Paolo Sorrentino: “Ahora estoy en una posición maravillosa: la gente viene a ofrecerme dinero y yo lo rechazo”
El cineasta italiano estrena en cines la gran apuesta de Netflix para los Oscar, ‘Fue la mano de Dios’ y rememora el accidente que mató a sus padres cuando él tenía 17 años y estaba viendo un partido de fútbol
“¿Tienes algo que decir? ¿Tienes una historia que contar?”, le pregunta el director napolitano Antonio Capuano a Fabietto, el protagonista de Fue la mano de Dios, la última y autobiográfica película del cineasta Paolo Sorrentino (Nápoles, 51 años). Y Fabietto, trasunto del director de La gran belleza (2013), un chaval delgaducho, con su walkman siempre a la cintura y los auriculares alrededor ...
“¿Tienes algo que decir? ¿Tienes una historia que contar?”, le pregunta el director napolitano Antonio Capuano a Fabietto, el protagonista de Fue la mano de Dios, la última y autobiográfica película del cineasta Paolo Sorrentino (Nápoles, 51 años). Y Fabietto, trasunto del director de La gran belleza (2013), un chaval delgaducho, con su walkman siempre a la cintura y los auriculares alrededor del cuello, contesta con mucha pena, como si esa historia que tiene que contar le pesara: “Sí”. Gritando, Capuano le suelta: “Entonces, escúpela”.
No sabemos, porque Sorrentino no quiere confesarlo, si esta escena ocurrió. “Los hechos no son todos reales. Las emociones, sí”, aclara. Pero sí fue Capuano el primero que le dio una oportunidad en el cine, como coguionista en la película Polvere di Napoli (1998), y el cine fue lo que le zarandeó para que despertara del letargo en el que estaba sumido por una realidad triste y mediocre. 23 años y casi una docena de largometrajes después de aquel debut, Fue la mano de Dios (mañana en cines y el 15 de diciembre en Netflix) es su obra más personal, su historia real, la que sabía que tenía que contar desde hace mucho. Desde siempre. Pero solo ahora, cumplidos los 50, se ha atrevido a escupirla.
La historia en cuestión es la muerte de sus padres en un accidente casero, por inhalación de gas en 1987, a un mes del 17 cumpleaños de Sorrentino. Él iba a estar con ellos, de hecho, pero le salvó Maradona, la mano de Dios. En vez de marchar con sus padres, se fue al partido, al estadio del Nápoles: Dios le salvó, su dios personal, el dios de la ciudad de Nápoles. San Diego Armando Maradona. Dicen que el cine es curativo, sanador. Para él lo ha sido.
Sentado en la terraza del Hotel Londres, durante el Festival de cine de San Sebastián, casi recién llegado del de Venecia, donde acaba de ganar el Gran Premio del Jurado, parece feliz, satisfecho, mucho más ligero que Fabietto. “Ha sido un intento de terapia, sí, porque durante muchos años he mantenido un monólogo interior, hablaba conmigo mismo sobre mis dolores y he mejorado muy poco, estaba un poco atascado en esos 17 años”, admite entre calada y calada de esos puritos, único vicio público que conserva a su edad. “Pensé que si lo intentaba de otra manera, si lo compartía… Cuando se hace una película sobre uno mismo, ocurre esto, tienes que hablar de ella durante muchos meses y, en un momento determinado, te acabas aburriendo. Y espero que, al final, después de todas estas entrevistas, acabe aburriéndome de mis dolores y así olvidarlos”. Suelta una carcajada.
Fue la mano de Dios supone un punto y aparte en la filmografía de Sorrentino. Se ha desprendido de esa carga personal que arrastraba y así ahora parece más libre aún, desatado del estilo que había creado y le había definido, especialmente, tras el éxito de La gran belleza. Aquí sigue habiendo personajes extravagantes, exagerados y por supuesto está su muso, Toni Servillo, en este caso en el papel de su padre: “No podía ser otro, para mí es una figura casi paterna”. Pero hay más contención, más sencillez, más emoción. Por no haber no hay siquiera música: aunque la escribió escuchando la canción Bullet Proof, de This Is The Kit, la única que suena es Napule E’, de Pino Daniele, sobre los créditos finales.
“Esta es una película muy pequeña, que yo imaginé desde el principio solo para mi familia y mi gente. Es una película simple, hecha de recuerdos, de experiencias de adolescencia. Es sencilla y quería una puesta en escena sencilla. Los primeros días de rodaje intenté hacer las cosas como las hacía hasta ahora, pero nos dimos cuenta enseguida de que nos estábamos equivocando”.
El último empujón para hacer Fue la mano de Dios se lo dio Roma (2018), de Alfonso Cuarón, otro filme basado en recuerdos personales de su autor, el cual se alejaba con él de su cine anterior. “Le escribí para decírselo, me ayudó entender que podía hacer algo pequeño a mi manera”, cuenta. “Me ocurrió lo mismo cuando tuve que hacer la película sobre Andreotti (Il Divo) y vi en el cine La Reina (2006), de Stephen Frears. Son películas que te iluminan y te marcan el camino”.
Como se lo marcó Érase una vez en América (1984), de Sergio Leone, la cinta de VHS que da vueltas en Fue la mano de Dios, un título que descubrió en aquella adolescencia en la que devoró cine en vídeo como loco. “Fue la primera película que me dio a entender lo fascinante de la épica en el cine”, recuerda, aunque después admite que la que, probablemente, más vio fuera Taxi Driver (1975), de Scorsese. De joven iba constantemente al videoclub (“Soy de la generación que descubrió el cine en VHS, un instrumento, como las plataformas de streaming, que democratizó el acceso al cine”). “Desde pequeño veía mucho cine, y me parecía un pasatiempo. Pero después de la muerte de mis padres, seguí viendo películas y me di cuenta de que ya no era una afición sin más, era el tiempo que más disfrutaba. Empecé a pensar que tenía que encontrar una forma de hacer esto que me hacía sentir bien, dedicarle más tiempo dentro de mi vida, vincular mi vida al cine. En vez de verme 200.000 películas para sentirme mejor, ver solo 200 y empezar a hacer cine yo”, ríe.
Todo eso lo cuenta de alguna forma en Fue la mano de Dios. Es su explicación de por qué su cine es nostálgico. “Porque la melancolía es una forma de estar en el mundo, y yo lo era antes de las grandes tragedias de mi vida”, dice. También expone su mirada felliniana (y polémica) sobre las mujeres, un tema que rehúye en público. Aunque no queda claro si, como le dice Capuano a Fabietto, “para hacer cine hace falta tener huevos”. Sorrentino se vuelve a reír. “No sé si es la expresión correcta. Sí hace falta ser perseverante. Porque cuando eres un joven de 26 o 27 años, cuesta convencer a personas más mayores de que te den tres o cuatro millones”, responde.
¿Ahora no tiene que convencer a nadie? Vuelve a reír. “Ahora mismo estoy en una posición maravillosa. Me pasa al revés: la gente viene a ofrecerme dinero y yo lo rechazo. Lo más bello en la vida es poder decir que no sin arrepentirse, y no es fácil. Si de algo me he arrepentido es de haber dicho demasiado que sí, porque a mí en realidad lo que me gusta es estar en casa viendo partidos de fútbol en la tele”.
Porque ya no juega más que con su hijo, cosas de la edad, pero el fútbol, su Nápoles, lo sigue religiosamente. “Es un espectáculo como el cine, incluso un poco más bonito porque el cine lo conozco desde dentro y me sé todos los trucos, sé por qué acaba como acaba. Pero en el fútbol no sé lo que va a pasar. Hay magia. El fútbol es más sorprendente que el cine”. Y no es una religión, aunque Maradona siga siendo un dios, el mejor jugador del mundo, como comienza diciendo en el filme. ¿Lo es? “Sin duda”.
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