El fenómeno de ‘El club de la lucha’: así se convirtieron 30 páginas escritas en un taller en objeto de culto entre grupos radicales
El director David Fincher, que ahora estrena ‘El asesino’ en Netflix, piensa que un producto cultural es incontrolable una vez que queda en manos del público. Es el caso de su película más famosa. Abordamos una obra reivindicada por la extrema derecha
En mayo de 2009, un alumno de instituto de 17 años hizo explotar una bomba incendiaria en un Starbucks de Nueva York causando graves desperfectos. Ocho años más tarde, en agosto de 2017, otro joven blanco estadounidense intentó perpetrar un atentado con bomba, esta vez, contra una sucursal bancaria de Oklahoma City. En los interrogatorios posteriores salió a flote que ambos tenían algo en común: su amor por El club de la lucha (1999) y su voluntad de llevar a la práctica el violento plan de agitación a...
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En mayo de 2009, un alumno de instituto de 17 años hizo explotar una bomba incendiaria en un Starbucks de Nueva York causando graves desperfectos. Ocho años más tarde, en agosto de 2017, otro joven blanco estadounidense intentó perpetrar un atentado con bomba, esta vez, contra una sucursal bancaria de Oklahoma City. En los interrogatorios posteriores salió a flote que ambos tenían algo en común: su amor por El club de la lucha (1999) y su voluntad de llevar a la práctica el violento plan de agitación anticapitalista que forma parte fundamental de la trama de la película: el proyecto Mayhem. Dos ejemplos del siniestro impacto que esta obra turbia y fértil ha tenido en extremistas e iluminados de muy diverso pelaje desde que llegó a los cines en los últimos días del pasado milenio.
Estrenada en Estados Unidos y Gran Bretaña en noviembre de 1999, tras pasar con más pena que gloria por el festival de Venecia, El club de la lucha recibió críticas de una ferocidad poco habitual. Alexander Walker, del Evening Standard, dijo de ella que era “basura neonazi”, un asalto frontal “contra la cordura y la decencia que incurría en la sublimación hasta extremos pornográficos de la violencia y la mezquindad moral”. David Denby, en The New Yorker, la describió como “una rapsodia fascista”. Liza Schwarzbaum, en Entertainment Weekly, como “una estupidez rotunda y grosera”. A Roger Ebert, de Chicago Sun-Times, le pareció “impecable en lo cinematográfico pero muy dudosa en lo filosófico”. Y Christopher Godwin, de The Australian, auguró que la película, “pese a sus virtudes”, iba a dar pie a estallidos de violencia “nihilista y antisocial” como había ocurrido 30 años antes con La naranja mecánica.
Se trataba de la gran apuesta de 20th Century Fox para la recta final del año. El cuarto largometraje de su director, David Fincher, tras los éxitos de Alien 3, Seven y The Game, había costado 65 millones de dólares y se esperaba que recaudase al menos el triple. En su primer fin de semana, beneficiada por una campaña de márketing agresiva que optó por asociarla con el mundo del wrestling y las artes marciales mixtas, la película recaudó unos prometedores 11 millones de dólares, superando a producciones como Doble traición, de Bruce Beresford o Historia de la nuestro, de Rob Reiner.
Sin embargo, en la segunda semana de exhibición se registró una caída del 43% en los ingresos. Las críticas negativas empezaban a hacer mella en un producto que, además, polarizaba a la audiencia: casi dos tercios de sus espectadores eran hombres y, de estos, el 58% tenían menos de 21 años. La consultora CinemaScore concluyó que se estaba convirtiendo en “la película de cabecera para posadolescentes blancos sin novia”, detestada de manera casi unánime por el resto de grupos demográficos. Ni siquiera la presencia de un Edward Norton emergente (tras Rounders y American History X) y un Brad Pitt en la cumbre de su vigoroso sex appeal conseguía atraer al público femenino. Los 37 millones recaudados en Estados Unidos resultaron un balance insuficiente y crearon un cisma entre Bill Mechanic, jefe del estudio, y Rupert Murdoch, propietario del holding empresarial Fox, un magnate de escuálidos intereses culturales que nunca creyó en la película.
Una obra maestra de acción retardada
24 años después, El club de la lucha ocupa la decimosegunda posición en la lista (interactiva y demoscópica) de mejores producciones cinematográficas de la historia que publica IMDB. A los centenares de miles de espectadores que acudieron a verla en otoño de 1999 e invierno de 2000 se unirían muy pronto los cerca de seis millones que la compraron en DVD o la alquilaron en un videoclub. Empire afirmó en 2008 que el Tyler Durden interpretado por Brad Pitt era el mejor personaje de la historia del cine, por encima de Darth Vader, The Joker, Han Solo, Hannibal Lecter o Indiana Jones.
En opinión de John Naughton, redactor de la edición internacional de Men’s Health, la película “ha tenido un profundo impacto en la construcción de la identidad masculina contemporánea”, al plantear sin tapujos una pregunta crucial: “¿En qué consiste la hombría en un contexto de feminización creciente?”. Cuál es el papel que están llamados a jugar los hombres cuando ya no se espera de ellos “que vayan a la guerra o se encarguen de garantizar en solitario la supervivencia económica de las familias”. Qué alternativas vitales y de autorrealización se les ofrece más allá de “dedicar sus vidas a trabajos que odian para comprar cosas que no necesitan”.
El club de la lucha tuvo orígenes muy modestos: el autor de la novela en que se basó la película, Chuck Palahniuk, la escribió en los tiempos muertos que le dejaban sus largas jornadas como mecánico en un taller de construcción de camiones con sede en Portland. Palahniuk hilvanaba el relato en su mente y, en cuanto podía permitirse una pausa, fijaba a toda prisa un par de párrafos en su bloc de notas. De ahí el estilo crudo, sincopado y anfetamínico de lo que empezaría siendo un cuento de menos de 30 páginas (publicado en 1995 en la antología Pursuit of Happiness) y se convertiría en novela un año más tarde.
La naranja mecánica de la generación X
El escritor asegura que esta “sátira sombría” empezó a gestarse un fin de semana de primavera en que se vio envuelto en una pelea absurda, “en un idílico prado de Oregón, junto a un lago”, con unos insufribles campistas a los que había pedido que bajasen el volumen de su radiocasete. El lunes por la mañana, de vuelta en el taller, se dio cuenta de que sus compañeros evitaban preguntarle por el origen de los vistosos moratones que lucía en párpados y pómulos: “Si acudes puntual al trabajo, a nadie le preocupa que dediques tus fines de semana a recibir y propinar palizas”. Incluso la violencia o la psicopatía “se toleran si no interfieren con el trabajo”. Así de “hipócritas y funestas” son nuestras sociedades. De esa intuición nació el narrador sin nombre de la novela, un tipo tan abrumado por el absurdo y la vacuidad de sus rutinas cotidianas que “necesita que le golpeen hasta perder el sentido para comprobar si aún es capaz de sentir algo”.
Palahniuk siempre supo que tenía “una gran historia entre manos”. Pero las circunstancias conspiraron para que extrajese de él un rédito bastante magro. La editorial W.W. Norton aceptó publicar la versión ampliada de su relato, pero le pagó un anticipo de apenas 7.000 dólares. Aunque la novela recibió críticas, en general, positivas (nadie encontró en ella una apología, ni explícita ni velada, del fascismo) la primera edición no vendió más de 5.000 ejemplares. La buena noticia llegó en 1997, cuando Fox compró los derechos de adaptación cinematográfica, una operación, pese a todo, que solo le reportó al autor 10.000 dólares adicionales.
David Fincher insiste en que siempre leyó el texto de Palahniuk como una exhortación a buscarle un cierto sentido a nuestras vidas “antes de que el vacío nos engulla”. Para él, Tyler Durden, el vendedor de jabón elaborado con grasa de liposucciones que incita el protagonista del relato a buscar consuelo en la violencia anárquica no es, en absoluto, “un modelo de conducta”, sino más bien “una pésima influencia” y un enfermo mental, más digno de ser compadecido que emulado. Así lo interpretaron también Brad Pitt, Edward Norton y Helena Bonham Carter, los tres principales actores de la película.
A Brad Pitt lo abordó Fincher, con el guion en la mano, una noche de 1997 en que el actor volvía a su dúplex de Manhattan tras una plomiza jornada rodando ¿Conoces a Joe Black? Le preocupaba que, tras el fuerte empuje de sus primeros años de carrera, estuviesen empezando a encasillarle en papeles de galán apolíneo y apto para todos los públicos. El personaje que le ofrecía Fincher, “un perturbado con mucho carisma y muy pocos escrúpulos”, le pareció la respuesta a sus plegarias. Norton pasaba por un periodo de revaluación crítica de su carrera en que deseaba hacer películas “cuanto más extremas, mejor”. Y a Bonham Carter le apetecía, sobre todo, trabajar con buenos directores en proyectos atípicos. Ninguno de ellos pensó que la novela de Palahniuk ni el guion derivado de ella pudiesen interpretarse como una apología de los valores ultraconservadores o la masculinidad tóxica. Fincher les aseguró que pensaba impregnarla de sarcasmo, irreverencia y humor negro. Aquello iba a ser una sátira feroz que nadie podría tomarse al pie de la letra. Y cumplió con su palabra.
Delirios textuales
Sin embargo, los mecanismos de la recepción e interpretación son inescrutables. Fincher ya tuvo que defenderse en 1999 de los que le acusaban de incurrir en la glorificación de la violencia o de abrazar un anarcoindividualismo irresponsable y cercano a la extrema derecha. La sombra de esta lectura literal de la película le persigue desde entonces. Fincher estrena el próximo viernes en Netflix su último largometraje, El asesino, un thriller claustrofóbico protagonizado por Michael Fassbender, Tilda Swinton y Arliss Howard. Hace apenas unos días, en entrevista con el diario británico The Guardian, el cineasta asumía que el movimiento incel (la nueva hornada de jóvenes misóginos que considera la satisfacción sexual un derecho del que las mujeres les están privando, al “condenarles” al celibato forzoso) se ha apropiado de la película y la ha convertido en uno de sus fetiches culturales.
Los incel y otros neoconservadores y apólogos de la masculinidad agresiva sí ven en Tyler Durden un modelo de conducta y están más que dispuestos a tomarse el discurso de la película al pie de la letra, obviando sus evidentes implicaciones y subtextos. En su defensa, Fincher esgrime el más obvio y sensato de los discursos: “No soy responsable de las interpretaciones que otras personas puedan hacer de la película. Los tiempos cambian. El lenguaje evoluciona. Los símbolos se transforman”.
Por desolador que a él le resulte, es obvio que, tanto la película como (en menor medida) la novela, forman parte hoy de la “lexicografía” de una nueva derecha, mucho más activista y beligerante que la de la década de 1990. “Pero no hicimos la película para ellos”, insiste Fincher, “aunque nadie puede evitar que la gente interprete los cuadros de Norman Rockwell o el Guernica de Picasso como ellos quieran”, ignorando las intenciones de sus autores.
A Fincher le cuesta “entender” que Tyler Durden no sea percibido como lo que es: una ilusión dañina, uno de los peldaños que conducen de manera inexorable al narrador hacia su propio infierno. El Proyecto Mayhem, la conjura anarquista contra las compañías expendedoras de tarjetas de crédito, no es más que el desvarío de una mente enferma. Y los Club de la Lucha, aunque no hayan dejado de proliferar entre cenáculos de ultraderechistas, supremacistas blancos y demás grupos radicales desde que se estrenó la película, nunca pretendieron ser un antídoto contra los rigores e insatisfacciones de la vida moderna.
Retrato de un hombre en llamas
Fincher añade que la suya es una película que sigue cosechando equívocos a diestro y siniestro, no solo entre los que insisten en malinterpretarla y ponerla al servicio de ideas turbias. El año pasado, una plataforma audiovisual china compró la película para estrenarla con un final alternativo que trastoca por completo su sentido. En el desenlace realizado por Fincher (aquí arranca un spoiler gigante, así que ustedes mismos), el narrador acaba desembarazándose de su alter ego, Tyler Durden, instantes antes de reunirse con su amante, Marla, para ver desde un amplio ventanal como empiezan a explotar los rascacielos del distrito financiero de Manhattan. Mientras suena Where’s Is My Mind, el tema de Pixies que Fincher insistió en incorporar a la película, el antihéroe de personalidad fracturada dirige a Marla una de las grandes frases del cine contemporáneo: “Me has conocido en un momento extraño de mi vida”.
Los espectadores chinos se han perdido este final, sustituido por un chapucero fundido a negro tras la muerte de Durden y un texto en pantalla para explicar que las autoridades consiguieron abortar, después de todo, el caótico y letal proyecto Mayhem. A Fincher, la agresión de los censores le resulta tan alevosa como innecesaria: “Nunca entenderé a los que dicen: ‘Me encanta tu película, la quiero en mi plataforma. Pero, eso sí, voy a hacer una serie de cambios arbitrarios para convertirla en algo distinto’. Con la cantidad de ficciones audiovisuales que circulan por ahí, ¿Qué necesidad tienen de desvirtuar una que se estrenó hace más de 20 años?”.
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