Modelo de vigilancia chino, servidumbre tecnológica o volver a lo de antes: ¿qué Estado de bienestar queremos tras la pandemia?
Necesitamos Gobiernos renovados, eficaces y útiles para las crisis que están por venir, advierte el economista Daron Acemoglu, coautor del libro de éxito 'Por qué fracasan los países'.
El mundo experimenta uno de los mayores momentos de transformación de los últimos 75 años. Las consecuencias sociales, económicas y políticas de la crisis de la covid-19 ya han sido enormes y es probable que apenas estén empezando a resultar evidentes. En Estados Unidos, más de 40 millones de trabajadores han pedido el subsidio por desempleo desde mediados de marzo y cada vez más familias se ven ar...
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El mundo experimenta uno de los mayores momentos de transformación de los últimos 75 años. Las consecuencias sociales, económicas y políticas de la crisis de la covid-19 ya han sido enormes y es probable que apenas estén empezando a resultar evidentes. En Estados Unidos, más de 40 millones de trabajadores han pedido el subsidio por desempleo desde mediados de marzo y cada vez más familias se ven arrastradas al límite de la pobreza. En todo el mundo, varios millones más enfrentan condiciones todavía más precarias y la previsión es que entre 40 y 60 millones de personas caigan por debajo del límite que delimita la pobreza extrema (menos de 1,90 dólares al día) en 2020.
La mayor parte de los gobiernos han demostrado estar peligrosamente mal preparados para la crisis, que ha dejado en evidencia profundas debilidades en los sistemas de salud pública y seguridad social, tanto en países ricos como en países pobres. Tensiones sociales y políticas que llevaban mucho tiempo acumulándose bajo la superficie del orden económico global han entrado en erupción. La prueba más visible son las protestas que tienen lugar estos días en EE UU por la reciente muerte de un hombre negro desarmado, George Floyd, a manos de cuatro policías en Minneapolis.
Entre 40 y 60 millones de personas caerán por debajo del límite de la pobreza extrema en 2020
Como muchos han señalado, la cantidad inadmisiblemente alta de muertes por covid-19, sobre todo en Estados Unidos y Reino Unido, está muy relacionada con los grotescos niveles de desigualdad en ambos países. Justo antes del estallido de la pandemia, entre el 12% y 15% de la población estadounidense recibía cupones de comida; más del 42% de los adultos padecía obesidad; casi el 9% de la población no disponía de seguro de salud y el 20% tenía cobertura a través de Medicaid (el seguro público de salud para los pobres).
Ahora, como consecuencia de la pandemia, hemos presenciado una expansión del papel del Estado en la economía, a una velocidad y a una escala sin precedentes en tiempos modernos. Irónicamente, pese a que se registran niveles máximos de polarización y falta de confianza en las instituciones estatales, muchos tertulianos preferirían que el Estado tuviese todavía más poder para regular conductas, recopilar información privada y obligar a los ciudadanos a someterse a pruebas y a medidas de cuarentena.
Las condiciones en que nos hallamos equivalen a lo que James A. Robinson y yo denominaríamos una “coyuntura crítica”. En nuestro libro de 2012 Por qué fracasan los países describimos contextos históricos similares en los que una profunda inestabilidad obra a favor de grandes cambios institucionales, pero sin que esté nada clara la dirección de dichos cambios. Dependiendo de cómo sean las instituciones, estructuras de poder, dirigencias políticas y otros factores, las sociedades que se encuentran en una de esas coyunturas emprenden trayectorias radicalmente distintas. La historia y las condiciones actuales sugieren cuatro posibilidades, cada una de las cuales conlleva implicaciones económicas, políticas y sociales muy diferentes.
Primera opción: seguir como si nada
La primera trayectoria es la que denomino continuidad trágica (tragic business as usual), en la que, parafraseando a Karl Marx, se repite la historia del presente disfuncional. En este escenario no hacemos ningún esfuerzo serio para reformar nuestras fallidas instituciones o resolver inequidades económicas y sociales que se han vuelto endémicas. No fortalecemos el papel del saber experto y de la ciencia en la toma de decisiones, ni procuramos reforzar la resiliencia de nuestros sistemas económicos, políticos y sociales. Nos limitamos a aceptar la polarización creciente y el colapso de la confianza pública. Esta trayectoria es muy probable si nuestros dirigentes no comprenden la gravedad del problema, o si no podemos organizarnos para exigirles las reformas necesarias.
Un Estado grande y poderoso que no soluciona problemas generalizados genera más desafección
Obviamente, las consecuencias de esta continuidad trágica serían terribles. La covid-19 no será, ni mucho menos, la última emergencia pública que nos salga al paso en este siglo —o en esta década—, y en este escenario, heredamos de la crisis actual un Estado mucho más grande y poderoso pero sin capacidad o voluntad para usar sus recursos y solucionar problemas sociales generalizados. Eso alienta más descontento y desafección, al agrandarse la brecha que perciben los ciudadanos entre el poder del Estado y su capacidad para atender a las necesidades de la gente.
La parte trágica de esta trayectoria llega cuando nos damos cuenta de que la continuidad es insostenible. De uno u otro modo, la política democrática empieza a desmoronarse y lo más probable es que el vacío lo llene algo incluso peor que el nacionalismo populista.
Segunda opción: renovación con características chinas
La segunda trayectoria posible es que tratemos de imitar parcialmente el modelo chino, algo cada vez más probable en el momento hobbesiano que atravesamos. Thomas Hobbes, que escribe su obra en plena guerra civil inglesa (1642-1651), sostiene que toda población necesita un Estado todopoderoso que proteja a los individuos unos de otros. En su opinión, la sociedad prospera si se somete a la voluntad de este Leviatán. En tiempos de gran incertidumbre, cuando hay necesidad de altos niveles de coordinación y liderazgo, el primer instinto de muchas personas es acudir una vez más a soluciones hobbesianas.
En el caso de la covid-19, una de las enseñanzas más obvias de la crisis es que el manejo de emergencias a gran escala requiere la existencia de un Estado fuerte. Pero ¿cuáles serían las características de este Estado?
La China contemporánea ofrece un ejemplo inmediato. En este escenario, las democracias occidentales tratan de imitar a China, no preocupándose tanto por la pérdida de privacidad y la vigilancia y permitiendo un mayor control estatal de las empresas privadas. Al fin y al cabo, una de las narrativas típicas surgidas de la pandemia es que la infraestructura de vigilancia y control social que China ya tenía montada le permitió responder al virus de forma más rápida y mucho más eficaz que Estados Unidos. Es posible imaginar a ciudadanos de economías desarrolladas decidiendo que la gobernanza democrática es demasiado ineficiente o caótica para enfrentar los desafíos de un mundo globalizado e interconectado.
Existe una narrativa de que el control social de China le permitió responder al virus mejor que EE UU
Pero la imitación de China no depende de una elección consciente; también podemos caer en ella sin darnos cuenta. La experiencia de las dos guerras mundiales del siglo XX muestra que en cuanto el gasto público y la tributación se expanden, tienden a quedarse en los nuevos niveles alcanzados. Lo mismo puede decirse de otras formas de poder estatal. En Estados Unidos, una vez fueron creados el FBI y la CIA, y se proveyó a ambas agencias de amplias capacidades de vigilancia y fiscalización, resultó improbable que renunciaran a dichos poderes. A pesar de las reformas implementadas en los años setenta tras la revelación de abusos a gran escala y una investigación del Senado, el aparato de seguridad nacional estadounidense experimentó una enorme expansión después de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001.
Esto no quiere decir que un país como Estados Unidos se convierta en China de un día para el otro. Pero puede ocurrir que vaya aproximándose gradualmente, hasta atravesar un límite indefinido después del cual su régimen de vigilancia interna, sus leyes y convenciones en materia de privacidad y sus políticas económicas comienzan a parecerse menos a los de EE UU hace unas décadas y más a los de la China actual. A partir de ese momento, Estados Unidos se habrá transformado en una versión de China, pero una versión bastarda, porque probablemente no tendrá todavía un nivel de capacidad estatal como el desarrollado en China durante dos milenios y medio. Por ejemplo, una gobernanza menos democrática se puede combinar con una burocracia menos eficaz y más arbitraria en muchos ámbitos. En vez del despotismo asfixiante pero en general competente del Estado chino, podría ocurrir que EE UU termine funcionando como una versión digital hipertrofiada del Departamento de Vehículos Motorizados (DMV) —una de las burocracias más notoriamente ineficientes del país— combinada con interrupciones aleatorias desde las cuentas presidenciales de Twitter. Un Estado de esta clase no puede sino fracasar y activar, al hacerlo, dinámicas de ese escenario de “continuidad trágica”.
Tercera opción: así habló Zuckerberg
El tercer camino nos lleva al dominio de las empresas tecnológicas, una especie de servidumbre digital. Volviendo al ejemplo anterior, imaginemos que Estados Unidos, como sociedad, reconoce la necesidad de coordinación a gran escala, al tiempo que la confianza en el Gobierno y en las instituciones públicas se deteriora todavía más como resultado del fracaso espectacular de la Administración Trump en el manejo de la crisis de la covid-19. De forma más o menos implícita, los estadounidenses trasladan su confianza a compañías privadas como Apple y Google, que intervienen para dirigir las pruebas, los rastreos de contactos y otras medidas de respuesta a la pandemia, con mucha más eficiencia que la mostrada por el Gobierno.
De hecho, Apple y Google ya han anunciado un acuerdo para rastrear contagios a través de dispositivos móviles con sistemas operativos iOS y Android. Además, estas mismas megatecnológicas han ofrecido innovaciones creativas necesarias para mantener la actividad económica mientras duran el confinamiento y el distanciamiento social. Amén de mejorar las comunicaciones y las opciones de entretenimiento en línea —que nos salvan de un aburrimiento aplastante—, la inteligencia artificial y los avances en tecnologías de la automatización prometen hacer posible que fábricas, plantas de procesamiento de carne y muchos otros lugares de producción cruciales sigan operando a plena escala.
Otro escenario de desconfianza en el Gobierno nos llevaría a una servidumbre digital
Conforme más y más de estas tecnologías comiencen a parecer indispensables, las empresas privadas detrás de ellas acumularán más poder; y en ausencia de una alternativa estatal viable, es posible que la gente no se lo cuestione demasiado. Las mismas compañías, claro está, seguirán recopilando datos personales y manipulando la conducta de los usuarios, pero tendrán todavía menos de qué preocuparse en relación con el Gobierno, convertido en una especie de auxiliar servil de Silicon Valley.
Con el tiempo, los campeones de la economía pandémica crecerán todavía más, lo que agravará condiciones preexistentes como el aumento de la desigualdad. Silicon Valley propondrá entonces soluciones propias, presionando a favor de un ingreso básico universal, escuelas privadas con subsidio público y la expansión del gobierno digital. Pero como estas medidas apenas maquillarán los problemas subyacentes, es probable que terminen provocando todavía más descontento y frustración. ¿Se conformarán los cada vez más numerosos vasallos sin empleo con una renta mensual miserable en ausencia de perspectivas económicas reales? Probablemente no. A largo plazo, la tercera trayectoria termina en el mismo lugar distópico que las primeras dos.
Cuarta opción: la renovación del viejo Estado de bienestar
Afortunadamente, la cuarta opción (un Estado de bienestar 3.0) ofrece un panorama más esperanzador.
La primera versión del Estado de bienestar surgió de la Gran Depresión y de la II Guerra Mundial. En Estados Unidos, incluyó políticas como la seguridad social y el seguro de desempleo, y más tarde se expandió con otros programas como Medicaid y Medicare (el seguro médico de salud estatal para personas de más de 65 años) en los sesenta.
La primera versión del Estado de bienestar surgió de la Gran Depresión y de la II Guerra Mundial
La segunda versión del Estado de bienestar surgió en los ochenta, tras la llegada al poder de Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en el Reino Unido, y con el posterior derrumbe de la Unión Soviética. En muchas partes de occidente, y sobre todo en EE UU y el Reino Unido, este Estado de bienestar 2.0 se tradujo en una contracción, una versión debilitada y menos eficaz de lo que existía antes. Muchos viejos mecanismos de protección, como los sindicatos, fueron desvirtuados o neutralizados.
Para anticipar lo que puede (y debe) venir a continuación, hay que comenzar por comprender las necesidades actuales. Es evidente que muchas economías avanzadas necesitan una red de seguridad social más fuerte, mejor coordinación, unas regulaciones más inteligentes, una gobernanza más eficaz, una mejora significativa del sistema sanitario público y —en el caso de Estados Unidos— opciones de seguros de salud más confiables y equitativos.
Casi todo el mundo está de acuerdo en que los Gobiernos deben asumir más responsabilidad y al mismo tiempo deben volverse más eficientes. Tampoco es aventurado suponer que el aumento del gasto, la regulación, la provisión de liquidez y otras medidas de esta era de pandemia se volverán hasta cierto punto permanentes (aunque en algún momento también deberá incluirse un aumento de la tributación). Sin embargo, este Estado ampliado será fundamentalmente diferente del “Estado DMV” que mencionaba en el escenario de imitación de China. En este caso, a medida que el Estado se vuelve más fuerte, también lo hacen las instituciones democráticas y los mecanismos de participación política para controlar y hacer rendir cuentas al Estado.
Es verdad que los otros tres futuros todavía son posibles y puede que el Estado de bienestar 3.0 sea un ejemplo de pensamiento utópico. Pero hay que señalar que ya sucedió algo muy parecido en el pasado. Como James A. Robinson y yo explicamos en nuestro libro más reciente, El pasillo estrecho, el cuarto camino es la vía más común y más sencilla para lograr auténtica capacidad estatal, democracia y libertad al mismo tiempo. El surgimiento del Estado de bienestar 1.0 es un claro ejemplo de esta dinámica, así como el fracaso del Estado de bienestar 2.0 demuestra lo que puede suceder cuando se persigue la eficiencia a costa de perder el apoyo social. Antes de los años treinta, no existía una gran red de seguridad para los ciudadanos en ningún lugar del mundo y la capacidad regulatoria del Estado era limitada. Pero todo eso cambió con la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial.
En 1942, William Beveridge, de la London School of Economics (LSE), dirigió la comisión oficial que redactó el famoso Informe Beveridge. En él se presentaba la visión de un Estado de bienestar británico para la posguerra que garantizara la seguridad social, la atención médica y otros bienes básicos para todos los ciudadanos. En aquel momento, a algunos críticos les horrorizaron estas propuestas. El economista Friedrich von Hayek, un profesor de la LSE que acababa de emigrar desde Viena, vio en ese Estado de bienestar moderno un paso hacia el totalitarismo. Creía que el papel de los Gobiernos en el control de los mercados y la fijación de precios previsto en el Informe Beveridge pondría a la sociedad en un “camino a la servidumbre”.
Pero Hayek se equivocó. Primero en Suecia a partir de 1932, y después en el resto de Escandinavia, en Europa occidental y en Estados Unidos, el Estado fue asumiendo más responsabilidades y se expandió, mientras que la democracia se volvió más profunda y la participación popular en la política aumentó.
La única salida
Estamos cada vez más de acuerdo en que necesitamos instituciones mejores y socialmente más responsables, así como un modo más equitativo de compartir las ganancias del avance tecnológico y de la globalización. Voces de izquierda y de derecha sostienen, no sin razón, que el juego está amañado en beneficio de una minoría, poderosa y bien conectada, en lo alto de la pirámide de la distribución de ingresos y riqueza.
Hay cada vez más conciencia —sobre todo ahora que el mundo sufre una pandemia— de que nuestros sistemas son demasiado frágiles y vulnerables para los desafíos que presenta el siglo XXI. Muchos países están todavía lejos de llegar a un consenso respecto a cómo sería un futuro mejor, pero reconocer los problemas actuales es siempre el primer paso para empezar a crearlo.
En un futuro ideal, los mecanismos de control y participación política se volverán más fuertes
Creer en la posibilidad de un nuevo Estado de bienestar mejorado no es ninguna fantasía. Pero sería ingenuo dar por sentado que surgirá de forma fácil y mucho más ingenuo pensar que nacerá por sí solo. Es necesario fortalecer la democracia y los mecanismos de rendición de cuentas del Estado, al mismo tiempo que se expanden sus responsabilidades. Hallar el equilibrio justo siempre presentará dificultades, hasta en las mejores circunstancias.
En un tiempo de máxima polarización, de resquebrajamiento de las normas democráticas y de disminución del poder de las instituciones, no hay duda de que la creación de un Estado de bienestar reformado y renovado es un proyecto arduo. Pero, igual que le pasó a la generación de la II Guerra Mundial, no tenemos otra opción que intentarlo.
Daron Acemoglu, catedrático de Economía en el MIT y Medalla John Bates en 2005 a economistas menores de 40 años, es coautor (con James A. Robinson) de ‘El pasillo estrecho: Estados, sociedades y cómo alcanzar la libertad’ (Deusto, 2019).
© Project Syndicate, 2020