Paolo y otros burros de película

En esa extraña dicotomía hemos crecido: el burro, animal inteligente y noble, simboliza la mofa y la burla

El burro Paolo, protagonista de Zinzindurrunkarratz, con Oskar Alegría, director de la película navarra.José Carlos Cordovilla/Diario de Navarra

Los burros me ponen alegre y triste al mismo tiempo. Imagino que es inevitable para los que crecimos bajo el signo de Platero y yo. Aunque si soy sincera, tanto como el burrito de algodón de Juan Ramón Jiménez me marcaron los de la serie sobre Pinocho que hizo Luigi Comencini a finales de los setenta o el cuento Piel de Asno, de Charles Perrault, q...

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Los burros me ponen alegre y triste al mismo tiempo. Imagino que es inevitable para los que crecimos bajo el signo de Platero y yo. Aunque si soy sincera, tanto como el burrito de algodón de Juan Ramón Jiménez me marcaron los de la serie sobre Pinocho que hizo Luigi Comencini a finales de los setenta o el cuento Piel de Asno, de Charles Perrault, que también tuvo su versión cinematográfica de la mano de Jacques Demy.

Con la música de Fiorenzo Carpi para la serie de Comencini de aterrador fondo, la ternura por aquel animal dio paso a la inquietud y a las orejas de burro como ubicuo castigo psicológico. En esa extraña dicotomía hemos crecido: el burro, animal inteligente y noble, simboliza la mofa y la burla, la falta de progreso y la pobreza.

El cine siempre mostró querencia por este animal. La más célebre es, por supuesto, la película de Robert Bresson Al azar de Baltasar (1966). Pero hace dos años llegó la maravillosa EO, del veterano cineasta polaco Jerzy Skolimowski, y ahora lo hace la última joya del navarro Oskar Alegría, Zinzindurrunkarratz, una road movie a lomos de un burro cuyo viaje arrancó en la cima de los festivales-boutique, el de Telluride, en las Montañas Rocosas de Estados Unidos, acaba de pasar por el de documentales de Punto de Vista (Pamplona) y llegará a finales de mayo a la Cineteca de Madrid. Con esa mezcla tan suya de diario poético-etnográfico, Alegría se acerca a través de una vieja cámara de Super 8 al mundo perdido de los pastores de Artazu, en la Sierra de Andía, para practicar el “companaje” (llevarles pan y vino), como hacía su abuelo.

El director de La casa Emak Bakia y Zumiriki, en la que ya asomaba la vida de los viejos pastores, convierte su camino en burro en un conmovedor viaje a la memoria, al origen del cine y de la vida, en el que la pantalla en blanco se transforma en el sudario con el que el cineasta también despide a su madre. Y todo esto, que no es poco, con la mirada cómplice y serena del bueno de Paolo. Alegría eligió a Paolo por motivos algo profanos para un experto: le gustaron sus orejas, la manera en las que las movía, y también su quietud, “su manera elegante y emotiva de estar en la tierra”. Aprendió de él cosas curiosas, como su manera de “pensar en zigzag” o su relación frugal con la comida. Por eso cuando Alegría vuelve al prado de Arostegui a visitar a Paolo lo hace con zanahorias traídas de todo el mundo, de Italia a Japón, en un ritual de agradecimiento hacia el animal que le enseñó tanto del camino.

Hace unos días, en la presentación de la revista anual de crítica de cine de la Escuela de Escritores, descubrí que una alumna, Pilar Merino, profesora de instituto, había escrito sobre burros y cine incluyendo un poema de Agustín García Calvo. Después de la presentación charlamos brevemente: cosas de la vida, ambas habíamos sido alumnas suyas de latín. Titulado Al burro muerto, el poema es una elegía al animal que mató un coche (“...me hace clamar que no ha muerto, que lo han matado, y que ha sido / quien mata el amor”) el día que se escapó a la carretera detrás de unos caballos. Me temo que es inevitable, los burros nos ponen alegres y tristes, y tal vez solo quepa el consuelo de la letanía final de Juan Ramón: “Platero, tú nos ves, ¿verdad?”.

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