Un tiburón aterroriza los Juegos Olímpicos de París: por qué las películas de monstruos marinos no se agotan
La película de Netflix ‘En las profundidades del Sena’, que imagina una invasión de escualos durante los JJOO de París, es la última en sumarse a un fenómeno de ficción cada vez más extravagante y sin visos de agotarse
Estrenada a principios de junio en Netflix, la película En las profundidades del Sena cuenta la historia de una investigadora marina, Sophie (interpretada por la francoargentina Bérénice Bejo), que pierde a toda su tripulación después de que el tiburón al que están estudiando, Lilith, los mate repentinamente. La científica, años después, vive en París y trata de dejar atrás el trauma, pero el pasado llama a su puerta cuando la baliza que lleva Lilith es detectada en el río de la capital francesa, por improbable que resulte que el letal escualo pueda encontrarse en agua dulce. A partir de ese momento, Sophie inicia una carrera a contrarreloj para cazar al tiburón e impedir que se produzca una carnicería durante la celebración de las competiciones de natación de los Juegos Olímpicos de 2024 en el Sena.
La película la dirige Xavier Gans, responsable de títulos de terror como Frontière[s] (2007) o The Crucifixion (2017), cuenta con seis personas acreditadas como guionistas y ha sido un éxito para la plataforma, que ha hecho público que, en solo unas semanas, ya es el quinto largometraje de habla no inglesa más visto de su historia. En las profundidades del Sena también repite el tropo de la autoridad (en este caso, una alcaldesa) que no quiere restringir la actividad en el agua por cómo afectará a los ganancias turísticas de la localidad, un guiño a Tiburón (1975), la película que empezó todo, aunque existiesen antes producciones como Pasto de tiburones (1932) o Shark! Arma de dos filos (1969).
La obra maestra de Steven Spielberg es considerada el primer blockbuster –una película de entretenimiento de alto presupuesto, orientada al consumo inmediato, con carácter de evento y producida por un gran estudio– y generó una oleada que, 50 años después, sigue lejos de mitigar. Este verano, está prevista la llegada a salas de otra película de terror estadounidense con tiburones, Something in the Water. El veterano Richard Dreyfuss, uno de los protagonistas de Tiburón, volverá a medirse al depredador en Into the Deep. Renny Harlin, director de otro clásico como Deep Blue Sea (1999), acaba de completar su regreso al subgénero, Deep Water, thriller de supervivencia en un avión que realiza un aterrizaje de emergencia sobre aguas infestadas de tiburones. Una tercera entrega de A 47 metros (2015) también está en producción. Y quien busque experiencias límite (con presupuestos límite) tendrá pronto la anunciada Mummy Shark, que seguirá las andanzas de un tiburón momia hallado en Egipto y de procedencia alienígena. A los mandos, Mark Polonia, el confiable autor de títulos como Sharkenstein (2016), Amityville Island (2020), Noah’s Shark (2021), Sharkula (2022) o Cocaine Shark (2023).
“Dos cosas que los seres humanos, incuestionablemente, tenemos en común son el miedo a que nos coman vivos y el miedo a lo desconocido. Las películas de tiburones nos ofrecen ambas cosas desde la comodidad del sofá o la butaca del cine”, dice a ICON la bióloga marina Susan Snyder, devota de las películas de tiburones y autora del libro Encyclopedia Sharksploitanica (2021), consagrado al subgénero e inédito en España. “Flotar en el profundo y oscuro mar mientras un pez dientudo con gran apetito da vueltas debajo de ti es el material del que están hechas las pesadillas”.
La bióloga no olvida que el grueso de películas de tiburones, empezando por el hito de Spielberg, ofrecen una imagen distorsionada del comportamiento de estas criaturas: sus ataques a personas son aislados, infrecuentes y accidentales. Christopher Golden, prolífico autor de fantasía que también ha abordado el suspense con escualos en sus novelas, reconoció en una ocasión que “lo más normal si un tiburón muerde a un humano es que haya confundido su traje de neopreno con la piel de una foca”. La ciencia representada en estas ficciones tampoco brilla por su plausibilidad. Aunque no tienen por qué ser detalles determinantes para disfrutar una película, las repercusiones de Tiburón sí fueron negativas para la especie: se denominó “efecto Tiburón” al aumento en años posteriores de los desplazamientos para avistar ejemplares y competiciones para cazarlos. Tanto Spielberg como Peter Benchley, autor de la novela de 1974 en la que se basaba, tuvieron que hacer campaña contra la despoblación y expresaron arrepentimiento porque su obra hubiese contribuido a diezmarlos.
“La matanza masiva de estas hermosas criaturas demuestra que los verdaderos monstruos son los humanos, no los tiburones”, remacha Snyder, que, sin embargo, cree que “la conciencia pública ha cambiado” y que la pasión por estos animales, que tantas vocaciones de estudiantes del mundo marino han despertado en el último medio siglo, ha llevado finalmente a una mayor preocupación por conservarlos y protegerlos. Iniciativas como la Shark Week de Discovery Channel, una semana de contenido sobre tiburones que la cadena de televisión programa anualmente desde 1988, utilizan la fascinación del público por estos peces para divulgar información y corregir percepciones erróneas mediante sus documentales, si bien, en los últimos años, Discovery ha sido objeto de críticas por privilegiar progresivamente el espectáculo y la docuficción. “Los niños adoran a los tiburones tanto como a los dinosaurios”, celebra la bióloga. “Creo que las películas de tiburones nos ayudan a seguir siendo conscientes de ellos y, en cierto manera, a amarlos”.
Tiburón nazi
Un problema razonable de la sharksploitation, como se llama en inglés a las películas que explotan el reclamo de los tiburones devoradores de carne humana, es que ninguno de los títulos derivados puede medirse seriamente a Tiburón. Considerada de forma mayoritaria entre industria, académicos y aficionados como una de las grandes películas de todos los tiempos, de las que dinamitan las fronteras entre entretenimiento popular y cine de arte y ensayo, su éxito era, a la vez, imposible de replicar y demasiado grande para no darle continuidad. Así, aunque Spielberg prudentemente se desmarcó, Universal produjo en 1978 con otro director Tiburón 2, que ya se encargaba, a su manera, de sentar las bases de la sharksploitation: con un tono más cómico y autoconsciente, la película abundaba en situaciones exageradas (uno de los primeros ataques del tiburón termina en explosión, y en otro momento incluso conseguirá abordar un helicóptero), cuando no absurdas, como única solución para ofrecer una experiencia adicional satisfactoria. Consiguió, en cualquier caso, convertirse en la secuela de mayor éxito de taquilla, aunque superada poco después por Rocky II (1979).
El escritor Peter Benchley tampoco se resistió a exprimir, aunque fuese por la vía del delirio, el fenómeno que él originó: en 1994, veinte años después de su gran golpe editorial, publicó Tiburón blanco, novela sobre un híbrido entre escualo y ser humano que un científico de la Alemania nazi desarrolla a la desesperada en 1945, el arma para evitar la derrota de Hitler en la Segunda Guerra Mundial.
El año de Tiburón 2, el recientemente fallecido rey del bajo presupuesto Roger Corman llevó a las salas Piraña (1978), puesta de largo del director Joe Dante, cuyo estreno Universal amenazó con parar al considerarla un plagio de su franquicia con, simplemente, otra criatura acuática. Spielberg, que acabó siendo amigo de Dante y le produjo Gremlins (1984), evitó que se interpusieran acciones legales por lo mucho que le gustó la propuesta, a la que llegaría a referirse como “la mejor de todas las copias de Tiburón”. El apelativo permite establecer otra regla de la sharksploitation: no se necesita un tiburón para hacer una película de tiburones. Películas de cocodrilos como Mandíbulas (1999) o Infierno bajo el agua (2019), o de serpientes gigantes como Anaconda (1997), también se ajustan al patrón de “películas de tiburones”, porque el tiburón ficticio es, en esencia, un monstruo marino abstracto. No en vano, aparte de que Tiburón partía del modelo literario de Moby Dick (1851), también las películas de criaturas acuáticas como La mujer y el monstruo (1954) y El monstruo que desafió al mundo (1957) fueron influencias explícitas para Spielberg.
La ciencia mató al padre
¿Están condenadas todas las películas de tiburones a repetir, con resultados más bien discretos, Tiburón? “Respuesta corta: sí. Tiburón fijó un listón increíblemente alto para lo que podía ser una película de tiburones”, reconoce la escritora y bióloga Susan Snyder. Y la respuesta larga: “Eso fue hasta 1999, cuando surgió un nuevo estándar en la sharksploitation, Deep Blue Sea. La aparición de los efectos especiales CGI permitió mostrar a los tiburones más a menudo y con todo lujo de detalles. La importantísima escena del ataque sorpresa se convirtió en otra de las cosas que las películas de tiburones posteriores copiarían”.
Con la premisa prometeica de unos tiburones mejorados genéticamente con fines de investigación, más inteligentes y más rápidos, y que, por supuesto, se acaban escapando, la popularidad de Deep Blue Sea –en aumento gracias a años de alquileres en videoclubs y reposiciones televisivas– abrió la veda a mayores licencias científicas. La propia En las profundidades del Sena se ampara en el cambio climático para justificar una transformación en los tiburones y su comportamiento, en lo que ya puede considerarse un tropo moderno.
Y en algún lugar remoto de las argumentos apoyados en generosos y laxos conceptos de ciencia ficción está Sharknado (2013-18), la saga de seis películas sobre un tornado que absorbe tiburones y les permite atacar por tierra, mar y aire (el sharknado presumiblemente funciona como una descomunal manga de agua, que les suministra oxígeno constante), o el díptico Megalodón (2018-23), donde el héroe de acción Jason Statham tiene la feliz oportunidad de pelear con un tiburón prehistórico de 23 metros.
“También a principios de los dos miles se hicieron populares los escenarios de supervivencia más realistas”, indica Snyder, que cita como ejemplos Open Water (2003), rodada en mar abierto con tiburones de verdad, El arrecife (2010) o Infierno azul (2016), del catalán Jaume Collet-Serra, una de las películas del subgénero con mejores críticas de los últimos años. Como enésima confirmación de que toda película de tiburones es una película de monstruos, Infierno azul se contamina de la tendencia contemporánea al subrayado del elemento terrorífico como metáfora: el prólogo cuenta la muerte por cáncer de la madre de la protagonista, cuya superación del duelo y recuperación del amor por la vida será clave para que plante cara al gran tiburón blanco que le acecha. En términos similares, A 47 metros, del año anterior, también utiliza la no muy complicada imagen de una jaula en el fondo del mar para hablar de la depresión.
El momento de fertilidad del cine de tiburones (la década del 2010 ha sido la que ha dejado más películas del subgénero, con los años veinte siguiéndole el ritmo) da, de todas formas, para elegir. Shark Exorcist (2015), con un escualo poseído, o El ataque del tiburón de dos cabezas (2012), que en la cuarta entrega pasó ya a tener seis cabezas, ofrecen un contrapunto claramente libre de notas melodramáticas. Hasta los interesados en la historia que el personaje de Robert Shaw cuenta en Tiburón sobre el buque Indianápolis, hundido por Japón en la Segunda Guerra Mundial con los supervivientes enfrentándose a tiburones, tienen ya su largometraje: Hombres de valor (2016), protagonizada por Nicolas Cage. “Apoyo a los cineastas renegados que saben que lo que han creado nunca será el próximo Tiburón, pero lo hacen de todos modos”, dice Susan Snyder. “¿Qué será lo siguiente en el horizonte del cine de tiburones? ¡Estoy impaciente por descubrirlo!”.
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