su caso, es jupiterino”. Es decir, vertical más que deliberativo.

“Es un chevènementista europeo”, le describe Alain Minc, otro de sus mentores, aludiendo a Jean-Pierre Chevènement, el veterano político que encarna el soberanismo republicano en Francia. Minc añade: “Esto significa: Europa ante todo. Pero la concepción que tiene de la autoridad es la misma que la de Chevènement: es el Estado el que manda. No es un liberal en el sentido de que tenga un gran respeto por la otras fuerzas institucionales. Su visión del poder es muy francesa, napoleónica, pero no al servicio de un enfoque nacionalista, sino europeo”. No ha habido, desde Jacques Delors, un dirigente con una idea europeísta tan clara y una visión para la UE. En même temps, Europa es para él una palanca para proyectar los intereses y la influencia de Francia. “Europa no disuelve la voz de Francia”, declaró en 2020 a la revista Le Grand Continent. “Francia tiene su concepción, su historia, su visión de los asuntos internacionales, pero construye una acción mucho más útil y fuerte si lo hace con la mediación de Europa. Pienso incluso que es la única posibilidad de imponer nuestros valores, nuestra voz común, para evitar el duopolio sino-americano, la dislocación, el retorno de las potencias regionales hostiles”.

Todo eso era antes de la invasión rusa de Ucrania. La guerra abocó al presidente que había decretado la “muerte cerebral” de la OTAN a enarbolar la bandera atlantista. Y llevó al Macron que en su libro programático Revolución, de 2016, promovía (como ahora su rival, Marine Le Pen) una asociación con la Rusia de Vladímir Putin en la lucha contra el terrorismo a promover las sanciones masivas contra Moscú y el envío de armas a Ucrania. Y, sin embargo, ha seguido aferrado a su en même temps: la defensa de Europa y Occidente, y simultáneamente la línea telefónica que mantiene con Putin. Todo se acelera al mismo tiempo en una campaña para la re­elección, y más en una marcada por la guerra. El presidente entró en la carrera anunciando que subiría la jubilación a los 65 años; ahora, tras ser el más votado en la primera vuelta del 10 de abril y como necesita los votos de la izquierda para salir reelegido ante Le Pen, dice que puede ser a los 64 años y que hay que tomarse su tiempo para debatirla y aplicarla. Acusado de gobernar a la derecha, regresa al origen. De izquierdas y de derechas. Ni de izquierdas ni de derechas. ¿Punto de equilibrio? ¿Indefinición? ¿Pragmatismo? Todo en même temps. “Emmanuel Macron es un fenómeno inclasificable”, decía Jean Daniel poco antes de morir. “Cada vez que nos hacemos una idea de él, nos equivocamos”.

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