Euforia, tragedia y resurrección del ‘breakbeat’, la música electrónica que arrasó en Andalucía en los noventa
El documental ‘Break Nation. La electrónica que bailó Andalucía’ recupera el momento de esplendor de la electrónica en esa comunidad, que dio lugar a fiestas, djs y festivales que se vivían como el Rocío pero en versión ‘rave’
Micro en mano, actitud mafiosa, escoltas como protección. Con la clásica musicalidad de sus palabras, Jesús Gil amenaza: “¡Pero qué cara de golfos y drogadictos tenéis! Borrachos, sois la escoria de este pueblo. Iros a vender droga, que no vais a hacer nada, drogadictos babosos”.
Es un caluroso julio de 1994 y el entonces alcalde de Marbella acaba así con una fiesta que lleva más de 24 horas en el club Banana Beach, donde The Prodigy da su primer concierto en España. Es uno de los momentos fundacionales de una nueva era. No solo para el urbanismo de Marbella, también para la música. Aquella fiesta demostró que el breakbeat había llegado a Andalucía para quedarse. Y mientras más allá de Despeñaperros el estilo apenas funcionaba, en el territorio andaluz se filtró en el ADN y arrasó con fiestas de jueves a domingo cada semana. Subidón y bajón. Pastillas. Subidón y bajón. Agua. Pelos de pincho y calentadores. Raves a las que se iba como al Rocío o al Jueves Santo. Hasta que, en 2002, una tragedia acabó de golpe con un fenómeno que marcó a toda una generación de andaluces.
¿Qué es el breakbeat, antes de nada? Para ser breves, un tipo de música electrónica cuyo ritmo no es constante, como el house. Esto, por ejemplo. De modo que pilla por sorpresa y deja un poco descolocado a quien no lo conoce, que se pregunta cómo demonios se baila. “Desde la revolución del rock andaluz en los setenta, ninguna otra música había conseguido un calado tan social como el breakbeat. Fue un fenómeno de masas impresionante, pero más que musical, fue social. Y solo pasó aquí”, relata el sevillano David Pareja, director del documental Break Nation. La electrónica que bailó Andalucía, disponible en Movistar+. La sorprendente película retrata a un movimiento que tuvo una forma de bailar, vestir y disfrutar único. Es la última época que se ha vivido a sí misma, con las vistas siempre hacia el futuro y nunca al pasado. También la última tribu sin teléfonos móviles, que saboreaba cada momento en presente. Para adentrarse en ella, el equipo de rodaje ha viajado de Málaga a Cádiz y Sevilla, de Londres a Miami, Madrid o Barcelona. Han entrevistado a un centenar de personas. Y han suplido la escasez de imágenes caseras con una increíble labor arqueológica de búsqueda en archivos y un fino montaje. “El protagonista es el breakbeat, pero también la fiesta, esa forma de vivirla que tenemos”, señala Pareja.
Jesús Gil fue el paradójico impulsor del corto pero explosivo ciclo de vida del breakbeat en Andalucía. A principios de los noventa sus actitudes pandilleras acabaron echando de Marbella a un joven amante de la música y pionero en la celebración de raves en España, Ramón Navas, fundador del colectivo Rave Age. El alcalde le amenazó incluso con cerrar el negocio de su padre y Navas decidió quitarse del medio. Viajó a Estados unidos y conoció a fondo la música electrónica. Alucinó con las fiestas underground clandestinas, que a su vuelta quiso impulsar en su tierra. Lo hizo de la mano de quienes ya empezaban a manejar los platos en el club Pink de Sevilla —ciudad donde se crio el mítico DJ Felipe Volumen y más tarde nació el colectivo Syndcal Unity Raves— que se había venido arriba gracias a la Expo 92.
Esta trajo consigo la construcción de la autovía A-92, carretera que hizo Andalucía más pequeña al reducir las distancias. Fue el eje fundamental para el desarrollo de las fiestas que se celebraban en la Costa del Sol y, después, en todo el territorio. Crecían cada fin de semana de una manera exponencial. “La gente venía de Ibiza y Londres”, apunta en la película el disc jockey Polonio.
Aquellos festejos dieron paso a Satisfaxion, promotora con un papel esencial en la música electrónica con acento andaluz. Su primera fiesta fue en el parque acuático AquaPark de Torremolinos, que confirmó la llegada del espíritu de las raves británicas a Andalucía. De aquel movimiento había surgido The Prodigy, referente para los jóvenes de la época. La empresa lo sabía, así que DJ Jason decidió llamar al número que aparecía en los vinilos de la banda. Se subió al techo de un coche, enganchó un teléfono al cable del vecino que pasaba por encima de su casa y llamó. Para su sorpresa, los ingleses estaban encantados de aceptar la propuesta. Satisfaxion alquiló el club Banana Beach por 800.000 pesetas y montaron un fiestón para la actuación.
“El mayor show de música de baile jamás visto en España” decía el cartel. Era 1994 y las entradas costaban 2.000 pesetas. Cuando a las seis de la mañana el propietario del recinto dijo que ya era hora de irse, la fiesta estaba todavía de subidón: los organizadores pasaron la gorra y reunieron un millón de pesetas entre los asistentes para que les dejaran seguir. A las seis de la tarde llegó Jesús Gil. El dinero ya no valía. “A la puta calle, este pueblo no sois vosotros, este pueblo es honrado”, gritaba con el micro en la mano. Luego derribó aquel espacio de ocio y levantó unos edificios ilegales que el Tribunal Supremo ordenó derribar hace años. Siguen en pie.
Josh Wink: el punto de inflexión
En 1995, Josh Wink publicó su legendario Higher state of consciousness. El tema supuso un punto de inflexión: no había nada ya que parase al breakbeat. Lo inundó todo. “Era una forma de vida”, recuerda el disc jockey y promotor Javi Unión en el documental. Como él, todos los que pinchaban se rindieron al estilo. Y las fiestas se reprodujeron como setas. No había ayuntamiento que no quisiera celebrar una en su pueblo. Nació otra promotora, Nätural. Los disc jockeys pinchaban varias veces en una noche. “Tenía un chófer”, recuerda Lady Packa. La gente les seguía de un lugar a otro. “En vez de la ruta del bacalao, era la ruta del breakbeat”, añade otra de las escasas mujeres que pinchaban por aquel entonces, DJ Ylia, que firmaba autógrafos con 16 años y ahora acaba de firmar la banda sonora de la película Segundo premio.
No había horario de cierre. La gente se cruzaba en gasolineras y acudía en caravana a localidades ubicadas en el centro de Andalucía. Loja (Granada) se convirtió en uno de los referentes. En Mollina (Málaga) miles de personas se citaron en el Live Dance Festival en 1998, que entonces competía con un FIB de Benicassim recién nacido. Las drogas de diseño eran parte fundamental de todo aquello. “La primera vez que tomé éxtasis fue la típica que te tomas media y dices esto no me sube. Te tomas la otra media y ¡Bum! Con los brazos en alto”, recuerda el actor Julián Villagrán.
A finales de la década, DJ Nitro acudió como invitado al programa musical Música Sí, pinchó breakbeat y el público no supo ni cómo bailarlo. ¿Qué ocurría? ¿Por qué en Andalucía era un fenómeno de masas y mientras en el resto de España y del mundo era algo secundario? “Es una música que da para ser extrovertido, bailar, relacionarte con otra gente, hablar incluso”, subraya DJ Ylia en el documental.
“Tenemos acostumbrada la oreja a los ritmos rotos, asincopados, así que esa música nos entraba muy bien”, añade Curro Morales, exintegrante de Califato ¾. “Aquí hay una cultura sofisticada de la fiesta, se sabe aguantar el ritual: nadie va al Rocío y se queda grogui el primer día”, añade el artista Pedro G. Romero. Los andaluces, además, necesitan la calle, festejar al aire libre, por eso las raves encajaron tan bien. “Antes estuvo el fandango, el verdial, el flamenco. Luego el breakbeat”, sentencia el director del documental, David Pareja.
Con el cambio de siglo las fiestas se masificaron. Nació la subcultura cani, de la que bebieron de C Tangana a Rosalía: pelos de pincho para ellos, calentadores para ellas. Hasta Matías Prats los retrató en el telediario. La radio pública andaluza Canal Sur entró de lleno entonces con Mundo Evassion, que organizaba enormes fiestas en distintas ciudades con el locutor Daniel Moreno como cabeza más visible. Era imparable. O eso parecía.
El 2 de marzo de 2002, más de 14.000 personas se reunieron en el palacio de los deportes Martín Carpena de Málaga mientras en el aparcamiento había miles más. Muchos consiguieron derribar las puertas más tarde y entrar. Todo se desmadró. Y lo peor fue que dos jóvenes asistentes fallecieron tras consumir éxtasis. Varios más resultaron heridos. El breakbeat quedó estigmatizado, los eventos se cancelaron de golpe, los ayuntamientos lo repudiaron. Aquel accidente abrió los ojos a muchos padres que hasta entonces veían bien que sus hijos se divirtieran escuchando música y bebiendo agua. Tuvo más consecuencias: después de que Canal Sur repudiase y despidiese a Daniel Moreno, este se quitó la vida. La magia desapareció. Y la siguiente generación quiso olvidar aquella música maldita que había muerto de éxito.
De repente, la pandemia la resucitó. Bandas como Califato ¾ pusieron los mimbres cuando en 2019 lo fusionaron con ritmos de Semana Santa en su disco La puerta de la Cânne. Tras la crisis sanitaria, la música electrónica dio, además, un salto generacional. Los más jóvenes volvieron a escuchar breakbeat sin condiciones ni maldiciones, sin los recuerdos negativos de algo que pasó cuando muchos ni habían nacido. Citas de espíritu indie y rockero como el Monkey Week ya le dedican sesiones. Y disc jockeys de los noventa como Karpin, Anuschka, Wally o Karpin vuelven a ser aclamados en salas históricas como La Copera.
El Winter Festival de Granada o el Summer Festival de Sevilla —ambos de la promotora Raveart— llegan a reunir a más de 12.000 personas bajo sus ritmos. Nacen nuevos eventos para completar la agenda, como el malagueño Híbrida Fest de este próximo julio. El merchandising con la etiqueta breakbeat andaluz vuela en las tiendas. Y nuevas bandas lo fusionan con ritmos flamencos, de La Plazuela en sus remixes a los cordobeses Electronic Flamenco Esquejes en su último single, Confundir. El breakbeat está de vuelta.
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